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Julian Isidoro Ripa (1916-1995)

Julián Isidoro Ripa – Prédica de un ¡maestro patagónico!.

Primavera de 1980.

03-01-1981: carta desde Esquel.

Desde Colonia Cushamen a Santa Fe.

Otoño de 1983: propósito de integración cultural.

1984: tras un eclipse.

22-09-2005: acerca de “la historia de Julián I. Ripa”.

“Recuerdos de un maestro patagónico”.

“Mi primer día de clase”.

“El vino y los hombres”. (Carneada, asado…)

Pan y galletas.

“Una tumba olvidada”   – Inspector Ernesto Salavatierra.

La escuela como “centro de cultura”.

La escuela sin niños.

Julián Ripa con su título de Abogado.

Refugio de la miseria.

Casi colofón.

Julián Isidoro Ripa – Prédica de un ¡maestro patagónico!…

“Los inmigrantes fueron, y siguen siendo, héroes ignorados, artífices oscuros de este sur lejano.”  Julián Isidoro Ripa.

 

 

Julián Isidoro Ripa nació el 8 de agosto de 1916 en Santa Rosa, actual provincia de La Pampa.  A los diecinueve años fue maestro en la Escuela Nº 15 de Colonia Cushamen (Chubut).

Sabido es que Julián Ripa logró editar:

-“Historia de un maestro patagónico” – Buenos Aires, Marymar 1980.

-“Historia de un abogado patagónico” – Buenos Aires, Marymar, 1987.

-“Palabras del ayer” –  “Inmigrantes en la Patagonia”

Con su nombre y apellido distinguen a una calle de Ingeniero Jacobacci en la provincia de Río Negro y a la Escuela Nº 767 de Esquel, provincia de Chubut.

Homenaje desde Santa Fe de la Vera Cruz, por su ejemplo de perseverancia como estudiante, por su siembra en la provincia de Chubut, desde la Escuela Nº 15 de Colonia Cushamen y por sus testimonios en torno al ejercicio de su misión como Abogado en Esquel y en localidades de esa región.

Nidia Orbea Álvarez de Fontanini.

Primavera de 1980…

En nuestra biblioteca ya estaba el libro del doctor Julián Isidoro Ripa, titulado Historias de un maestro patagónico, adquirido por nuestro hijo mayor Eduardo Carlos Manuel en la Librería y Editorial Colmegna de la capital santafesina. [1]

En la dedicatoria, el autor había expresado:

   “A la querida memoria de Carmen, abnegada compañera de toda mi vida.”

Después de tales lecturas, elaboré esta síntesis:

 

El joven maestro Julián Isidoro Ripa, en 1936 llegó a la Escuela Nº 15, en la Colonia Cushamen, “poblada por aborígenes araucanos”.

Después, fue el hombre que viajaba desde Chubut hasta la Universidad Nacional del Litoral para ser examinado como alumno libre, en las materias de la carrera de Derecho; después de siete años sintió y expresó:

“El título de abogado que tengo en mi poder me alegra y me entristece.  Me alegra porque abre ante mí nuevos horizontes; porque en adelante me permitirá realizar mis más caros sueños: ejercer el duro y áspero ejercicio de pedir justicia, como me lo ha enseñado un texto maravilloso que estos días constituye mi continua lectura: El alma de la toga de Ángel Osorio y Gallardo.  Pero el diploma también me entristece, por cuanto corta, de un tajo, toda mi vida de Cushamen, rutinaria, apacible, llena de cosas que quiero.”

 

Sentí el impulso de enviarle al autor un ejemplar de Poemas para Tioco, presentado por el escritor Gastón Gori el 24 de octubre de 1980 en la Sala “Leopoldo Marechal” del Teatro Municipal “1º de Mayo”.

03-01-1981: carta desde Esquel.

Durante el verano de 1981 una esquela de Julián Ripa manuscrita sobre papel con membrete del Estudio Jurídico Ripa – Julián I. Ripa / Luis Alberto Ripa Abogados / Dora A. de la Vega Procuradora.

 

Esquel, 3 de Enero de 1981.-

Sra. Nidia O. A. de Fontanini

Santa Fe.

Estimada Señora:

¡Qué estimulante es abrir un día un sobre y encontrarse con palabras tan generosas como las suyas, y con un libro de poemas tan simples, tan limpios, tan hondos!

Muchas gracias por todo, porque ha sido un valioso regalo para mí: su carta, su libro, su dedicatoria, tan por encima de mis valores, su cálida invitación al diálogo.

Conozco Santa Fe, en cuya facultad de Derecho me recibí de abogado.  No iba sino a rendir como estudiante libre, pero llegué a querer la vieja ciudad a la que sólo una vez volví.

Pero ya Santa Fe no era lo mismo o, más seguramente, era yo el que había cambiado.

Le remito un ejemplar de mis “Recuerdos de un Maestro Patagónico”.-

La saludo muy cordialmente / Julián I. Ripa.”

 

Nos conocimos personalmente de manera casual, en la Feria Internacional del Libro, en 1985, en el espacio de exposición de Ediciones Marymar.

Sigo recordando su rostro, su mirada…

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Veinte años después, observo su fotografía en la solapa de su segundo libro: Recuerdos de un abogado patagónico.

Estoy releyendo estas páginas después de una comunicación telefónica con la señora Dora de la Vega de Ripa y de saber que su esposo Julián Isidoro entró en la inmortalidad el 8 de septiembre de 1995.

