Algunos datos para una biografía…
Gabriel Eduardo Barraguirre nació en Santa Fe de la Vera Cruz, en 1967. Siendo estudiante del nivel secundario, en 1984 obtuvo un premio por su obra poética y ese año fue editada su novela La Revancha del Sol… [1]
Algunos datos para una biografía…
En la Cofradía de los Duendes está anotado que “su primer libro fue editado por la ‘Fundación Utopía Humana’ y el presidente, Carlos D’Orondet, el 19 de octubre de 1986, escribió para el ‘prólogo’: [1]
“Un día de abril de 1985 caminado por los stands de la 11ª Exposición Internacional, lo conocí a Gabriel. Bolso con libros en su espalda, cara de provinciano asustado, perdido en medio de tanta gente; no creo que tuviese 17 años todavía”.
En aquella nómina de escritores santafesinos, necesité expresar:
“En ese tiempo ya conocía a Gabriel, inquieto e inquietante, sonriente estudiante… Luego como sucedió con tantos ex -alumnos, nos encontrábamos y celebrábamos con alegría poder reconocernos… sin máscaras… Gaby escribió la Balada y cuando empezó a explicar su génesis, necesité nombrar a Julián Isidoro Ripa, maestro patagónico en la Colonia Cushamen, quien en aquellas circunstancias estudiaba Derecho como alumno libre en la Universidad Nacional del Litoral.
Llegó una mañana hasta el centromultimedios Biblioteca de la Legislatura de Santa Fe, y decidimos que su trabajo y la IBM de las bochitas podían concretar otra edición… Su propuesta para la juventud…
Así, joven, inició su Último Vuelo.
Sigue en mi memoria su mirada y su sonrisa… su voluntad de servir…
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“La balada del adiós”…
(Edición entregada con una banda blanca:
“La balada del adiós – Un canto a la vida y a la libertad”.
Dedicado “A toda la gente que hizo posible que esta historia fuera conocida”…)
La novela La balada del adiós está basada “en hechos reales que van desde julio de 1982 hasta noviembre de 1983. Comienza a partir de su encuentro en 1986, cerca de Ingeniero Jacobacci, en la provincia de Río Negro… mientras él viajaba hacia Chubut.
“Una de ellas, un maestro rural, la otra su joven esposa, ambos muy jóvenes, quienes enseñaban horas y horas, a los chiquitos mapuches a amar la vida, ya soñar mundos fantásticos a través del arte, la imaginación y la poesía, alejados de toda ‘civilización’. Por ellos, y sólo por ellos, hoy este relato llega hasta ustedes.)
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Tiempo después de aquellas anotaciones en la Cofrafía de los Duendes, al pie de la dedicatoria impresa en la tercera página de La balada del adiós, debí dejar otras señales difundidas desde el diario El Litoral de la capital santafesina:
Barraguirre, Gabriel Eduardo… Falleció en Rosario el 20/12/03…
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Hoy es viernes 22 de abril de 2005. Víspera de San Jordi y en España están terminando la organización de las ferias que en distintos espacios públicos son organizadas para celebrar el día del libro que coincide con la conmemoración del Último Vuelo de Miguel de Cervantes Saavedra: 23 de abril de 1616. [2]
Me emociona imaginar a los caminantes en la pequeña plaza situada frente a la Iglesia de Nuestra Señora del Loreto en Lloret de Mar, Gerona España… y durante esa placentera jornada primaveral, a una mujer que estará eligiendo el libro para entregárselo a un varón que ya habrá seleccionado una perfumada rosa para regalársela…
Necesité acercarme una vez más a la tradicional biblioteca “Mariano Moreno” de barrio Candioti y antes, dejé en el hogar de Mónica Marangoni un cordial saludo. [3]
Ahora, aquí…
“La revancha del sol”
Intuyo que difundir la obra de un escritor es una armoniosa forma de agradecimiento a quienes nos han regalado más que palabras, porque han dejado esbozos de sus claves interiores en sucesivas escrituras.
Con ese propósito, aquí, la reiteración de lo imaginado y sentido por Gaby -como solía nombrarlo cuando nos encontrábamos- y antes, la lectura de su dedicatoria manuscrita: “A la señora María / Elena con mucho aprecio / y cariño. / Gabriel.” [4]
Capítulo I.
Lentamente el tránsito se iba calmando: las bocinas de los automóviles ya casi no sonaban. El sol caía como un gran lucero en el lejano atardecer. El cielo era nítido y se podía observar la no tan lejana llegada de la primavera en los tímidos brotes de algunos árboles.
