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1981-2005  Cerca de Ana María Giraudo.

1981-2005  Cerca de Ana María Giraudo.

1981: Perfeccionamiento de docentes de Actividades Prácticas.

2003: “El matiz del arco iris”.

Del Prólogo.

Señales y claves.

“Con aroma de glicinas”.

Tía “Dina”… y la adolescencia.

“No poder abrazar”.

La máquina de escribir.

Raúl Cruz, maestro rural.

“Primer escalón”.

2006:  Poesía que es “toda nuestra”.

UNA MUJER DE ESPALDA.

Vivir y vibrar en la Poesía de Ana.

Aviso clasificado  – (Desapego)

Pero  tú, no vienes a mí

La pala olvidada.

Cuando pienso.

Portarretratos.

Árbol marchito.

Un domingo a la tarde.

Buscando el camino.

1981-2005  Cerca de Ana María Giraudo…

Ana María Giraudo, nació durante el verano de 1945 en Ataliva, un pueblo del  departamento Castellanos, provincia de Santa Fe, República Argentina.

Sabido es que la sociedad integrada por “los Sres. Ataliva Roca, Gregorio Torres y José María Muñoz adquirió el 21 de febrero de 1884, una extensión de 18 leguas de campo, propiedad del doctor Manuel Zavalla, que abarcaba desde Sunchales hasta Los Corrales con el fin de colonizarla” y así comenzó a poblarse ese lugar, “cuya  traza fue aprobada por decreto del 27 de abril de 1901, como feliz término a las gestiones de la Señora de Lehmann, quien el 13 de julio del año 1891 había comprado a la sociedad fundadora, las 2/3 partes del campo, siendo integrada por los Sres. Martinotti, Fiori y Toselli. La localidad de Ataliva es cabecera del distrito comunal de igual denominación, cuya extensión comprende 161 kilómetros cuadrados”.  [1]

1981: Perfeccionamiento de docentes de Actividades Prácticas

Al organizar el “Curso de Perfeccionamiento en Actividades Prácticas”, quien ejerciera durante varios años la Jefatura de Departamento de materias afines en una escuela técnica santafesina y en ese tiempo en la Escuela Nacional de Comercio “Juana del Pino de Rivadavia”, entrevistó a la Psicopedagoga Ana María Giraudo con el propósito de solicitarle que evaluara ese proyecto y su posible participación desarrollando el pertinente enfoque sicológico.

Curso dictado en el “Centro Comercial” de Santa Fe durante dos jornadas y al acto de clausura y entrega de certificados asistieron el Supervisor de Escuelas Nacionales Prof. René Caro y la Dra. Mercedes Bértoli de Visentini -vicedirectora de la citada escuela y por concurso directora de la Escuela Nacional de Comercio “Domingo Guzmán Silva”.

 

2003: “El matiz del arco iris”…

Una vez más, la cordial convocatoria de los hacedores del arte de vivir y convivir generó el encuentro en La Urdimbre.

El jueves 18 de diciembre de 2003, después de la celebración del séptimo cumpleaños de nuestros nietos mellizos Francisco y Lucio, me acerqué a la sede de calle San Jerónimo porque nuestra amiga Ana María Giraudo presentaba su libro El matiz del arco iris[2]

Observé la tapa y advertí que la imagen del torso de una mujer desnuda -de espaldas- y con la cabeza levemente inclinada: una expresión artística de Gabriela Eberhardt, un símbolo…  [3]

Del Prólogo

No ha sido por casualidad que Julia Beatriz Gagneten en el Prólogo de ese libro, expresara:

“Querida amiga, amiga del alma:

Cuando recibí de tus manos los borradores de lo que hoy es un libro, me sentí orgullosa por ser depositaria de tu confianza y amistad.

Con el correr de las páginas, fui sintiéndome una confidente ávida y atenta; te ‘escuchaba’ a través de esos párrafos que fuiste entrelazando, a veces con serena fluidez, y otras veces, ¡tantas! con un profundo desgarramiento.

En la quietud y sosiego que sólo puede lograr, quien está en paz consigo mismo, pudiste hacer ese viaje interior hacia lo profundo de tu espíritu donde se esconden los recuerdos esquivos, inaccesibles, guardados por la hondura del dolor.

Le diste forma, sonidos, matices, aromas a las experiencias vividas en los senderos que -sin atajos ni andariveles- fuiste recorriendo.

Ana, has buscado a la palabra escrita para transmitir tus vivencias y has seleccionado esas palabras… las has convertido en palabras que acompañen, denoten, condensen, expresen aquello que está en tu espacio interior y lo articulen con el espacio exterior.

Es un gran mérito pensar y redondear las ideas, pero escribirlas y compartirlas, es además un gesto de generosidad y desapego”…  [4]

 

El Prólogo termina así:

Mañana nuevamente, saldrá el sol.

Julia Beatriz Gagneten

En Santa Fe, Argentina, con sus ocres del otoño de 2003.

En la página siguiente, el comienzo del libro de Ana…

“¿Soy un sombro?

¿Es un asombro la luz del día?

¿Es un asombro la primera estrella roja

 que tiembla entre las ramas?