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Desde Colonia Cushamen a Santa Fe…

A principios de la década del’80, Julián Ripa desde Esquel me envió una carta mecanografiada con estos testimonios:

“Guardo de Santa Fe el más afectuoso de los recuerdos.  Recuerdo el día en que llegué a ella por primera vez, en el año 1937, para rendir, como alumno libre, unas materias que había preparado en el rancho que era mi escuela de Colonia Cushamen. – ¡Qué angustias, qué miedos me aprisionaban! ¡Con qué gusto me hubiera embarcado de regreso en el primer tren, para ir a refugiarme en mi mundo rural y primitivo!  Y luego, ya en la Facultad, las conversaciones con los alumnos veteranos, que no hicieron sino aumentar mi ansiedad. -No era posible, me decían, presentarse a rendir sin conocer las ‘chinches’ de los profesores, es decir sus opiniones personales sobre cada punto, los textos predilectos, etc.-  Creo que me compadecían por mi situación; me señalaban unos a otros como un caso perdido.- Pero tuve la suerte de aprobar las tres materias que llevaba preparadas y desde ese momento, ya no había nada capaz de pararme.-  Volví muchas veces a Santa Fe, siempre por pocos días, los necesarios para rendir, me hice de compañeros, de amigos que aún hoy mantengo, y aprendí a querer a la ciudad, a la que luego llegaba como a mi casa.  Volví una sola vez, muchos años después de recibirme.  Aunque estaba muy cambiada –también lo estaba yo- la recorrí con afecto y nostalgia; era como volver a tocar una hermosa parte de mi vida.  Le he contado esto, para que comprenda con cuánto gusto volvería a esa ciudad -y volveré seguramente- para ponerme en contacto, a través de Ud., con sus escritores.  Para contar algo de esta mi desconocida tierra patagónica, tan necesitada de ser descubierta.  Por tanto, si Ud. proyecta organizar alguna cosa en la que piense que puedo participar, me agradaría mucho complacerla. /…/ Mi más cordial saludo. Julián” y manuscrito: “Feliz Navidad!”

Así, han sido -y siguen siendo- los continuos estímulos de escritores, amigos del alma, que hicieron posible la concreción de algunos proyectos en torno a la difusión literaria.

Así, la predisposición de sus espíritus para integrarse en programas que se desarrollaron sin subvenciones oficiales, sólo financiados con lo acumulado en un ahorro personal mínimo, pero constante.

Otoño de 1983: propósito de integración cultural…

Desde 1981, como un servicio de educación por el arte a distancia, inicié un intercambio  con más escritores santafesinos y poetas de distintas provincias: Anahí Lazzaroni de Ushuaia (Tierra del Fuego), Oscar Abel Ligaluppi (La Plata Buenos Aires); Augusto Zorreguieta (Lomas de Zamora, Buenos Aires); Carmen Hebe Tanco (Jujuy), Amalio B. García (Paraná, Entre Ríos), Héctor M. Lara Lahoz (San Juan), Jorge W. Posse (Jachal, San Juan); Silvana Roger y Díaz Costa (San Juan)…

 1984: tras un eclipse…

Dos años después, cuando estaba pensando en las posibilidades de ampliar la proyección en determinados programas del área de cultura literaria, disponiendo ya de recursos no oficiales para auspiciarlos, llegó otra carta del maestro patagónico que seguía trabajando por la justicia: el doctor Julián Ripa:

“Esquel, 10 de diciembre de 1984. Estimada Nidia:  No quería contestar la suya del 23 de noviembre, sin darme tiempo para leer sus trabajos sobre ‘Gastón Gori, escritor’ y ‘La mujer en la poesía hispanoamericana’ que tuvo la gentileza de enviarme.  Los he leído ya, con interés y con gusto y debo agradecerle que me haya hecho conocer a Gastón Gori, del que trataré de conseguir algún libro que me confirme lo mucho bueno de él que muestra su trabajo, y los poemas que ilustran su antología de escritoras santafesinas.  La felicito por su afán de dar a conocer, con tanto amor, la producción literaria de su provincia.  La felicito, también, por las tareas que desempeña, tan afines a sus inquietudes, a sus capacidades y a sus ideales.  Aunque no tengo el gusto de conocerla personalmente, así me la imagino a través de sus trabajos y de su correspondencia”.

 

22-09-2005: acerca de “la historia de Julián I. Ripa”…

El 22 de septiembre de 2005, mientras estaba releyendo el programa de difusión cultural en elaboración, titulado “Decíamos ayer…” sentí el impulso de buscar más información sobre Julián Isidoro Ripa y a través de “Los Pampeanos” www.lospampeanos.com, a las 02:17:16, encontré este comentario que reitero como “servicio a la educación permanente por el arte de vivir y convivir”…

“Recuerdos de un maestro patagónico”

Enviado el Sábado, 02 abril a las 15:40:10

Tópico: (Internet) Santa Rosa

A través de Los Pampeanos en distintas ocasiones mostramos la realidad de las escuelas de nuestra provincia, la tarea que llevan a cabo a pesar de los múltiples obstáculos, el apoyo que reciben, o que muchas veces les falta. Pero en esta oportunidad, optamos por la figura de un maestro que, si bien fue pampeano de nacimiento, ejerció su profesión en la provincia de Chubut, Argentina.

 

La historia de Julián I. Ripa refleja la postergación de las escuelas patagónicas, una realidad de la que no está exento el resto del país; así como el esfuerzo y la dedicación de los maestros rurales argentinos. Estudio en la Escuela Normal de Santa Rosa, y en 1936, con sólo 19 años, el flamante maestro Julián Ripa fue enviado como director y único docente a Colonia Cushamen, en el noroeste de Chubut, la experiencia de vivir siete años en una relegada escuela rural fue tan impactante, que decidió plasmar sus memorias en un libro: Recuerdos de un maestro patagónico, editado en el año 1980. En 1994, el Grupo Vocal Acento, de la localidad de Bahía Blanca, grabó un compact disc basado en la obra de Ripa. El «Canto al maestro patagónico» tiene relatos del locutor Jorge Tirabasso y música de Alberto D. Tramontana, y las palabras de presentación corresponden a la voz del propio protagonista. Poco antes de su muerte, Julián I. Ripa estuvo de visita en Santa Rosa y fue entrevistado por Los Pampeanos, para el ciclo televisivo. En esa ocasión, el maestro expresó: “ amí lo que me hizo escritor fue justamene el haber ido a Cushamen.

