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Juan Draghi Lucero y “su narrativa”…

(Incluido en el Portal SEPA (Servicio de Educación por el Arte – Primera Parte – Noviembre de 2004.

Obra édita e  inédita de Nidia Orbea Álvarez de Fontanini.)

“En los apretados peligros toda razón se atropella.”               Miguel de Cervantes Saavedra (Español, 1547-1616)

Aproximaciones a su trayectoria.

“El Hachador de los Altos Limpios”.

Juan Draghi Lucero: aproximaciones a su trayectoria…

Sabido es que Juan nació en Luján de Cuyo (provincia de Mendoza, Argentina), el 5 de diciembre de 1897 y que falleció cuando tenía noventa y siete años, en 1994.  Su padre falleció cuando tenía tres años y debió alejarse de la escuela cuando cursaba tercer grado para trabajar con “el compañero de su madre”.  Desde entonces empezó a conmoverse con “las tonadas y dichos de los jarilleros”; a los veintiocho años empezó a investigar sobre “el enigma de los huarpes” y evidentemente, vivió alerta ante las constantes dificultades que deben enfrentar los hombres en distintas circunstancias. En su ciudad natal, en 1929 fundó la Escuela de Apicultura y ese año empezó a publicar su obra literaria y notas referidas a historias de la Historia…  Ejerció la docencia en la universidad de Cuyo, fue miembro de diversas instituciones; se dedicó a investigaciones sobre Folklore Regional.  Participó en Congresos.  Obtuvo diplomas, medallas; la “Réplica del Sable Corvo” -otorgado por el Dr. Buteler- y participó en diversas actividades culturales.

Sus relatos expresan algo más que una concepción literaria porque en sus personajes, confluyen perfiles y contrastes que simbolizan la constante disputa entre el ser, el deber ser y el poder ser.

 

En esta pausa, alertas ante sus señales y sus claves, sigamos “el paso del Hombre”… tras las huellas del viento

 

 “El Hachador de los Altos Limpios”

“Campos de etnología y folklore. Arenales dormitando en  la soledad y hoy conllevados al desvelo ante el paso del Hombre. Brisas errantes con imágenes redivivas de un doloroso pasado… Y una pasión aleteando en dolida inquietud.

La marcha de mi mula, acallada por el arenal, me traía el sueño; mas la empresa acometida y la figura del jinete que iba adelante, me enfrentaban a los vaivenes del tentado. Caí en la tentación de ‘ir y ver’ a los Altos Limpios después de oír, primero desganadamente y luego con desatado ardimiento, la corta y trunca relación de mi compadre.  Alcanzó a decirme en voz baja y desviada: En los Altos Limpios mora el alma quejosa del Viento… No; es como si se hiciera manifiesta una voluntad descuartizada, o, tal vez, sea el aparecer de una fuerte sombra en sufrimiento…

Nunca me había hablado así mi compadre Azahuate. Con estas algaradas sobre lo misterioso despertó en mí la lumbre descaminadora que me llevaba. Ante mi creciente curiosidad ni quiso decirme más el cabrero llanista, ni hizo otra cosa que encerrarse en celado silencio para mi creciente porfía y tozudez.

Conozco ese silenciar caudaloso de los mestizos y criollos de los campos más apartados. Sospecho a dónde van y qué persiguen cuando se concentran en su cavilar arisco y hunden el sediento mirar en sospechada lejanía. ‘Siguen’ una pasión que dentro del silencio bate campanas y centellea espadas. Ellos ‘ven y oyen’ algo que solamente alcanzó a presentir, después de refinar mi espíritu occidentalizado en lo que me resta de aliento precolombino. Esto me desasosiega y me descentra al no poderme explicar a dónde quiero ir y de dónde ansío venir al allegarme a estas auras de la vecindad del trance.

Sigo al paso de mi mula… recuerdo que ayer caí sorpresivamente al rancho de mi compadre con la novedad que quería ir, en su compaña, a los Altos Limpios. Mudo se quedó el pobre y tanto él como su mujer, la buena de mi comadre, me hablaron con calma y remanso en el alma. Querían meterme en el entendimiento que yo era pasto del ‘tienta’ (así apellidan al tentador o demonio). Más yo, apelando a todos los recursos que debe lucir el bien centrado, expliqué con elegida calma y decires del conllevamiento que se trataba de una simple curiosidad y tanto y tanto porfié, que mi compadre se vio obligado a complacerme. Y el pobre, que me quiere y considera, se avino a emprender el viaje. Ya en marcha, los dos, yo veía que él iba venciendo duras resistencias en un tremendo pelear interior. Su luchar se hacía patente en su cara con violentas contracciones y en un continuo dar poderes y desmayos a sus miradas y ademanes.  Hablando solo iba.