¿Asombro yo más que ellas?

Voy a decirte algo secreto.

Es la hora de las grandes confidencias,

De decir grandes cosas al oído.

No se las diría a cualquiera,

Pero a ti sí te las digo. Escucha:”

Walt Whitman:

El recorrido de Ana María, tras las señales de su memoria, está reflejado en el índice:

Con aroma de glicinas

Cuando la manzanilla…

De color blanco, fruncidito en la pollera

Sorprendida en el matiz del arco iris

Aquel tiempo en el que

El Conlara de Concarán con su lecho sediento

Interludio: Un juego musical.

El hechizo brujo que mana del río.

Niebla de la ausencia

Golondrina de Amor

Acostúmbrate ya al resplandor de la luz

Déjame caminar por mi camino

Después de veinte años me entero…

Epílogo

 

Ana, antes del Epílogo, reiteró una carta de agosto de 1984 a su “querida Amiga”.

En el último párrafo, este testimonio: [5]

 

“…Luego de toda esta vida que intentó ser de aprendizaje y guardando la distancia, te voy a transcribir un párrafo que menciona Borges.  Párrafo que Fray Luis de León dedicó en una de sus odas más bellas a Francisco Salinas, músico ciego y dice así: ‘…todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y esto tiene que ser más fuerte en el caso de un artista.  Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo.  Por eso yo hablé en un poema del antiguo alimento de los héroes: la humillación, la desdicha, la discordia.  Esas cosas nos fueron dadas para que las transmutemos, para hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo.

                            Con todo mi cariño:   Ana”

 

Ana María siguió dialogando con el “querido lector” y confesó:  [6]

“Hemos caminado juntos por estas páginas plagadas de palabras. Pero no fueron cualquier palabra, sino que fue ‘mi palabra’.  Partí del asombro.  Asombro de la luz del día que tanto me costó descubrir.  Asombro de la primera estrella roja que se asoma anunciando el comienzo de la noche.

Partí desde el asombro y con el matiz del arco iris, con sus distintos y variados colores -como fueron mis momentos vividos, momentos de amor, de dolor, de ensoñación, de ilusiones y desilusiones, de recuerdos, de fracasos y éxitos-. Con todo ese bagaje me fui aproximando a usted.  Me fui entregando poco a poco y de manera completa, en cada uno de los secretaros relatados, en cada una de mis confidencias más preciadas.

Ahora llegó la hora de que compartamos juntos este poema de Neruda, no con la intención de despedirme sino, con la intención de dejar una puerta entreabierta entre usted y yo.

“A puro sol escribo, a plena calle,

a pleno mar, en donde puedo canto,

sólo la noche errante me detiene

 pero en su interrupción recojo espacio,

recojo sombra para mucho tiempo”.

Señales y claves…

Con emoción, el día de la presentación de El matiz del arco iris, me acerqué a Ana María y esperé que escribiera su dedicatoria, con un bolígrafo negro:

 

“Para Nydia:

                            Por todos

estos años de estar

en relación a pesar

de las distancias.  Por

confiar en mí en aquel

Curso de Capacitación.

Un beso:

                            Ana.

Santa. Fe, Dic/03”

 

“Con aroma de glicinas”…

 

“La vida me la dio Dios

En préstamo, y

Debo devolvérsela

Realizada”.

En el primer capítulo, Ana rememora “episodios” de su vida, incluyendo lo escuchado acerca de “antes de que llegara al mundo” y cuenta:

“…cuando la fruta estaba madura-, o sea cuando llegó la fecha del parto, me hice rogar, y fueron veinte días de idas y venidas de mi padre, con su yegua blanca, para buscar a la partera para que atendiera en esta ocasión; a mi madre y a mí, en nuestra casa.  Había días que me anunciaba -con contracciones, supongo de madrugada. Parecía que el limbo del útero me seguía reteniendo. Y fue así que llegué un once de enero a las 6 de la mañana con una tormenta fenomenal, cuando la segunda guerra mundial estaba por concluir, pero aún no se perfilaban las tragedias de Hiroshima y Nagasaki.  Arribé al hogar de un pueblo –eminentemente agrícola-ganadero- del oeste de la provincia de Santa Fe, llamado Ataliva. Ése era el nombre de su fundador: Ataliva Roca. Llegué a este hogar ante el rechazo de mis hermanos que no aceptaban la presencia de una hermana menor; los cuales tuvieron que ser hospedados en casa de los abuelos maternos.  Y nací en la misma casa donde viviéramos hasta mis diecinueve años, con un intervalo de cinco años en donde nos trasladamos al campo con unos tíos.[7]

 

Luego de pasado ese primer momento, seguramente el más difícil para todo el que llega a este mundo por el trauma que ocasiona el nacimiento, podría decir que tuve una infancia buena, donde la mayoría de las veces, me constituí en el centro de atención de la familia, seguramente a causa de mi tendencia a no pasar desapercibida.