Desde el primer día de clases, que vi formados ante mí aquella fila de muchachitos de origen indígena, araucanos o mapuches, mal vestidos, casi desnudos, con cara de hambre, se me encogió el corazón. Era algo para gritarlo, era algo para que la gente se enterara de que en la República Argentina existía algo así”. La indignación, la impotencia, el miedo, la soledad y, en algunos casos, una cruda resignación, fueron sentimientos que acosaron a ese joven pampeano. Cuando salió de su Santa Rosa natal emprendió casi una aventura, signada por la incertidumbre de lo que vendría y la falta de preparación para enfrentar la particular situación que presentaba una escuela rural en la Patagonia de los años ’30. La Escuela Nº 15 de Colonia Cushamen estaba ubicada a 40 kilómetros de una pequeña localidad llamada Ñorquinco, casi al pie de la Cordillera de los Andes. Los alumnos, pertenecientes a familias mapuches o araucanas, debían recorrer varias leguas a pie o en sufridos caballos, que a menudo los abandonaban a mitad de camino. La escuela no era más que un rancho, con paredes de adobe, pisos de tierra y ningún tipo de calefacción para afrontar los duros inviernos patagónicos. Aunque han pasado casi setenta años desde la llegada de Ripa a Cushamen, hoy en día esa realidad se mantiene prácticamente inmutable. En su última visita a Santa Rosa, el maestro patagónico refirió que, en viajes posteriores a la zona, “no cambió nada, es muy difícil que cambie. Porque son pobres, y mientras no se tome alguna determinación, el indio será siempre un olvidado, un relegado.

Yo creo que la redención de los indios pasa precisamente por la escuela, pero no por la escuela que me dieron a mí: un rancho, con un pizarrón, unos bancos viejos… Sino una escuela dotada, para prepararlos para la vida, que les enseñe a trabajar, que les enseñe a vivir”. Las utopías del docente se estrellaban diariamente ante la vista de niños con hambre, de bancos vacíos por las frecuentes enfermedades que diezmaban la población, de una pobreza profunda e inexorable, como el destino del indio en todo el territorio americano. En algún momento, la Escuela Nº 15 contó con un precario internado, en el que los niños dormían en el suelo, sobre cueros de oveja. La comida era pobre, pero caliente y nutritiva. Aún a pesar de las carencias, eso era preferible a trasladarse diariamente por caminos imposibles. Dos años antes de abandonar Cushamen, el maestro se casó con una mujer de la zona, acostumbrada a los rigores patagónicos. Según Ripa, la mujer es el otro héroe ignorado de la Patagonia, además de los maestros, y su obra refleja ese agradecimiento: “la vida es otra para mí desde que llegué a la escuela con mi mujer; es otra la casa; es otra la propia escuela, hay calor de hogar. Los chicos lo advierten y sienten que un poco de eso entibia sus vidas. Una sonrisa de mujer, la bondad de una mujer, pone una luz en sus oscuros días”.

En su libro, Julián Ripa cita una carta que escribió en una oportunidad al Inspector Seccional de Escuelas. Allí cuestiona a su superior: “En todas partes, señor Inspector, se enseña al niño a amar el hogar. A querer el pedazo de tierra donde se ha crecido, donde tiene sus amigos y sus recuerdos. ¿Podemos hacer eso, los maestros de aquí?, ¿debemos hacerlo?. ¿Cómo congeniar la lectura de los libros comunes, que hablan de padres virtuosos, de calor de hogar, de higiene, etc. con la realidad de su vida raquítica?”. El interrogante queda abierto, para los funcionarios que tienen en sus manos los destinos de la educación argentina. Mientras los proyectos no tengan en cuenta la diversidad de realidades que ofrece la amplia geografía de nuestro país, y ofrezcan el apoyo material y formativo requerido por cada situación en particular, los maestros seguirán luchando como quijotes contra molinos de viento. Julián I. Ripa entendió que la vida del indio en la Patagonia no se cambiaba educando con elementos insuficientes, sin recursos, frente a la indiferencia generalizada del resto de la sociedad. Pero no desistió, sino que optó por otro camino. Estudió la carrera de Abogacía por correspondencia, y hasta el final de sus días ejerció la profesión en beneficio de pobres, aborígenes y desprotegidos. Fiel al compromiso de dejar testimonio de sus memorias, escribió otras obras, como “Recuerdos de un Abogado Patagónico”, “Inmigrantes en la Patagonia” y “Palabras del Ayer”.

El 17 de agosto de 1943, el maestro dejó la escuela que durante siete años albergó sus miedos, frustraciones, esperanzas, sueños y desilusiones. Otra vez marchaba rumbo a un mundo incierto, a un futuro desconocido. Aunque en su interior ya no era aquel joven inseguro que llegó a Cushamen con las manos vacías, “estos siete años han enseñado al joven maestro de entonces a no mirar como ajeno ningún dolor humano. Y eso es una riqueza invalorable. Pero también es una pesada carga”.

“Mi primer día de clase”

Decía… el joven maestro Julián Ripa:

“Tengo ante mí, una antigua construcción de adobes, con techo de tejuelas a dos aguas.  Sobre la puerta del aula, una cifra labrada en piedra indica la fecha de la construcción: 1903. Al frente de la construcción tres añosos sauces. /…/  Por los agujeros del techo, por las rendijas de las puertas, por la estrecha ventana, el viento ha introducido a lo largo de los días, una capa de arena que cubre el piso y los muebles. Salgo al patio.  Veo, a cincuenta metros, una precaria, derruida letrina.”

“Mis ojos vagan por todos los sórdidos detalles del aula.  Un aula grande, fría, sin otro piso que el de la dura tierra. Sin cielo raso.  El techo, con alta cumbrera, deja pasar la luz y brinda la visión, aquí y allí, de un pedazo de cielo.

El ambiente deprime. /…/ Hay un olor viejo y sucio, mezcla del fluido con que se riega para matar las pulgas y de años y años de uso sin ventilación suficiente.

Los bancos de los alumnos, desparejos, rotos, mal alineados, producen la más pobre impresión.

Sentado en uno de ellos, no soy yo.  Soy los maestros que, como yo hoy, llegaron un día a esta escuela desde el año 1903.  Y los que llegaron y seguirán llegando a tantas escuelas iguales a ésta, peores que ésta, en los más perdidos rincones de la Patagonia.  Soy un maestro rural. El más triste, el más medroso, el más atribulado de los maestros.

Mis ojos salen a través de la puerta hacia el desamparo que me rodea.”  /…/

“Llega por fin, mi primer día de clase.  /…/  Me he levantado muy temprano, con la primera claridad del alba. /…/   Me encamino con los niños a la escuela. Miro su mísera indumentaria.  Su bolsita de género con los útiles, colgada al hombro.”   [1]

“Por primera vez he hecho tañer la campana suspendida del alero de la escuela. El tañido ha resonado claro, limpio, en el cañadón solitario. Tengo frente a mí una torcida hilera de niños congregados por el sonido de la campana.  Son los alumnos de la escuela.  Desde hoy mis alumnos. /…/  Miro la fila, la vuelvo a mirar.  Y la miro otra vez. Veo al pequeño que encabeza la hilera.  Tiene puestas, mejor dicho está puesto en un par de botas patria, casi tan grandes como él.  Su dueño original, debió de ser un hombre más que de buen pie.