Y vamos y vamos. Se suceden los algarrobales y chañarales y otros torturados árboles indios. Nuestras sufridas mulas sostienen la marcha a lo largo de las soledades anegadas de arena. Siempre al naciente por sendas de cabras y animales cimarrones, en procuras de un lugar del que todos se alejan y apartan.

El sol de por la mañana es llevadero, más en llegando la hora de la siesta se vuelve trasminante. Al fin nos allanamos a buscar reparo a la sombra de un corpulento algarrobo. Nuestras mulas sufren sed y no apetecen los pastos resecos. Nosotros mascamos ramitas de amarga jarilla para olvidar el agua, de la que apenas nos queda un resto en la caramañola. Nos aplasta tanta soledad, tanto arenal quemado. Los ojos ardidos se entrecierran y se solazan al recuerdo del sueño reparador. Pasan con detención las horas de la tarde recalentada. Por fin se ladea el sol y, ya más sufrible su quemar, ensillamos nuestras mulas y proseguimos la marcha. Esto es la travesía.

Va mi compadre delante, siempre puntero en el camino, pero bien comprendo su silencio y su empaque. Sé que habla solo y que levanta duras palabras contra mi porfía incrédula. Sé que se sospecha en abierta disidencia con su religión y con impertinente actitud de sabihondo ante los misterios de la Vida. Sé que me sabe atrevido y audaz sondeador de cosas que para él están bien en los resguardos y que soy capaz, en mi descaro, de querer levantar el velo de lo escondido en las penumbras por disposición divina; y sé, por último que me sospecha ‘masón’ y por tanto, según su creer, practicante de ritos prohibidos, condenados por la Iglesia y pasibles de tremendos castigos.

Pero yo no voy a ir en goce de inhabitual realidad. Cansado de dar clases de historia y geografía, voy en Geografía e Historia gustando de una acre verdad. Sé que estos campos, hoy en soledad, tuvieron su grávida pre y protohistoria y que esta geografía ostentó muy otra  interpretación en el sentir de los hombres primitivos que aquí sentaron.  Sé que la Etnología y Folklore registran documentos inhallables para investigadores de gabinete. Sé que entre las sinuosas divisiones de estas ciencias, alienta un espíritu de los campos que es comprendido y degustado más por el iletrado de mi compadre que por mí; pero, con todo, yo entresaco y me adhiero a esta entrevista “pasión “ antiquísima de resollantes aristas, al tiempo que recrimino la ceguedad de mis colegas, los profesores del ramo de la Universidad.

Luchando, vamos luchando, mi compadre delante y yo detrás por el mismo camino. Me allega a él mi audacia de autodidacto que me permitió sesgar muchas pruebas tan académicas como adocenadoras, y conseguir resguardar, en recónditos aljibes, mis reservas sobre sospechados caudales extracientíficos.

-Yo sé a dónde voy, compadre  -le digo en mi monologar al mestizo Azahuate-. Yo voy tras un norte que no es el simplemente empírico de usted y de los suyos, ni la ‘seguridad científica’ de mis colegas, los profesores. Hago pie en una Sospecha, amamantada en muchísimas sospechas, trasegadas de lecturas de entre líneas, de la oposición que he percibido entre Historia y Folklore, y, sobre todo, del sopesamiento de las soledades palabreras de estos campos ‘que han sido’, es decir, que anidaron Hombre en sus episodios cruciales.

Quería pardear la cayente tarde, una sabedora paz se retrataba en el despedirse de los pájaros cantores al anunciar la dulce muerte del día. Mi compadre detuvo su mula en lo alto de un ramblón y me señaló, emocionado, un lugar que sobresalía de los llanos.

-Allá se divisan los Altos Limpios. Usted dirá compadre, si seguimos o no.