Las casas comenzaban a coronarse de estrellas. El pueblo empezaba a dormitar. El humo de las chimeneas de las pocas fábricas existentes yacía entre carbones apagados.
Mientras caminaba por los alrededores de la plaza “Libertad” me iba empequeñeciendo ante los robustos cipreses que se erguían junto a mí. De pronto divisé al viejo Juan sentado en un banco junto a otros de sus amigos, por supuesto, todos mendigos como yo, condición a la que habíamos llegado por distintas causas.
Al preguntarle cómo estaba, me respondió que ‘bien’ con ese tono amable, cordial, con esa sapiencia y tranquilidad que dan los años. Y allí nomás, comenzamos nuestro diálogo que a veces versaba sobre temas intrascendentes, pero en su mayoría sobre la vida.
Yo con mis pocos años y con la curiosidad que me rondaba le pregunté su opinión acerca del poder y del dinero.
Calmo como siempre me contestó:
-Mirá, Eduardito, esos son valores materiales de la vida. Hay un dicho que dice ‘El dinero no compra la felicidad’.
-Sí, hasta que llega el Propietario de la Vida y la Muerte y decide el alquiler lo tengan tus parientes.
No lo comprendí pues no podía resignarme a ese mundo de suciedad, miseria, soledad en el cual había nacido y mi única meta era juntar dinero para darle una revancha a la vida…
Entonces contraataqué y añadí:
-Con el dinero puedo dominar, someter y hasta esclavizar como hacen los patrones con los operarios de la vuelta, del galpón.
-Sí, hasta que ese vil metal termina esclavizándote a ti –me respondió sonriendo con una sonrisa tan, pero tan cansada como de hombre que está de vuelta. –Eduardo, mirá -y me señaló una pareja de enamorados que se hacían arrumacos como si el mundo les perteneciera y donde el amor, los sueños, las ilusiones fueran su hábitat de todos los días. Continuó: -Mirá el color de esas flores y sentí el calor que les da el sol; mirá los nidos de los pájaros en los cuales ni el interés ni la codicia de los hombres puede entrar. – A medida que hablaba, sus ojos se iban agrandando y su voz cambiaba de matiz.
Y en ese momento pregunté algo que luego me di cuenta que era indebido:
-Viejo, ¿cómo llegaste aquí siendo tan sabio?
-No siempre fui linyera. Aunque es una historia larga de contar y te puede resultar cansadora… Cuando tenía tu edad mi padre era un próspero propietario de unas hectáreas de monte, era el “Hacharal”. Poseíamos dinero y cada vez que viajaba a la ciudad adquiría libros de arte, pintura, lo que me apasionaba. Siempre fui un gran lector. Me fui cultivando. Adquirí conocimiento. Mi vida era el estudio… Pero un día aciago llegó una empresa extranjera al lugar con órdenes precisas del gobierno de turno y arrasó con los bosques, y los pequeños establecimientos madereros. Mi padre perdió todo. Quedó sin trabajo. Se dedicó amargado a la bebida y murió de pena y por el alcohol… Y de ahí empecé a vagar en un invierno durísimo que aún no había cesado.
-Los que siempre penamos somos nosotros. ¡Por qué siempre nosotros, los pobres! –exclamé.
-Oye, amiguito, en la vida a algunos les toca ganar y a otros les toca perder. A unos ser príncipes y a otros linyeras como nosotros.
-Pero… no me puedo resignar tan fácilmente a vivir setenta años en la miseria, en el sobrevivir continuo, pidiendo un pedacito de pan y que tantos te niegan.
-Hace más de veinte años que vivo así –añadió Juan.
-¿Cómo? –receloso pregunté.
-Y, de una manera fácil y sencilla. El calor se lo pido a un amigo, una verdadera estufa que con sus rayos me brinda a la vez abrigo, esperanza, libertad. Para beber acudo a la montaña y su manantial. ¡Qué mejor que beber agua pura antes que esos colorantes extranjeros que están matando a nuestra juventud!.
-No es para tanto. Sino no los tomaría nadie –acoté.
-La verdad de las cosas está en lo natural, en la poesía, en Dios.
-En ése no creo mucho pues sino no estaríamos todos aquí, luchando en cada invierno, codo a codo con la muerte –respondí airado.