Otro y otro, y otro más, se envuelven en amplias chaquetillas que denuncian su origen: una institución de beneficencia que las obtuvo de un cuartel de bomberos porteños.  No ha habido tiempo de arreglarlas, para amoldarlas a los cuerpos menudos de quienes las lucen.

Aquél tiene una gorra inmensa para su pequeña cabeza.  Aunque despojada de la visera, proclama a simple vista, el vínculo fraterno que la une a las chaquetillas.  Y también a las botas.

Me siento tentado de reír. Pero no río.  Porque mi vista se está posando sobre pies semidescalzos y cuerpos semidesnudos.  Porque veo cuerpos encogidos, apenas cubiertos por ropas raídas, que dejan ver carnes sufrientes. Porque sospecho que no todos esos alumnos han desayunado lo suficiente antes de hacer el viaje a la escuela.

Y porque los rostros de los niños son demasiado serios, demasiado adustos.  Imponentes en la muestra elocuente de su mundo interior. Yo sé de pobreza.  Yo mismo soy pobre.  Y he ido a la escuela con muchos compañeros de mi misma condición.  Pero como esta pobreza, no la he visto nunca.  Ni siquiera he podido concebirla. Pero aquí está ella.  Real. Al alcance de mis ojos, de mis manos, de mi olfato”…

Así relataba sus primeras experiencias como maestro Julián Ripa -cuarenta años después, siendo un destacado abogado patagónico- y durante una fría noche de otoño,  “junto al hogar iluminado por alegres llamas”…   [2]

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“El vino y los hombres”. (Carneada, asado…)

-¡La vaca señor!  ¡La vaca!  ¡Llegó la vaca!

Los niños, que en el patio disfrutan del recreo, me anuncian regocijados, que ha llegado la vaca donada a la escuela por ‘La Compañía’, para el asado del 25 de mayo.

No bien llegué a la escuela, a fines de abril, se me hizo saber, por un vecino, que era antigua costumbre que ‘la Compañía’donara una vaquillona para la celebración de la fiesta patria.

Yo tenía que hacer simplemente una solicitud, y él, el vecino, se encargaría de llevarla personalmente y de traer el animal.

Yo nunca había oído hablar de ‘la Compañía’.  Supe, entonces, que con esa designación se abreviaba el nombre de la Compañía de Tierras del Sud Argentino, sociedad anónima inglesa, con muchas, muchas leguas de campo, desde Ñorquinco a Esquel, desde Cholila a Fofocahuel, sin solución de continuidad, muchas, muchísimas ovejas y muchas vacas.

Escribí la nota y, a su tiempo, el vecino partió en busca del animal.

Los campos de ‘la Compañía’ lindan con la Colonia.  Pero la nota había que llevarla a la lejana Estancia, y en la Estancia entregarían la donación.

Desde que el vecino partió en busca de la vaca, los alumnos -y el vecindario todo- han estado pendientes de su regreso.  Sin la vaca no habría asado el 25 de mayo.

Ahora ya sabemos que sí lo habrá.  Ha llegado la vaca. Viene entre los dos bueyes que llevó el vecino para hacer posible el arreo.

El suceso pone fin a las clases del día.  Varios buenos pobladores se han ofrecido para colaborar en la tarea de sacrificar, cuerear y sacar los asados del animal.

Los buenos pobladores, avisados, han llegado con sus caballos, sus lazos y sus perros.  Hay un ambiente de fiesta.

La vaca es arisca.  Pero en un momento, está sujeta por la cabeza, a un palo, al que le han arrastrado un par de lazos.

Clava el animal sus cuatro patas, en el suelo y tira hacia atrás, en un esfuerzo por liberarse.

Inmovilizada, tensa, abiertas como palancas las cortas patas delanteras, la vaca ofrece, indefensa, el blanco de su pecho.

El vecino que la ha traído, extrae un gran cuchillo que lleva en la cintura y se aproxima cauteloso.

El golpe seco y vigoroso, ha introducido, de pronto, hasta el mango, la larga y ducha hoja del cuchillo.  Un rojo chorro de sangre humeante, empapa la mano armada del vecino, que aprieta el pecho que vanamente pretende esquivarla.

El animal ya está en el suelo, y varios cuchillos se chairan para despojarlo de su cuero.

Veo que, entre los presentes, está circulando una botella de vino.  Advierto que el carácter humilde, callado, respetuoso de los vecinos, se está avivando. Hay risas, hay gritos, hay bromas que no parecen provenir de los hombres que conocí y saludé hace un rato.

Poco a poco, los diestros cuchillos van descubriendo la carne y la grasa de la gorda vaquillona de ‘la Compañía’.

El cuero está ya, estirado, pegado a la tierra.  Sobre él, con las cuatro patas al aire, se destaca la blancura desnuda de la vaca muerta.

Muy pronto un gran canal divide en dos el pecho y la panza del animal; por la abertura desbordan verdes, los hinchados intestinos.

Los vecinos, que van vaciando a la res de sus vísceras, luchan, a planazos, con los perros que quieren ser los primeros en servirse.

Un fuego arde ya a unos metros, entre las piedras. Se improvisa un asado con las achuras aún tibias del animal.  Los que han intervenido en la carneada, se han ganado el derecho a comérselas.

Sigue circulando el vino.  A la primera botella, siguió otra, y otra y otras…

Los paisanos que, a grandes trozos, engullen (con evidente deleite) semicrudos, sucios, los menudos puestos sobre el fuego, acusan, ya, los efectos del alcohol.  Ha cambiado su cara, su voz, su empaque.  Son otros.

He logrado que muchos de los alumnos regresen a sus casas.  Otros son hijos de quienes realizan el trabajo y los esperan.

Sigue, después del almuerzo, la tarea de sacar los asados.  No hay uniformidad de criterios sobre la forma de hacerlo. Surge alguna discusión, causada por el vino que siguen ingiriendo.