 

Podría señalar en mi vida tres grandes hitos: los nueve años de edad, los diecinueve y los veintisiete.  Hasta los nueve años de edad, o sea hasta cursar el tercer grado de la escuela primaria, tuve la infancia de una chica alegre, un tanto divertida, sin problemas en la escuela: en el aprendizaje, con los compañeros, con los maestros.  Como dijera Juan Ramón Jiménez “infancia, isla de gracia, de frescura y de dicha…”  Siempre fui muy charlatana, en el sentido de hablar y hablar todo el tiempo.  Además, me resultaba fácil recordar poesías, cantos, comedias, una de ellas “La comedia de los sordos”, o algo por el estilo, lo que hacía que en reuniones familiares especialmente con los tíos maternos, siempre terminara siendo el centro de atención y me hacían repetir cosas que les causaba gracia. P. 14-16

Mi primer novio, allá por los cuatro o cinco años de edad, se llamó Chango…” /…/  Antes de cumplir los seis años, o sea antes del ingreso a la primaria, me perseguía el malhumor al despertarme por las mañanas. Ahora pienso que más que malhumor era como la pena que da el tener que despertarse, y no sólo me refiero a despertarme físicamente de dormir con esos deseos que dan el querer seguir durmiendo, sino el hecho de dejar la modorra y despertarme a la vida. Y lo expresaba con un llanto prolongado, sin causa aparente, que después de varias horas en brazos de mi madre, lograba superar.  Pero para esto, había recibido, en algunas ocasiones la visita de la vecina de enfrente, una a la que le decían Puna, que se compadecía de mi madre o algunas veces terminaba opinando que lo que me pasaba era que “necesitaba unos chirlos” para así llorar en serio.  Como que ese quejoso llanto mío al no tener una causa aparente, no tenía sentido y no era el efecto de algún dolor.” P. 16  /…/   “El comienzo de la escuela -Escuela Domingo Faustino Sarmiento Nº 375- hizo que tuviera mejor ocupado el tiempo, más cantidad de amigas para jugar y distribuir roles, o jugar a la maestra, cosa que hacía todo el tiempo. Cuando fui docente, cuando tuve mi primer experiencia frente a un curso se presentó en mi memoria nítidamente esa imagen. No recuerdo haber jugado con muñecas, hacía lago raro, un juego de construcción.  Me apasionaba hacer como que arreglaba una radio que para ese entonces estaba en desuso: -Dale que la hacemos hablar, dale que escuchamos  la voz, dale, dale… Tal vez tenga una estrecha relación con la comunicación, podría ser que necesitaba que alguien me escuchara o más bien escuchar a alguien a través de ese aparato de radio que había perdido la voz.

Otra de las cosas que ocupaba parte de mi tiempo era acostarme en el piso sobre el pasto, o sobre un cuerito de oveja que mi papá usaba para andar a caballo, y soñar y soñar, -con ese olor fuerte que deja el sudor de los caballos, impregnado en ese cuerito- mirando hacia arriba, hacia las nubes.  Mirar para encontrarle a esas formas, semejanzas con imágenes de la realidad, formas que iban cambiando constantemente.  En ese ensueño propio de los primeros años de vida, creaba hilos conductores entre la realidad, la fantasía y mis habitantes interiores.  Ese cambio natural de las nubes, me exigía volver a buscar nuevamente las semejanzas, volver a comentar el juego “barajar y volver a dar” como luego se repitiera a lo largo de mi vida.  P. 17

“Gracias, nubes, que sois cisnes

 volando en las madrugadas.

(…)

Gracias, nubes, el juguete

De los niños sin ventura.

Gracias, corderitos blancos

Que dormís allá en la altura.

(…)

                                 Alfonsina Storni

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Tía “Dina”… y la adolescencia.

Sabido es porque lo contó Ana María Giraudo cerca de las glicinas, que desde su nacimiento y hasta los diecinueve años vivió en la casa donde había nacido, “con un intervalo de cinco años… entre los nueve y catorce años”.  En ese tiempo se habían trasladado “a la casa de campo de la tía Dina”, hermana de su papá y ella rememoró:

“…a los trece años en una fiesta de primavera, con un vestidito de ‘nena’, según mi mamá, de color blanco, con un recorte en el talle y fruncidito en la pollera, empecé a bailar sin pedir autorización. /…/ Mi madre me miraba con asombro y enojo a la vez, senada en torno a una de las mesitas que rodeaban la pista de baile.  Pero de cualquier manera, yo bailé con mi vestido de nena y casi colgada al hombro de mi acompañante.  Después de este episodio, ya nada me paró y de ahí en más fui grande, y todos especialmente los del sexo opuesto me trataban como tal.

Luego de un tiempo, volvimos a trasladarnos a nuestra casa del pueblo.  Vendría el tiempo de los primeros enamoramientos, cuántos… no sé.”

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“En medio de esto me ocurrió algo sumamente doloroso que nunca pude olvidar, fue la muerte de tía Dina, hermana de mi papá, con quien habíamos vivido juntos en esos años de mi niñez, en el campo, y a la que yo quería mucho.  Fue la primer muerte que recuerdo de un familiar directo, yo tenía alrededor de dieciséis años y ahí volví a ese campo añorado en el que había pasado momentos tan agradables y sin conocer más que el deseo de divertirme y revolcarme en el verde del campo y cargármelo encima para toda la vida.  Pero en este momento volvía a visitar a mis primas y tratar de acompañarlas en su dolor que también era mío, y ya todo había cambiado, ya no era lo mismo.