-¿Eres tú capaz de morir por alguien más que tu propia sombra? –gimió. –Pensá en Él en una Cruz muriéndose para resucitar al alma de una humanidad tan, pero tan perdida…
Un silencio pesado cayó sobre nosotros. No tuve qué contestar y…
-Bueno –dije- otro día seguimos. Tengo que ir a trabajar al frigorífico. ¡A ver si tu Dios me ayuda a cargar las reses!
Emprendí la marcha como siempre, como todos los días, con esa esperanza tan remota de que alguna vez esto cambiara y tuviera una razón para vivir y no seguir viviendo por sobrevivir, como espantapájaro de la gente.
Trabajar hasta de noche. ¡Qué crueldad!
Dentro de toda mi inocencia, mi mayor tristeza era esa desolación que produce ser un solitario sin hogar, sin nadie que lo espera en ninguna parte, sin que el pensamiento de otro recaiga en uno. El “nadie” siempre. Nadie. Me hago constantemente la misma pregunta: ¿Podré ser feliz alguna vez?…
Pasaron las horas. La fábrica empezaba a abrir sus puertas. A la entrada de la misma encontré a Tomás, un hombretón joven, poseedor de unas espaldas tan grandes como dos cruceros juntos. Lo saludé interesándome por sus cosas.
-Y… mal. Mi mujer está muy grave; no tengo dinero. Imposible hablar de remedios… Me enteré, además, que mañana nos rescinden el contrato por haber estado en el último paro contra esos malditos explotadores –contestó amargamente.
-¡No puede ser! –exclamé desesperado.
-Sin embargo, así es.
-¿Qué haré? Ya no tendré ni esta changa para seguir “tirando” – Pero inmediatamente pensé en Tomás, en el pobre Tomás y su mujer. Su situación era más crítica que la mía. La injusticia era mayor…
-Mirá, Tomás, yo ya me las arreglaré. Por eso, mañana, esos pocos pesos que me pagarán te los regalaré como regalo para tu aniversario de bodas, que sé que será pronto.
-No, no lo puedo aceptar.
-No te preocupes. Yo no tengo nada. No tengo hijos a quienes mantener, un amor a quien amar… Y según Juan ésas son las cosas que valen y por las cuales hay que jugarse. Yo no pierdo…
Me miró sorprendido y con una mezcla de infinita ternura y agradecimiento gritó:
-Pibe. ¡Vos valés oro!
-Che, no es para tanto. Lo hago pensando en esas cosas que nunca tuve.
-Si algún día necesitás algo de mí y te lo puedo ofrecer, es todo tuyo.
-Gracias, amigo. ¡Hasta ese día!
Y emprendí la marcha pensando en la noche que se acercaba y tornaba todo negro sobre mí.
¿A dónde pasaría las horas de oscuridad? ¿Sobre los bancos de la plaza o debajo del puente “Inocencia”? Ya ni albergue me quedaba. No lo podía pagar. Y me habían desalojado.
Divisé un banco más alejado de los ruidos nocturnos, de las personas y el humo. Me acerqué y me recosté sobre él.
Comencé a pensar en lo que haría en la mañana siguiente, en las eternas caminatas que tendría que emprender para buscar o mejor, mendigar el alimento de cada día. El panorama era sombrío. Me invadió la desesperación. ¡Todos los días iguales! ¿Matices? ¡Ni soñarlo! ¿Es que mi vida nunca cambiaría?
Y el sueño, ¡bendito sueño!, se presentó. Dejé de pensar en mi difícil mañana. Miré el cielo y me dejé atrapar por esa calma, esa paz… Mañana lo mío no serían estrellas, sino más bien incontables angustias”. [5]
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Capítulo XI
Había recorrido más de veinte cuadras cuando avisté el cartel que señalaba el comienzo de la zona norte y redoblé mis esfuerzos. Empecé a mirara en cada banco, en cada rinconcito, en cada lugar posible. Pero no encontraba nada, ni siquiera rastros del Viejo Juan. Me entró la duda: Si Tomás había hablado con Juan, ¿dónde estaría Sol?
Preso del desaliento, me senté en uno de los bancos y en ese instante vi lo que parecía un despojo humano. ¡Y era el Viejo Juan!
Corrí como un loco a su encuentro gritándole sin cesar:
-¡Viejo! ¡Viejo!”
Se dio vuelta y me miró. Nunca olvidaré esa mirada. Me sobrecogió.
-¿Es que ya no me conoces, amigo?
Dos moneditas de hielo empezaron a rodar por sus gastadas mejillas. Nos fundimos en el abrazo tan largamente soñado. Y lloramos los dos juntos…
-No es para ponerse a llorar! –dije sin convicción- ¡Debemos alegrarnos! –agregué- ¿Dónde está Sol? ¡Tengo tantas ganas de verla!