Alguno lanza una indirecta contra otro, y el otro la contesta, y surge el desafío y los grandes cuchillos se blanden amenazantes.  Todos están borrachos.

No puedo hacer nada; mis voces de apaciguamiento no son oídas. No sé de qué son capaces y me invade el miedo.

Cuando uno de ellos, enardecido, saca de su cintura un revólver, me encierro en mi cocina.  Desde ella escucho sus gritos de borrachos.  Pero no pasa nada.

El vino los vuelve a unir.  Se abrazan, se besan, se juran eterna amistad.

Nunca he visto un espectáculo semejante.  Y éstos son los padres de mis alumnos.

Pienso en mi porvenir de maestro en este lugar, y una punzante angustia llena todo mi ser.”   [3]

                        (Necesité reiterar el texto completo de ese relato.

En el siguiente, Ripa destaca que “el Himno brota de la tierra” y describe el acto del 25 de Mayo. “Un ‘¡Viva la Paria!’ es hoy el saludo de rigor.  Todos lo pronuncian al darme la mano. Todos lo repiten. A su hora, los alumnos entran al aula grande.  Y entran los padres. El aula grande desborda de concurrentes a la fiesta”.)

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Pan y galletas…

“El pan lo traíamos de Ñorquinco o de Ingeniero Jacobacci.  Dada la dificultad, o mejor dicho, la inexistencia de transporte, debíamos proveernos de grandes cantidades, que duraban un mes y a veces dos.  La galleta campera que utilizábamos, se ponía dura como piedra.  Pero era siempre sabrosa y comestible, aunque para partirla tuviéramos que recurrir a piedras más duras que ella.

Durante los dos años que viví casado en la escuela -sin duda los mejores años para el comedor- solíamos servir pan del día.  Lo amasábamos por la noche con mi mujer, y al otro día, durante las horas de clase, ella lo cocinaba en el horno de la cocina económica que habíamos instalado.

No se trataba de un sacrificio, sino de algo que realizábamos como un acto normal.  Lo que nosotros hacíamos, lo hacían muchos otros maestros.  Y algunos, más que nosotros.”  [4]

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“Una tumba olvidada”   – Inspector Ernesto Salavatierra

(Este relato también será reiterado completo.)

“El primer visitador que me inspeccionó en la escuela, fue don Ernesto Salvatierra.

Apareció sorpresivamente, en la puerta del aula, mientras yo daba clase.

La llegada de un superior fogueado en el desenvolvimiento de escuelas como la mía, me pareció el más feliz de los acontecimientos.  Suponía, en mi juvenil ilusión, que él traería las respuestas a las graves cuestiones que turbaban mi tranquilidad, desde que llegué al lugar.  Esperaba recibir consejos eficaces, directivas sobre esto y sobre aquello y lo demás allá.

Lamentablemente, mis ilusiones se derrumbaron muy pronto.  El visitador tenía que irse enseguida.  Hacía un mes que andaba de recorrida; tenía que visitar varias escuelas aún y debía volver a Esquel en una fecha próxima e impostergable.

Después de unas breves palabras, se sentó a la mesa del maestro, pidió el Registro de Inscripción y de asistencia, lo examinó, lo firmó y pasó a otra cosa.  El cuaderno de planes e clase.  Los cuadernos de los niños.  Ligero examen de conocimiento de los niños.  Lectura, cuentas.  Algunas preguntas sobre historia argentina.  La inspección había terminado. Eficaz como control administrativo.  Nada más.

La partid de mi visitante me dejó más decepcionado que nunca.  Yo había esperado el comprensivo trato de un maestro, el cálido diálogo con quien sabía más que yo, y me había encontrado con un funcionario que desarrollaba una labor burocrática.

Como joven, yo era de espíritu rebelde.  Y no me gustó Salvatierra.  Lo consideré rutinario, sin inquietudes, nada estimulante, viejo.

Por desgracia, esa primera impresión no se modificó en los años posteriores.  Porque las visitas –que fueron harto espaciadas, no más de una vez por año y a veces ni eso- nunca satisficieron mis expectativas.  Siempre fueron de control.  No de guía.  A mí, eso me sacaba de quicio.  Y alguna vez mi voz subió de tono.  Quise que conociera mi disconformidad y mi crítica.

A poco de instalarme en Esquel, Salvatierra murió.  En su sepelio me enteré, vagamente, por boca de otros maestros, de su trayectoria docente.  Pero eso no hizo cambiar mi concepto sobre su función.

Yo solía visitar, en el cementerio, la tumba de un ser querido que dejó la vida poco después que Salvatierra.  Ambas estaban inmediatas, de modo que, continuamente, me detenía, sin propósito deliberado, junto al lugar en que el viejo maestro dormía su último sueño.

Nunca vi una flor sobre ella, ni una lápida, ni una inscripción con su nombre.

El evidente abandono en que se lo había dejado despertó en mí la piedad que uno siente frente a los muertos olvidados.

Fui madurando con los años.  Me hice propenso a mirar las bondades, antes que los defectos, de los hombres.  Medité sobre Salvatierra.  Lo vi llegar a la Patagonia cuando aún yo no había nacido.  Lo vi sufrir, multiplicados, los males que a mí me habían afectado.

Y comprendí, entonces, que cuando Salvatierra me visitaba, yo era un pigmeo a su lado.

Él también debió de tener ilusiones como las mías.  Pero larguísimos años de Patagonia, de lucha inútil, de cansada rutina, lo habían convertido en un escéptico.

Yo le hablaba de problemas que él conocía mejor que yo.  Yo lo acuciaba pidiéndole soluciones, y él sabía que un maestro no podía dar soluciones.  Yo sufría por mi Escuela Nº 15, y él sufría todas las escuelas de la Seccional.

En fin, yo era un principiante, y él estaba de regreso de mil fracasos.  Él era un pionero de la escuela rural patagónica.  Un héroe ignorado con derecho a integrar la serie exaltada por el libro de don Próspero G. Alemandri.      [5]

Por ello, he llegado a convencerme de que los maestros estamos en deuda con Salvatierra, al permitir que su tumba de tierra siga abandonada, sin una lápida que recuerde su nombre a los que por allí pasan.