Ésta era la época de las vanidades, los trapos, los tacos altos.  Ahora que me acuerdo, yo tenía unas sandalias rojas.  Taco fino, de siete centímetros.  Se imaginan lo que yo parecía con anatomía de un metro setenta y cinco.  Pero eran hermosas, lo digo con nostalgia, mis sandalias rojas aquellas que un día tuve que dejar.”

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“No poder abrazar”…

No recuerdo dónde ni cuándo pude leer algo que reiteré en distintas oportunidades: ¡Tantos siglos de civilización y no hemos aprendido a abrazarnos!…

Ana María Giraudo, rememoró lo sucedido a fines de febrero de 1964; el día lunes 25: “…Pasé una noche de dolor intenso” y al día siguiente “el dolor se multiplicó”. /…/ “Nunca olvidaré tantos estudios inútiles que me hicieron sufrir aún más que la misma intervención quirúrgica en la columna.” /…/ “Y me ocurrió en la columna vertebral, sí nada menos que en la columna vertebral, que al decir de Mario Staz, ‘es la escalera de estadios superiores de conciencia, sutil xilofón de vértebras a lo largo y ancho del cual resuenan todas las operaciones que el alma llevará cabo para encontrase con aquello que los místicos cristianos llaman el Esposo’…”  /…/

“Al fin esa intervención quirúrgica, se llevó a cabo el primero de marzo, o sea a cinco días del inicio de los dolores, empleando cuatro horas para ello, ante la desesperación de mis padres. No le habían dado ningún pronóstico de vida.” /…/

“Sí, con vida salí, pero con una cuadriplejía, una inmovilización de los cuatro miembros de mi cuerpo.  Sí, yo la que no se quedaba un instante quieta, la que amaba el baile y los movimientos, la que lucía elegantemente las sandalias rojas, la que adoraba la natación, andar a caballo y la vida al aire libre, la que gozaba con correr y saltar y bailar el rock and roll.  Y por sobre todo caminar. Ser independiente como lo había sido hasta entonces.  Sí, con una distrofia muscular prácticamente total.  Pero el aislamiento muy fuerte lo sentí al no poder abrazar, sí abrazar con los dos brazos, sentir el calor del otro cuerpo pegado a mi cuerpo.

Y ahí aprendí que en el cuerpo teníamos unos músculos llamados deltoides, bíceps, tríceps, que nos servían para levantar los brazos hacia el cielo, para implorar, para dar gracias, y tantas cosas más.  Cuadriceps, gemelos, glúteos, abdominales para mantenernos parados, para dar pasos, para caminar.

Los indios pieles rojas y otras tribus siberianas creen que el poste central de sus tiendas equivale a la columna vertebral de sus cuerpos.  Además, en griego clásico, a la columna la denominan stilos, en donde para que un ‘estilo’ sea vigoroso, debe estar de pie de la manera más elegantemente posible.  También, para la Biblia, la voz columna ‘amud’, tiene su raíz en el verbo ‘omed’, que significa estar de pie, recto.

Al despertar después de la operación, cuando yo intenté moverme y mi cuerpo no me respondía y empezaba a desesperarme, ¿saben qué me dijo mi madre, sin que nadie la orientara?

Me dijo, que los médicos habían ordenado que no debía moverme, no debía, no que no podía.  Entonces yo no intenté hacerlo y demoré un poco más en darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, y así la impresión no fue tan drástica. Seguramente la guió en esa circunstancia el instinto maternal sin mediar orientación psicológica alguna, y mi dolor fue un tanto suavizado, por lo menos en sus primeros momentos.

‘Y soñé que nacía de nuevo, mi cuerpo no me respondía, pero a cambio resurgiría mi alma con todo fulgor’

Ese árbol que era yo que había recibido un fuerte viento, llevándose sus hojas, conservó pudo conservar- sus raíces y en ellas el candil que no muere; en ellos la savia que resucita, en ellas el agua que calma la sed y el fulgor que nunca muere.”

Fue un cambio brusco en mi vida, algo que sucedió en menos de una semana y de pronto me encontré en otra provincia, casi con la percepción de estar habitando otro cuerpo. Fue algo que me conmocionó realmente.  Ya no me sentía semejante a los demás, una línea sutil empezó a marcar una diferencia.  Los cambios seguramente eran visibles, pero no sólo lo exterior cambió en mí sino fundamentalmente se dio un cambio notable en mi manera de proceder. Necesitaba imperiosamente relacionarme con los demás, tal vez impulsada por esa sutil diferencia que podía transformarse en un abismo.  Podía haber sido un abismo, ¡pero no lo fue!  Necesitaba relacionarme con los demás, pero de otra manera a la que había sido habitual hasta entonces.  La habitación de la clínica donde estaba internada, estaba casi todo el tiempo con gente; acompañantes o familiares de otros internados, enfermeras, practicantes de médicos, empleados administrativos de la clínica, conocidos nuestros que viajaban para allá y me visitaban y un primo que estudiaba medicina.” /…/