-Eduardo, no lloro por la emoción, sino por la tristeza.
-¿De qué tristezas me hablás ahora que volví para ser felices con ustedes?
-Es que nunca más los volveré a ver caminar juntos, sonreír juntos, estar juntos…
-¿De qué hablás? ¡Si todavía tenés mil años para estar con nosotros!
-No me refería a mí, amiguito, sino a Sol.
-¿Qué pasa con Sol?, qué tiene, dónde está?
-Gira tu cabeza, Eduardo, y lo sabrás.
Angustiado giré mi cabeza y sólo vi las cruces de las tumbas del cementerio próximo. Y comprendí…
-¡No puede ser! ¡No puede ser, Viejo! ¡Me estás engañando! ¡No puede ser verdad! –exclamé entre sollozos.
-Este último invierno el sol casi no salió; todos los días fueron muy fríos, y aquella persistente tos de Sol se fue agravando cada vez más. No teníamos dinero para comprar los medicamentos…
-¿Por qué no me llamaron?, ¿por qué no me pidieron el dinero necesario? Sabían que lo tenía…
-Fue la voluntad de Sol la de no llamarte. No quiso que dejaras tu nueva vida. ¡Estabas tan bien en ella! Un día, viendo que la enfermedad se agudizaba, te escribí. Pero esa carta nunca tuvo respuesta, no respondiste a mi llamado.
-¡No puede ser verdad, no puede ser verdad! –una y otra vez me repetía hasta que no aguanté más y salí corriendo hacia el cementerio.
Entré y ciego fui al sector donde se alzaban las tumbas pobres, de los que se van sin tantos gastos inútiles en su despedida de esta vida efímera. Busqué y busqué hasta que finalmente hallé la tumba. Debido a lo avanzado de la hora, apenas pude leer su epitafio. En la parte superior de la loza, con letra sencilla, estaba escrita una pequeña frase: “Con la luz de tu sonrisa alumbraste este triste mundo”… A su lado yacían flores silvestres de desvaídos colores cubiertas con copitos de nieve, que caían lentamente dando la imagen de un paraíso blanco, tan puro como había sido el amor de Sol.
Mi rostro estaba mojado, mojado no por la transpiración sufrida por la carrera, no por la angustia vivida ni por la nieve. No, era por mis lágrimas que corrían mansamente por mis mejillas…
El frío era tan intenso que nadie se encontraba a mi alrededor: el gris del triste atardecer acompañaba mi dolor… Pensé algo extraño. ¡Sí! ¡Ésta era la revancha del sol! ¡Ésta era la revancha que me daba la Vida!… Y empecé a recordar aquel pasado no tan lejano, cuando en aquella primavera, el sol y el cielo nos pertenecían… Ahora mi presente sólo era frío, desolación, viento y nieve. Vino a mi mente un complejo para los niños, una placita llamada Libertad y un puentecito dedicado a la Inocencia.
La Libertad estaba rota y la Inocencia destruida. Ahora, en esos lugares se alzaban modernos edificios y nunca más el verde de la hierba iba a ser besado por el sol de la mañana. Había perdido todo en este invierno tan crudo. Había perdido mi inocencia, mis esperanzas; había perdido mi libertad, mi amor, y mi cielo había perdido el Sol.
Me sentía vacío, abandonado, sin pertenecer a este mundo… Y volvieron a desfilar ante mí imágenes de aquellos tiempos dorados que ya nunca volverían. Recordé aquellas largas caminatas por los parques, cuando nos sentábamos muy juntos para ver morir el día, aquellos fugaces besos inocentes, puros como el amor mismo… ¡Mi juventud perdida, tirada a la calle por valores tan efímeros e inexistentes como el dinero, el poder, la fama, la ambición desmedida!…
Sentí el calor de una mano en mi hombre. A mi lado estaba el Viejo Juan tan triste y apenado como yo.
-¿Qué harás ahora, Eduardo, que lo sabés todo?
-Estoy tan cansado, destruido. Ya nada me importa.
-Una vez yo me sentí igual que vos, pero una persona muy sabia me dijo lo siguiente:
“Sabrás que la fe agranda,
que la esperanza sostiene,
que el olvido mitiga,
que el perdón fortalece,
que la soledad cura
lo que el dolor no redime.”
Desde ese día llevo este mensaje siempre conmigo y vos hacé lo mismo, así aprenderás a ser más feliz.