¡Pobres maestros que, como los soldados anónimos de la conquista del desierto, vinieron a traer a esta tierra nueva, recién nacida, el alfabeto ennoblecedor!

¡Ése ha sido su destino!

La escuela como “centro de cultura”…

(El relato siguiente, titulado Iluso incorregible, también será reiterado completo.)

Ha llegado a la escuela un nuevo visitador.  Don Leandro Cepeda.  Con él recorro una difícil huella de la Colonia.

Leandro Cepeda es un funcionario recién llegado al Chubut.  Ésta es su primera visita a la escuela.  Conversamos mientras su Ford A avanza a los tumbos.  Le cuento las condiciones en que viven mis alumnos y los hogares de que provienen.  Le pinto un mundo de atraso, de pobreza, de promiscuidad, de desesperanza.  Vivo sumergido en este mundo.  Hablo con vehemencia.  Siento que soy impotente; que la escuela es impotente para cambiar esto.

El visitador no conoce la Colonia, pero tiene sus preconceptos sobre el problema indígena.  El mayor obstáculo para la solución de este problema, es que pocos parecen conocerlo y muchos tienen sobre él ideas erróneas.

En este momento, el visitador va defendiendo su tesis.  Cree que con dar a los indígenas la propiedad de la tierra, se solucionará el problema.  Sabiéndose dueños -dice- trabajarán con más entusiasmo y cambiarán su modo de vida.

La altura en que nos hallamos domina un amplio sector de la Colonia. En respuesta a sus afirmaciones, le digo:

-¿Ve aquel rancho recostado sobre el faldeo, sin más señal de vida que la presencia de un viejo álamo en su frente?

‘-¿Ve aquella otra población, allá abajo, al extremo del consumido mallín?  ¿Nota que tiene un solo ambiente y que no luce más adelanto que un caído palenque y un corral de ramas de michay?

‘¿Ve más aquí, a la izquierda, este refugio que no podemos llamar casa, de techos y paredes precarias, que dejan pasar todos los fríos, todos los vientos, todas las lluvias?

‘-¿Ha visto y sigue viendo que nada está alambrado, nada denota esfuerzo por progresar, que en nada hay signos de un trabajo constante?

‘Pues bien -concluyo-, todos estos campos son de propiedad.  Sus ocupantes tienen el título de propiedad del lote, bien doblado, como el mayor tesoro.  Es un viejo título que les viene de sus padres, si no de sus abuelos.

‘Ya ve -agrego- que los títulos no les han servido para nada.

-¿Qué hacer, entonces? –pregunta.

Le hablo de cosas que he leído.  De lo que se hace en otros lados.  De lo que son mis sueños.

-Terminemos con las escuelas rancho -le digo-.  Hagamos centros eficientes de enseñanza, no sólo para los niños, sino para la comunidad.  Enseñemos no sólo el alfabeto, mal enseñado, enseñemos todo lo que es necesario para vivir sin miseria.  Enseñemos a trabajar.  Enseñemos a aprovechar las posibilidades del lugar en agricultura, en ganadería, en artesanía.  Que la escuela, dotada de los elementos técnicos, sea el semillero, el vivero, el taller, el centro de cultura.

Sigo hablando, sigo soñando.  Sigo pensando que la escuela será un día el motor de la redención de estas colonias.

El visitador calla.  Parece meditar mientras trata de esquivar con su Ford los accidentes de la huella.

Ve en mí, seguramente, un incorregible iluso.”   [6]

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La escuela sin niños…

“Mediados de noviembre.  Al levantar la cortina de la estrecha ventana de mi cuarto, advierto que una tardía, copiosa nevada cubre las alturas del valle.

Preparo mi mate, abro mi libro.  ¿Qué cosa más grata en esta soledad que sentarse frente a un libro, aunque el libro sea un árido texto, con un tibio mate entre las manos?

En la mañana que nace, el silencio oprime.  Es un silencio virgen sobre una tierra virgen.  La gruesa blanca capa de nieve no ha sido ajada por un solo pie.

Leo con el mate tibio entre las manos: quiero leer, concentrarme como todos los días.  No puedo.

El silencio se me impone, me turba.  Me siento alejado del mundo.  Separado de toda mi vida.  Como si, de repente, la nieve hubiera multiplicado las distancias.

Ningún alumno se hace presente al legar la hora de clase.  ¡Un día sin niños!  Nada más solitario que una escuela sin niños.  Una escuela aislada, penitente en un valle sin vida.  La vida duerme, bajo una virgen capa de nieve.

Siento que no podré soportar, en esta soledad, todas las largas, interminables horas del día.

Y resuelvo salir, escapar del agobio de este destierro.  Por allí cerca, detrás de una mata, el malacara encogido de frío, da grupas a un viento cargado de nieve volada.

Sobre la nieve, bajo la nieve, el apero se ordena sobre el mojado lomo del animal: la pelera, un mandil, otro mandil, la carona, los bastos, la cincha, el cojinillo, el carpincho, el pegual.   Bajo la nieve, sobre la nieve, la larga ceremonia, con todos sus ritos, se hace ingrata.

Sé donde iré.  A un par de leguas de la escuela, don Mariano señala sus corderos.  Don Mariano me ha invitado.  Recibirá con satisfacción mi presencia.  El trayecto al tranco, es largo.  Largo y frío.  Pero no lo siento.  Porque cuando recorro a caballo la senda solitaria, me escapo de la realidad.  Tengo el vicio de soñar.  ¡Si habré soñado sobre el blando recado al trote de mi malacara!  ¡Si habré conquistado mundos!

Los sueños acortan los caminos, borran las distancias.”   [7]

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Julián Ripa con su título de Abogado…

Llegado el momento de dejar Cushamen, el Julián maestro Ripa se sintió más conmovido:

“El título de abogado que tengo en mi poder me alegra y me entristece.

Me alegra porque abre ante mí nuevos horizontes, porque en adelante me permitirá realizar mis más caros sueños: ejercer el duro y áspero ejercicio de pedir justicia, como me lo ha enseñado un texto maravilloso que en estos días constituye mi continua lectura: El alma de la toga de Ángel Osorio y Gallardo. /…/  [8]

Llegué hace siete años -apenas ayer- en un viejo camión desvencijado a los tumbos por la misma huella por la que ahora voy a salir… Hoy, siete años después, todo Cushamen forma parte de mí.  La escuela, querida inolvidable escuela; los humildes, amados alumnos; los padres; los vecinos.