“El cambio estribó en que empecé a interesarme intensamente en al vida de los demás. ¿Sería ésa la luciérnaga?  Algo sugerente es que ellos me contaban sus pesares, tal vez era por mi situación y para demostrarme que no todo lo que creemos ver en las apariencias es real o se daba de manera recíproca, había algo en mi interior que despertó de su letargo, una faceta desconocida hasta entonces para mí, esa necesidad de indagar, bucear en el interior, escuchar, para así poder comprender la vida ajena y por qué no, la propia también. ¿Será ésa la manera que tiene la luciérnaga, de iluminar en la noche?”  P. 46-51

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La máquina de escribir…

Ana María Giraudo al rememorar “aquel tiempo en el que los ángeles bailaron rondas en sus mensajes de luz”, destacó que:

“…Adivinar quién andaba por los pasillos ocupaba parte de mi tiempo y era como un juego.  Seguramente fue como una especie de compensación, como esa capacidad que poseen los ciegos con el tacto o algo por el estilo.  Porque realmente había sido una capacidad no desarrollada hasta entonces.

 

Otra cosa que se había transformado en juego era escribir mentalmente a máquina no sólo con los dedos de las manos sino también con los dedos de los pies, recordando claramente el teclado de la máquina de escribir, haciendo intervenir a cada uno de los dedos según le correspondiese.  Escribir ¡cómo deseaba hacerlo!  Ser partícipe de eso que nos diferencia en la escala animal.  Escribía palabras sueltas, no recuerdo que escribiera nada en especial.  Solamente era un ejercicio de memoria y atención.  Ahora, conociendo las técnicas de visualización que estuvieron y están en boga en los Estados Unidos, creo que esa visualización hizo que permanecieran encendidas las respuestas de las neuronas motrices al estímulo que yo le exigía, en cada uso de las letras del teclado.

El canto del fuego…

Luego de casi un mes de internación en esa clínica de la ciudad de Córdoba, me trasladaron a la ciudad de Santa Fe, con el objetivo de hacer rehabilitación.  Por esa época había pocos servicios de rehabilitación.  Sólo permanecía en actividad un instituto que había tendido años atrás la epidemia de poliomielitis, la cual azotó al país en la década de los años cincuenta.  Y de la que yo, con pocos años de vida había sido ‘protegida’ por cuadraditos de alcanfor colgados con un alfiler sobre el pecho, debajo de la ropa”. p. 52-53

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No fue por casualidad que Ana María Giraudo, eligiera para comenzar el capítulo siguiente titulado El Conlara de Concarán con su lecho sediento, este poema de autor “anónimo”:

Si no puedes ser un pino

en la cima de la colina,

Sé maleza en el valle…

Pero sé maleza mejor junto al torrente.

 

Si no puedes ser árbol

Sé arbusto.

 

Si no puedes ser camino real,

Sé atajo.

Si no puedes ser el sol,

Sé estrella.

 

No vencerás por el volumen

Sino por el ser lo mejor que seas.”

 

Recordó Ana María cuando un médico le recomendó que la hicieran tratar “con una persona que, a través de masajes y movimientos con sus manos, lograba adelantos increíbles, era una especie de ‘mano santa’, que sabía cómo hacer actuar sus manos. Este señor, que se llamaba Antonio, vivía en un pueblito de la provincia de San Luis llamado Concarán, atravesado por el río Conlara que siempre estaba seco.

El Conlara de Concarán que tenía su lecho sediento de agua.

A mí me hubiese gustado que el Conlara llevara agua mansa, y me hubiese gustado decir con Juan Ramón Jiménez: ‘…quiero ver el sol en el agua blanca de mariposas…’

El Conlara -en su paso por Concarán- es uno de los ríos del país que lleva sus aguas de sur a norte.  Un río que nace en la zona de las Chacras del departamento San Martín, y cuando llega cerca de los Cerros del Rosario, el curso de las aguas se desvía en dirección norte. Lo rodea escasa vegetación.  El pueblo de Concarán, está sobre unas tierras muy áridas, con unos altísimos e intocables álamos y con los Comechingones de fondo, que en muchas ocasiones presentaban sus cimas nevadas.  Y allí fuimos, cruzamos las ‘altas cumbres’, bordeando la montaña en un camino que se había hecho a pico de pala con las manos del hombre, es la llamada Pampa de Achala.  Fuimos desde Córdoba con un apesadumbrado ómnibus marca Ford, modelo 38, -apesadumbrado- porque al ascender por la montaña surgía de él, más que un llanto, un quejido lastimoso.  En la zona del hotel El Cóndor, con dos mil metros de altura sobre el nivel del mar, el ‘Fordcito’ se apunó y no quiso seguir más.  Los choferes detuvieron su marcha y -al igual que hacían las comadres sobre las frentes de los chicos asoleados-, pusieron sobre su carburador, un paño humedecido en agua y esperaron un rato.  También yo me ‘apunaba’ en cada uno de esos viajes, pero no había paños fríos ni medicación alguna que calmara mi pesar.