-¡Apuremos el paso! -le reclamé taloneando y animando a mi cabalgadura. Seguimos  la marcha a paso sostenido. Ya en las vecindades del mentado sitio, se me represento la azarosa historia comarcana.   Me dije:

-Por aquí pasaron Francisco de Villagra y sus 180 hombres destinados a la guerra de Arauco, por mayo de 1551, cuando descubrieron la región de Cuyo. Por estas vecindades debió andar el padre Juan Pastor, el documentado primer misionero de las lagunas de Huanacache, allá por 1612. Para acá vinieron a resguardarse durante el coloniaje los primeros troncos del resentido mestizaje lugareño. Por esta misma senda pudo haber pasado José Miguel Carrera y su gente antes de ser vencido en la Punta del Médano en 1821, y entregado a las autoridades que lo fusilaron y lo descuartizaron el la Plaza de Armas de Mendoza. Estas soledades se alborotaron y encresparon con el resonar de los cascos de la caballería de Juan Facundo Quiroga. Por estos mismos arenales anduvo en sus extrañas aventuras la huesuda y varonil, doña Martina de Chapanay. Estas arenas vieron al Chacho con sus huestes en marcha para la guerra criolla y por estos mismos campos galopó el gran caudillo luganero, el más célebre hoy en día, don José Santos Huallama…

-Ya vamos llegando  -me interrumpió mi compadre.

Alejáronse los fantasmas de la historia comarcana y pareció la concreta realidad terrena. Frente a nosotros se alzaban unas barreras más altas que los médanos comunes. Estas alturas cortaban a los llanos en forma novedosa… Desmonté para allegarme a pie. ¡Los Altos Limpios! Ahora comprendía la razón de su nombre. Allí no crecía ni una hierbecita. Cesaba bruscamente toda vegetación a muchos pasos antes y las eminencias de arena se empinaban en una plataforma de yermo. Sí; mas al pie mismo de la más grande altura se levantaba, como relictus, un solitario y coposo chañar. Parecía un templo vegetal… A mi alrededor me atrajeron unos como cantaritos que parecían de barro cocido. Los examiné y me recordaron a trozos de caracolas, pero muy luego reparé que el piso de arena estaba sembrado de estos ‘restos’. ¿Quién pudo haber hecho tales laboreos y para qué?

Caía el anochecer. Con angurriento apuro quise mirarlo todo para formarme un cuadro orgánico de aquello, mas en ese instante sentí la llegada de brisas arrastradas. Miré el suelo al reparar que algo serpenteaba y vi, asombrado, inquieto, que las arenas ‘caminaban’ hacia arriba, y en la pulimentada superficie dibujaban vivas rayas torcidas, labradas por manejos intrusos. Me di en pensar que aquellas caracolas truncas las moldeaba el viento caviloso, artesano. Era un desgobernado viento maniobrero, discursivo, entretenido.  Me agaché, desconfiando de mis ojos y de la avanzante oscuridad, y palpé el suelo y ‘sentí’ que ese suelo se movía.  Huían los granitos de arena en desgobernado rodar, uno por uno, procurando subir a los altos de la empinada barrera, como solicitados por el imán. -¿Cómo puede suceder esto? -me preguntaba y cuando quise verificar en diversos sitios el movimiento y caminar de las arenas, noté que la oscuridad me descaminaba. Todo se envolvía en el oscuro poncho llanista. Acongojado, sediento de investigación y de sospechas, volví a tantear el suelo a mi lado. Me perecía entrever que invisibles dedos modelaban botijuelas y volutas pequeñas de un remoto palacio de barro cocido… En la noche el viento arrastrado enhebraba voces bajitas, susurrantes, lejanas. Se entreoía el rodar de lamentos perdidos…

La voz de mi compadre, austera y prevenciosa, dio su recto pensamiento. -Antes que se haga de noche cerrada vámonos a dormir al Balde de la Vaca.

-No compadre.  Yo dormiré aquí mismo.