El serpenteante camino que conduce a tal rancho o a tal otro… este hermoso menuco cuya agua he añorado mil veces, obsesivamente, con la boca reseca, en los cálidos días de exámenes en Santa Fe; y el trabajo y el estudio y los recreos; y este dolor y aquella alegría y los rostros amigos, y las manos amigas, y las sonrisas amigas. /…/  Miro todo, pienso en todo; mi alma siente deseos de llorar con todo.”

No ha sido por casualidad que el ejemplar maestro patagónico Julián Isidoro Ripa desde los diecinueve años, en 1936 siendo el único docente en la Colonia Cushamen de Chubut haya decidido ser estudiante libre en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional del Litoral, cuando debía viajar durante dos días y dos noches en coches de segunda clase del ferrocarril para rendir y aprobar las materias. Lo impulsaba su vocación de defensor de los derechos humanos, su convencimiento de que como dijo el Papa Pablo VI: “Si amas la paz, trabaja por la justicia”.

Refugio de la miseria…

Durante siete años trabajó Julián Ripa junto a esa comunidad de aborígenes. Aprobadas las materias de la carrera de Abogacía siendo alumno libre en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional del Litoral, el 17 de agosto de 1943 llegó a Esquel para instalar allí su estudio jurídico. Anotó: “Esquel es un pueblo próximo a cumplir cuarenta años”…

Desde el 17 de agosto de 1943, empezó a poner en marcha su estudio jurídico en Esquel.   En sus Relatos de un abogado patagónico, expresó:

“La costa del arroyo Esquel es el refugio de la miseria.  Allí han recalado y siguen recalando los aborígenes que el hambre y la miseria corren de sus colonias; y que vienen a sufrir hambre y miserias alrededor de los pocos pueblos de la región.  Unas ramas, unas latas, unas bolsas viejas, unos cartones, o unos adobes, los mal cobijan, hacinados, en ruines remedos de viviendas, que cada año inundan, o arrastran, los desbordamientos invernales del arroyo.”

 

Es oportuno reiterar lo escrito por Ángel Ossorio y Gallardo en El alma de la toga:

“No es cabal abogado

quien no tiene una delicada percepción artística”…

Julián Ripa relató en Recuerdos de un abogado patagónico:

“Mi mujer ha quedado en El Maitén, con nuestro hijo pequeño, que empieza a dar los primeros pasos.  Pronto nos llegará el segundo.  Su adelantado embarazo no ha permitido que me acompañara en la incómoda cabina del camión que me ha traído, duro, traqueteante, por la áspera huella a través de la oscura noche interminable”.  [2]

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“Tres meses después de mi llegada, nació mi segundo hijo.  Luego, no habían pasado dos años, mi hija.  A ésta la perdí cuando cumplió catorce.  A casi veinticinco años de su partida, no puedo mencionar el hecho sin que un nudo de pena me apriete la garganta.  En compensación, si es que aquello tan terrible puede compensarse, tengo siete nietos que llenan mis días”.

A fuerza de coraje y de crédito, construí mi vivienda, la que todavía ocupo, y que estrené en la Nochebuena de 1945”.

Después, el doctor Ripa comentó:

“¡Cuántas menudencias consumían mis horas y mis días! Pero no me importaba.  Todo era trabajo y eso era lo que mí me hacía falta.  Además, en  todos los casos estaba en juego una partícula de justicia, y yo había estudiado para defender la justicia. Eso me había empujado en mis años de maestro.  Eso había alimentado mis ilusiones y mis sueños.  Para eso me había levantado cada día, durante años, a las cinco de la mañana, para eso había hecho tantos viajes de dos días y dos noches a Santa Fe, en cuya Universidad estudié, a dar mis exámenes, durmiendo sobre las duras tablas de los asientos de segunda clase”. p. 11

Así como Gastón Gori, también maestro y abogado necesitó estudiar las consecuencias del reparto de la tierra en las posibilidades de mantenimiento y desarrollo del centro y norte santafesino, así también Julián Ripa refiriéndose a La Compañía escribió: “Cuando, por la Ruta 40, se sale de Esquel rumbo a Ñorquinco, separados ambos puntos por una distancia de ciento setenta kilómetros, a no más de veinte kilómetros de la salida, se cruza un guardaganado que da entrada al campo de ‘la Compañía.  ‘La Compañía’ es la firma ‘Southern Argentina Land Company’, que tiene su asiento en Londres.  Por el campo de ‘La Compañía’ continúa la ruta hasta las proximidades de Ñorquinco.  /…/  En toda esa área, que cubre más de cien leguas cuadradas, no existe ninguna población.  Toda ella está dedicada a la cría de ganado lanar y vacuno. Predominantemente, lanar.  Sin duda, las ovejas que allí pacen, están entre las mejores del mundo en la raza merino australiano.  Sin duda, también las que gozan de una de las mejores tierras ganaderas de la Patagonia”.  /…/  En el año 1869 George C. Muster realizó un largo viaje -duró más de un año-… desde Punta Arenas hasta Patagones, por la zona de la cordillera. El viaje fue narrado… en un libro maravillosos titulado Vida entre los Patagones… En el prólogo de dicho libro, Julio Busaniche recoge distintas versiones cerca del motivo que impulsó a Muster a emprender tan duro y peligroso viaje. Sin pronunciarse por ninguna, anota, sin embargo que siempre en el terreno de las hipótesis, el resultado fue el establecimiento de las compañías inglesas de tierras, las que fueron emplazadas en las mejores regiones sureñas. Entre esas compañías inglesas estuvo la “Southern Argentina Land Company” que sentó sus reales en aquellas tierras de Leleque. /…/  Estoy clamando -sí, clamando- por la recuperación, para progreso de la Patagonia, para la integración de la Patagonia, de una vasta superficie, de su tierra, que debe poblarse, indefectiblemente, por un imperativo del tiempo que vivimos.