Estuvimos en ese pueblito del valle de Conlara, viviendo alrededor de dos años.

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Raúl Cruz, maestro rural

Continuó Ana María Giraudo su relato:

“En ese lugar cumplí mis veinte años de edad.  En ese lugar empecé a aprender a vivir con un cuerpo distinto, empecé a relacionarme con otros de mi edad.  Y por sobre todo, en ese maravilloso lugar, hice una amistad que considero fue la del mejor amigo varón que tuve en mi vida.  También se llamaba Raúl, Raúl Cruz.  Por aquella época era un docente de una escuelita de esa zona rural, que había trabajado en la Patagonia.  Me mostró una filosofía de vida tan distinta a la que yo conocía, que me identifiqué totalmente con él.  Quise ser como él, con sus mismos valores.  Lo exterior empezó a no importar tanto.  Lo quise muchísimo, era mi hermano, mi todo, pero no pasó por el sexo, -paradójicamente fue a través de él que empecé a conocer con ejemplos de la vida real a Freud, con toda su teoría sobre la libido-.  Tantas cosas de él me señalaron el camino, tantas… Aún en este momento, me parece estar oyendo la bellísima música ‘Para Elisa’ de Bethoveen, que continuamente tarareaba”.

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Y siento que siguen acelerándose los latidos.

Intuyo que no son casualidades, tampoco coincidencias.

Creo que son confluencias

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“Primer escalón”

Ana María inició esa página con esta referencia:

La escalera de escape.

L’echelle de l’evasión, 1939

Óleo sobre tela.

                  Joan Miró.

 

Con recuadro, dejó sus señales en el Primer escalón:

“Tengo en mis manos viejas fotografías tomadas en las escalinatas del Colegio Nacional.  Esta toma abarca los añosos palos borrachos con sus lagrimosas flores color fuscia cayendo generosamente sobre las amplias veredas que circundan al Colegio.  Observando con detenimiento esta fotografía, viene a mi mente aquel impulso que como llama encendida, hizo que empezara a estudiar con intrepidez aventurándome en alta mar y me aferré al madero. Ese madero en alta mar fue la lucha contra la ola”…  p. 119-121

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2006: Poesía que es “toda nuestra”…

Dialogamos una vez más, ahora intentando prever lo necesario antes del encuentro del miércoles diez.  Después, este mensaje en el correo electrónico:

“Nidia: aquí te mando la poesía, es toda tuya, como ves es sobre la imagen de la tapa de mi libro”.

UNA MUJER DE ESPALDA

Una mujer de espalda,

torso descubierto,

hombros desnudos,

pelo recogido;

perfil que se presiente,

mirada ausente, perdida.

Pensamientos cargados de recuerdos.

Recuerdos.

Una espalda de mujer frágil,

sin embargo sobre ella reposa

la decisión de cada acto,

de cada lágrima, de cada suspiro

de su condición humana.

Una espalda que soporta

el peso de toda la vida

y anuncia el sol del nuevo amanecer.

Atrás de la espalda,

el pasado con sus distintos matices.

Adelante, el mañana,

un mañana en que volverá a salir el sol.

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Vivir y vibrar en la Poesía de Ana…

Aviso clasificado  – (Desapego)

Vendo una mesa…

¿estilo?, familiar.

Una mesa amplia

con capacidad para compartir

el pan, el vino, la “charla”,

capacidad para sentarnos frente a frente

y mirarnos a los ojos.

Mesa de larga espera

e inmensa soledad…

Mesa que taladra en mi recuerdo.

La presencia de padres que ya no están,

(¡ya no están ellos que la construyeron!)

y de hermanos que rodean

otras mesas, las suyas…

Mesa ávida de reunión familiar…

Testigo fiel de tragos,

tragos amargos, dulces, salados;

de risas y de llantos,

de acuñar secretos

y reproches contenidos.

Testigo de palabras comprensivas,

de discusiones y de gritos;

del cansancio que da el silencio,

de brindis y de abrazos…

Mesa ávida de calor familiar,

Ávida de la tibieza

que sólo da el hogar encendido.

De compartir,

de servir de apoyo

al plato humeante y al fresco vaso

que facilita el duro trago.

Vendo una mesa…

Vacía,

llena de orfandad.

Vacía de las pastas de mamá y del asado de papá.

Testigo de la familia ausente.

Vendo…

Pero no puedo vender,

la vivencia de aquellos momentos,

pero no puedo vender,

la capacidad que aún conserva

para entibiar la vida…

Sólo abro mi mano

y la dejo volar…

Pero  tú, no vienes a mí

En  largas y agobiantes noches

humedezco pétalos de duraznero

esparcidos sobre el lecho

donde espero tu llegada…

A veces,  los cambio

por reverdecidos brotes

cargados de rocío,

que anuncian la jugosa fruta.

Pero tú, no vienes a mí.

En largas y frías noches,

entibio mi cuerpo

con aromáticos aceites

que suavizan mi piel

para que tus manos se queden

amarradas a él…

Perfumo  mi pelo

con el misterio de las cosas

y en cada cepillado

reitero el propósito de Penélope…

Pero tú, no vienes a mí.