-Y ahora… ¿qué pasará con nosotros, con nuestra triste amistad?
-A mí también me está llegando la hora de rendir mis cuentas, por eso no quisiera que me acompañes en mis últimos días. Así me recordarás siempre como aquel venerable maestro de la vida.
-¿Nos encontraremos algún día, Viejo?
-Sí, algún día volveremos a encontrarnos y no solamente nosotros sino también con Sol. Pero no será por un triste instante sino para siempre.
-¿Adonde queda ese lugar en el que nos encontraremos? Dime al menos como se llama.
-Ese lugar se llama Amor y queda allá, en algún lugar, cerca de aquellas estrellas que con tus ojos aún no alcanzas a ver.
-¿Seguro, Viejo?
-Sí, Eduardo, seguro. Ahora tenemos que separarnos y tristemente decirnos adiós, y hasta algún día.
Adiós, Maestro, no te defraudaré, adiós VIEJO hasta ese día. ¡Hasta el día del amor!
Con los ojos cargados de llanto vi como el viejo Juan se iba alejando con sus pasitos lentos y cargados de espera.
La noche había caído y me encontraba nuevamente solo, solo entre los vivos, solo entre los muertos.
Pensé que, quizás en este mundo, ese era mi destino: LA SOLEDAD.” [6]
(Así terminó Gabriel Eduardo aquella historia acerca de
la revancha del sol.
Es casi medianoche. La luna gira y gira; la vemos en cuarto creciente.
Era otoño cuando empecé a conocerlo en un aula con grandes ventanas y vidrios rotos…
Era primavera, en el momento de su Último Desprendimiento…
Se aceleran los latidos, mientras vuelvo a mirar la tapa blanca con letras azules y unas líneas, sólo unas líneas insinuando el misterio del trigal con espigas y de la luz del Sol…)
Nidia Orbea Álvarez de Fontanini.
Sábado, 23 de abril de 2005
Hora: 00:06:42
[1] La Cofradía de los Duendes se generó en el universo de “la mujer tallada”, “la cuidadora de azaleas”, “la Tacuarita”; “la mujer talada… y la mujer tarada”. La integran los Duendes Amarillo –periodista-, Azul –idealista, lírico…-, Gris -burocrático-, Verde –ecologista- y el último en anunciarse: el Duende Rojo, inquietante como los escalofríos en momentos de crisis… Adhieren a la Cofradía quienes se aproximan a… ¡el bosque! para admirar la fértil tierra, la armonía del follaje; el vuelo de los pájaros; sus nidos y sus originales conciertos convencidos de que “yo” es casi nada sin “tú”, sin “nosotros y ellos”…
[2] El 23 de abril de 1616 fallecieron Miguel de Cervantes Saavedra, nacido en 1547 en Alcalá de Henares, España; William Shakespeare (n. 1564, notable poeta inglés) y El Inca Garcilazo de la Vega, nacido en Cuzco en 1539, “hijo del capitán español García Lasso de la Vega y la princesa Isabel Chimpu Ocllo, estando emparentado por línea paterna con los grandes poetas del XV español: el marqués de Santillana y los dos Manriques; por línea materna era nieto del príncipe Huallpa Túpac, biznieto del rey Tupac Yupanqui y primo de Atahualpa. Abandonada su madre por el capitán, viene a España el Inca a los veinte años (1561), con objeto de solicitar la herencia de su padre; desheredado, se alista en la milicia sirviendo a las órdenes de Juan de Austria. Se afincó en Andalucía definitivamente, haciéndose sacerdote en edad madura”. Entre comillas, datos en: Parnaso – Diccionario Sopena de Literatura, Barcelona, Edit. Sopena, 1982, p. 322.
[3] Mónica Marangoni, hija de Pedro Raúl Marangoni (1915-17 de noviembre-2004). “La niña de los ojos”… del poeta, gigante de las letras y Patriarca de los Pájaros ¡Gastón Gori!… Su madre: Elda Rosaura Campana de Marangoni, mujer-paloma. Inquietantes hijos: Federico y Alejo.
[4] Barraguirre, Gabriel. La Revancha del Sol. Santa Fe de la Ver Cruz, Librería y Editorial Colmegna, 16 de octubre de 1984, manuscrito en la primera página. “Biblioteca Pop. M. Moreno / Marcial Candioti 3341, Santa Fe” Inventario Nº 11,684.
[5] Ibídem. Capítulo I, páginas 7-12.
[6] Ídem, Capítulo XI, p. 67-71.