-¡Miren la ocurrencia!. Pero no voy a dejarlo solo, compadre. Me allanaré a  acompañarlo, aunque ¡no estoy conforme!  Siguió a las medias hablas mientras desensillaba las mulas. Luego se apartó con los dos animales y los largó maneados para que pastaran en la vecindad. Al rato volvió, siempre murmurando y con una leñitas. De mala gana, hizo fuego, puso una tira de asado al calor de las llamas, echó la última agüita que nos restaba a la tetera y la arrimó al fuego. Muy en silencio comimos un bocado y tomamos un matecito. Tendimos los recados a la mortecina lumbre del fueguito y nos acostamos sobre los pellones. Observé que mi compadre rezaba mucho, con entregada devoción y se encomendaba a su Ángel de la Guarda.  Yo me tapé hasta la cabeza con mi poncho y solicité el sueño con miras de levantarme tempranito a seguir con mi porfía investigadora.

El desvelo con su carga de penumbrosas imágenes me zarandeó en su vaivén de penas. Comencé a sentir oleadas de miedo y arrepentimiento. Fui sopesando las resistencias y prevenciones de mi compadre Azahuate… Sopesaba su actitud. ¿Qué temía mi compadre? ¿Qué reservas encerraba esa tozuda resistencia a venir a este lugar? ¿Por qué bajaba la voz y esquivaba hablar de los Altos Limpios? ¿Qué era aquello que quiso decirme y lo calló, arrepentido? La soledad llanista, el lastimante aullar de los silencios me acosquillaban a puntazos hasta desembocar en el tembladeral de las inquietudes…  Desde muy adentro me lamía un preguntar asaltante, inacallable, ganchudo, arañador. Con encrespadas rebeldías se levantaban mil sospechas acechantes. Retenidas coces pugnaban por levantar gritos como si los devaneos del viento y los alentares del lugar despertaran a alguien que dormitaba en mí. En los lindes del terror sofrenado, atiné a refugiarme mentalmente al lado de mi buen compadre.  Pedí su cristiana ayuda a través del lazo que me unía a él y así fui gustando de alguna tranquilidad.   Pedí el sueño, el soñar manso…

Tal vez dormí hasta medianoche.  De pronto me sentí remecido por el forcejear intruso. Me sorprendí a mí mismo sentado en los pellones del recado hecho cama. ¿Estaba bien despierto? Hice esfuerzos por atesorar mi cabal conciencia. Sí… Ahora sí estaba con mis ojos y oídos alertas y me llegaban claramente los retumbos de un hacha… Hachaban el tronco de un árbol, ahí, a pocos pasos. Conseguí gritarme en voz acallada que estaba bien despierto y hasta logré orientarme. Inquirí hacia el chañar solitario y pude distinguirlo como saliéndose de la noche en un resplandor blanquecino y, a su lado, hachando su tronco, a un hachador. Miré con todas mis fuerzas a los mantos engañosos; penetré con el filo de mi refinado mirar a las negruras y conseguí ver de lleno al hachador de la noche… Era un mocetón alto, fornido, moreno.  Calzaba ojotas, vestía chiripá; sin camisa, mostraba el torso brilloso de sudor. ¿Y la cara? Una huicha le ceñía la frente y le sujetaba la abundosa melena.  Lo remiré buscándole los ojos, pero el hombre del hacha trabajaba afanosamente con la cara en sombras, como esquivándola.  Volví  a inquirir con mi sediento escudriñar y caí a la sospecha ¡qué el hachador no tenía ojos!  Una espesa negrura le caía bajo las cejas. De vuelta a los remecidos miedos, llegué al acuerdo que el mocetón hachador tenía las cuencas vacías.  ¡Mi compadre me lo dijo!  Era ‘una fuerte sombra en sufrimiento’. Sí, ahora de frente al penante de los Altos Limpios yo debía, en los lindes de la locura, dar una lección de mi saber ‘extracientífico’…  Sí, el hachador revivía un quehacer simbólico anudado entre el folklore y la historia. El hachador luchaba y su hacha era la suma de todas las armas de la guerra nativa y el tronco del árbol herido, la inmensa llaga de todos los encuentros sufridos por la carne de un pueblo mal llevado.

Comprender el mensaje de ese penar… Y desfilaron los caudillos de los llanos otrora. Pasaron con furia las caballerías en el trance terrible de la carga.  Ver el choque de los mil hachazos y entreoír los lloros de Catuna y de otros mocetones ensangrentados y en derrota.

Un mirar más y comprender, con las lágrimas del alma, que el hachador sin ojos era la suma del dolor al revivir los tiranos y caudillos que hacharon el árbol de la patria…”

(Lecturas, síntesis y transcripción elaboradas por Nidia Orbea de Fontanini.)

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