Otras, imito la fragilidad del vuelo

de las mariposas

para  que al acariciar tu cuerpo

sientas estremecer tu piel.

Dulcifico mis palabras

con el canto  de los pájaros

y en cada amanecer

ensayo la entonación del idioma del amor…

Pero tú, no vienes a mí…

Sin embargo, en cada minuto de la espera

estás junto a mí.

La pala olvidada

Hoy vi olvidada, en un rincón del patio

una vieja pala,

pala de puntear.

cabo de metal, empuñadura de madera,

empuñadura con el  rastro de una mano.

empuñadura gastada con el sudor y el esfuerzo…

Y te vi papá,

te vi nítidamente en mi recuerdo,

te vi joven, fuerte, con la sangre latiendo en las venas,

te vi empuñando esa pala

para hacer la huerta,

para trazar surcos en aquella tierra gringa…

Para que a nosotros, tus hijos

no le faltara el rico y nutritivo alimento,

y creciéramos sanos y robustos…

Y te veo ahora,

mano trémula, fuerzas esquivas,

fuerzas olvidadas en un rincón, como la pala.

y veo la nostalgia en tu mirada,

tu impaciencia ante todo este tiempo de vida transcurrido.

y percibo el rechazo

a todos esos días que al acumularse,

se convirtieron en tu vejez…

 

Y ahí está inmutable la pala,

testigo implacable de tu juventud, de tu fuerza,

cómplice secreta de tu responsabilidad de padre…

¡y no nos faltó el alimento, no nos faltó el abrigo,

el hogar, la escuela, el cumplimiento del deber,

tu lucha, tu  empeño, tu ejemplo…

 

 La pala fue cómplice de todo eso…

Y ahora este afán de segregar, de sectarizar,

de dividir y amontonar…

de no responder a la  necesidad del  hogar…

¿Qué nos está pasando?

qué hacemos para que esas manos fuertes de otrora

puedan sobrellevar, cerca muy cerca, junto a nosotros

el peso de estas manos trémulas de hoy…

Cuando pienso…

Cuando pienso en lo “tuyo”  y lo “mío”

me duele el alma.

Cuando compruebo que

Lo tuyo y lo mío

No se integró en lo “nuestro”

Me duele la vida…

Portarretratos

Cuando la familia es sólo

unas cuantas fotografías

distribuidas en abundantes portarretratos,

portarretratos frío metal

sonrisas  quieto cristal

labios congelados…

Agujas de reloj paradas, quietas…

que ya no anuncian el apuro de los sesenta minutos…

Palabras ausentes.

Oídos  tapados, oídos sordos…

Poses, la sonrisa de aquel cumpleaños

y el gesto adusto.

Las manitas temblorosas en el día

de la Comunión

Poses… vestidos, peinados para la ocasión

y el agua de aquel mate que se enfrió en la espera…

Portarretratos

que denuncian viejos momentos

antiguos sentimientos.

Importantes acontecimientos…

El recorrido de toda la vida.

Portarretratos, fotos, fotos…

Risas para la cámara, sonrisas para la posteridad.

Fotos, momentos, recuerdos,

y ¿la tibieza?, ¿el hogar…?

¿dónde…?,  ¿dónde…?

Árbol marchito

Vejez… Alzheimer…

Neuronas, axones, dendritas,

¿sinapsis?

Árbol marchito…

árbol regado

con tantos días y tantas noches,

regado en exceso…

gajos caídos,

hojas amarillentas, mustias,

flores ausentes…

Aquellas, que otrora fueron

brotes, retoños, capullos,

ahora se oscurecen.

Pareciera que se alejan de la luz

y ya no recuerdan.

¿Sinapsis?…. ¿sinapsis?

-¿Quién soy?… ¿qué soy…?

¿Vivo…?

-Sí vivo en un mundo distinto.

Ay…! en este momento recuerdo,

Tomo conciencia…¡soy yo!.

Estoy lúcida.

Sorprendo a los demás…

pero de repente

vuelvo   a mi mundo…

Neuronas, axones, dendritas marchitas,

¿sinapsis?

Vuelvo a mi mundo

Este mundo ¿es el real?

¿o el real es el otro?.

Y nuestro planeta sigue girando

alrededor de la estrella mayor.

Y en cada vuelta

va marcando los años

y con ellos sus interminables

días con sus noches…

Se acerca cada vez más la luz

se aleja cada vez más la lucidez.

Vejez, Alzheimer

ventana que se abre a la luz…

¿sinapsis?… ¿sinapsis?…

Un domingo a la tarde

Te fuiste un domingo a la tarde…

Lentamente te incorporaste

dejando atrás las ajadas sábanas,

humedecidas con el pegajoso sudor de tus ahogos,

y te fuiste dejando atrás,

el dolor de estos  últimos años.

Y yo te vi marchar…

Vi tu silueta -otrora gran estructura-

dándome la espalda

y sentí que caminabas buscando la salida

buscando esa bocanada de aire

que te hacía implorar de rodillas…

Aquí,  en la casa

resuenan aún los sonidos de esa tos que te agobiaba.