Poblarse con gente de trabajo, de empuje, capaz de convertir esa tierra solitaria, en comunidades laboriosas que empujen este lugar hacia un claro destino de progreso.”p.107-108

En otro párrafo, describe esa realidad que lo acosa desde que llegó casi adolescente, a la Colonia Cushamen y que es semejante a lo sucedido en Esquel:

“La costa del arroyo Esquel es el refugio de la miseria.  Allí han recalado y siguen recalando los aborígenes que el hambre y la miseria corren de sus colonias; y que vienen a sufrir hambre y miserias alrededor de los pocos pueblos de la región.  Unas ramas, unas latas, unas bolsas viejas, unos cartones, o unos adobes, los mal cobijan, hacinados, en ruines remedos de viviendas, que cada año inundan, o arrastran, los desbordamientos invernales del arroyo.”  p. 120

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Casi colofón…

Así fueron los continuos aportes de escritores –amigos del alma-, que con sus ejemplos y sus adhesiones hicieron posible la concreción de algunos sueños en torno a la difusión literaria.

Así ha sido la predisposición de sus espíritus para la co-operación en programas que se desarrollaron sin subvenciones oficiales, financiados con lo personalmente acumulado en un ahorro mínimo, constante

Durante el acto del 26 de octubre de 2005 a las 20, en el “Centro Comercial de Santa Fe” -San Martín 2819-, en la capital santafesina reiteré esta afirmación:

“Escuela-Familia-Comunidad: una relación imprescindible”.

En esas circunstancias, confluyeron más señales en el universo de la cultura.

Son insoslayables los recuerdos del maestro patagónico Julián Isidoro Ripa…  [9]

 

¡Celebremos… los frutos de la libertad y de la solidaridad!…

Ahora, en estos primeros años del siglo veintiuno, desde

“Un lugar para el sosiego y asombro”

siguen proyectándose algunos sueños que se generaron durante décadas en la Cofradía de los Duendes y continúa, a distancia y de continente a continente, aquel esbozado proyecto de promoción de educación por el arte de vivir y convivir.

 

Gratitud a quienes lo hicieron posible,

gratitud a quienes siguen alentando…

 

Nidia A. G. Orbea Álvarez de Fontanini. – Octubre de 2005.

 

[1] Ripa, Julián Isidoro. Recuerdos de un maestro patagónico. Buenos Aires, Marymar, enero de 1980. /  En nuestra biblioteca ya estaba ese libro, adquirido el 27 de agosto de 1980 por nuestro hijo mayor -Eduardo Carlos Manuel- tras su mirada sobre las tradicionales mesas de ofertas de Colmegna, cuando la inflación había determinado un precio $13.000.- que en nada podía ser comparable a su valor…

 

 

[2] Ripa, Julián. Recuerdos de un abogado patagónico.  Buenos Aires, Marymar, junio de 1988, p. 3. Ripa logró editar ese libro en el mes del 72º aniversario de su nacimiento.

[1] Ripa, Julián Isidoro. Relatos de un maestro patagónico.  Buenos Aires, Marymar, enero de 1980, p. 8-11.  Convocada por el ministro de Educación Dr. Cayetano Licciardo tras la publicación de una extensa nota en el diario “El Litoral” por la discriminación establecida mediante una resolución ministerial que exigía para la inscripción en las carreras de Profesorado, determinadas medidas y porcentajes de visión… conformación física sin anormalidad observable; decidió acercarme una vez más a nuestro amigo del alma Juan Arancio y con uno de sus dibujos (acuarela) debidamente encuadrado, pudo observar el católico poeta, cómo se acercaban a las escuelas los chicos de la costa o islas: con una bolsita colgada del hombro y cruzada, para que evitar que se cayera… En esa circunstancia, estaba mi amado amante cuando nos dijo: “Ahora lo voy a colgar en este despacho, pero cuando me vaya lo llevaré a mi casa”… Minutos antes nos había relatado que su hija le reprochaba la vigencia de esa resolución firmada durante la gestión anterior, porque ella padecía una malformación congénita y estaba excluida.  Fue uno de los momentos de más intenso aprendizaje en el Camino único que empecé a recorrer desde Cándido Pujato al 2977… aproximadamente.

[2] Ibídem, p. 13-14.

[3] Ídem, p. 26-28.

[4] Íd., p. 46.

[5] Íd., p. 53-55.  Próspero Alemandri fue un destacado educador nacido el 25 de junio de 1880 en Concepción del Uruguay (Entre Ríos). Con su nombre y apellido distinguen a escuelas de Buenos Aires.

[6] Ídem, p. 55-56.

[7] Íd., p. 71-72.

[8] El alma de la toga… ¡Cuánto buscaron ese ejemplar en el Centromultimedios “Biblioteca de la Legislatura”!  Los procesos técnicos mediante un sistema computarizado determinaron que no estaba ubicado equivocadamente según la signatura topográfica.. ¡No estaba!… Si quien lo retiró del anaquel para alguna lectura circunstancial hubiera sido un estudiante o un joven profesional responsable, lo habría devuelto. Si el lector hubiera sido un irresponsable ¿cómo habría osado aproximarse a… el alma de la toga?… No sería sorprendente que en este amado País de los Contrastes, pudiera haber sido un estudiante casi becado, con altos promedios; algún presuntuoso acumulador de títulos, de cartulinas impresas que con el tiempo podrían impregnarse con fragancias de originales sahumerios…

[9] Nuestro hijo Eduardo Carlos Manuel compró Relatos de un maestro el 27 de agosto de 1980, en la legendaria librería Colmegna de San Martín 2546 –T.E. 23102-21522 de la capital santafesina. Pagado indica el sello, con fecha: 13.000.- $ ¡Trece mil pesos!… A principios de la década del ’90, el presidente  de la Nación Dr. Carlos Saúl Menem -siendo ministro de Hacienda el Dr. Domingo Cavallo-, con aprobación del Congreso Nacional estableció la paridad “un peso=un dólar”, que se mantuvo hasta que el presidente provisorio Dr. Eduardo Duhalde -después de una sucesión distintas personas durante una semana-, determinó “el fin de la convertibilidad”.  Es historia reciente…  Como solía hacer desde fines de la década del ’70, después de la lectura le envié una carta porque era fácil ubicarlo ya que tenía instalado un Estudio Jurídico en Esquel.  Recibí un libro con dedicatoria manuscrita: “A Nidia O. de Fontanini, maestra y escritora, con un cordial abrazo desde la cordillera patagónica.  Esquel, 3 de Enero/1981. Julián I. Ripa”

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