Esa tos…

que penetró en los ladrillos, se entremezcló

con las raíces de las plantas

ascendió al techo

se apoderó del ambiente

y se quedó  en mi alma,

se quedó en mis huesos…

para que yo no estuviese tan sola,

para que no te olvide.

Pero vos te fuiste

un domingo a la tarde…

cuando el jazmín paraguayo

perfumaba el patio.

Te fuiste lentamente

dándome la espalda.

Caminaste buscando la salida

que te lleve hacia el aire

que te lleve hacia la luz…

Y yo, yo quedé

susurrando tu nombre.

Buscando el camino

Cuando mi espíritu

viaje por desconocidos mundos

y mi mente divague

entre luces y sombras,

aún estaré buscando el camino

ese camino que me lleve a la luz…

Mientras tanto,

yo seguiré abriendo ventanas

para respirar el aire puro

cargado de inocencias…

Mientras tanto

esa esperada luz,

esa tenue y pura luz

juega a la escondida,

me hace piruetas,

revolotea como un abejorro

resonando en mis oídos,

aturdiéndome, atemorizándome…

Y cada paso que doy

se bifurca el sendero

¿Menfis o Tebas?

Pero de cualquier manera

sigo buscando ese camino

que me lleve a la luz.

Y cuando lo encuentre…

¡Ay! Cuando lo encuentre…

………………………………………………………………………………………………………………..

Mayo de 2006.

Incluido en el CD “Del vivir y vibrar”

Servicio de Educación por el Arte.

Nidia Orbea Álvarez de Fontanini.

 

 

 

[1] Grassino, Susana Beatriz. Análisis Integral de la Provincia de Santa Fe. Santa Fe, Vicegobernador D. Carlos Aurelio Martínez y Cámara de Senadores, 1986, p. 112.  Quien escribe esta parte de la historia de los santafesinos, siendo Coordinadora de las áreas de Educación y Cultura -subsecretaría de Cultura, 4 de Enero 1510- y ad honorem supervisora del área de Cultura Literaria, recibió a la autora y a su tía -profesora de Historia- y después de un breve diálogo dejaron los originales para la lectura y conclusiones.  La señora Nidia O. de Fontanini mediante una nota señaló que no estaba disponible un libro con tales características y teniendo en cuenta el atraso en las ediciones de varias selecciones del Fondo Editorial de la Provincia durante el Proceso y la decisión del Sr. Susecretario Cultura Dr. Jorge Alberto Guillén se considerar como prioridad el cumplimiento de lo debido a destacados autores santafesinos, le sugirió a Beatriz Susana que presentara su trabajo en la Cámara de Senadores.  Así fue como del vínculo con el señor vicegobernador resultó la inmediata edición, que “se terminó de imprimir en los talleres gráficos de la Imprenta Oficial de la Provincia de Santa Fe, en “marzo de 1986, con una tirada de 10.000 ejemplares.  Las correcciones de páginas fueron realizadas por la Sección Taquígrafos de la Cámara de Senadores”.  En el acto de presentación del libro, con presencia de autoridades de diversas áreas del gobierno, el vicegobernador invitó a la Sra. de Fontanini a referirse a esa obra, resultado de un perseverante trabajo de recopilación y síntesis que la autora necesitó realizar a partir del momento de “estar sin trabajo remunerado”…

[2] Del matrimonio Andrea Bouvier Poncio-Gustavo José María Fontanini Orbea , nacieron Federico (05-09-1991); Francisco y Lucio, el 15 de diciembre de 1996.

[3] Texto en página 4: “Ilustración de tapa: / ‘Mujer’ (2002) / Técnica: Acuarela / Realizada por la artista plástica / Gabriela Eberhardt.”  En la página siguiente: Agradecimiento a: / María Guadalupe Alassia, quien colaboró para que plasmara, mi vida, en palabras. / Amílcar Renna, quien contribuyó para que esas palabras se concretaran en un texto… / Mis amigos, mi familia y a todos aquellos que creyeron que esto, sería posible.” / Necesito expresar que Amílcar Damián Renna, nacido el 16 de mayo de 1926  en Suardi (departamento San Cristóbal), casado con mi amiga a perpetuidad Flora Abraham, es Licenciado en Cooperativas concretando sucesivos proyectos tendientes a la educación permanente de la comunidad; dirigió, editó y distribuyó libros -incluso enciclopedias- en la Editorial Sudamericana de Santa Fe (capital de la provincia); fue distinguido con el Premio “Florián Paucke” a conductas destacadas, entre otros reconocimientos de organismos oficiales e instituciones privadas…

[4] Giraudo, Ana La matriz del arco iris. Editado en Santa Fe de la Vera Cruz, diciembre de 2003, p. 7.

[5] Ibídem, p. 146.

[6] Ídem, p. 153.

[7] Ana María en la página diecinueve al recordar un reproche a su madre por “una promesa incumplida”, escribió: “Recuerdo le reproché que eso ‘no se debía hacer con los menores’.  Recuerdo el lugar y la circunstancia nítidamente.  Estábamos en la casa de campo de la tía Dina -hermana de mi papá-, con la que vivimos entre mis nueve y catorce años”…

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