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Por los caminos del Cielo

Sinopsis: Poetas y filósofos cerca de los pájaros.  Luis Franco / José Hernández / Ramón Gómez de la Serna /  Eduardo Carrasquilla Mallarino / Jorge Guillermo Federico Hegel.  Percepciones y descripciones.

“Por los caminos del Cielo”…

En la revista “Autoclub”, editada periódicamente por el Automóvil Club Argentino, con ese título e ilustrada por A. L. Raggio, publicaron una interesante crónica (que aquí es reiterada, con “negritas” en los nombres de las aves)…

 

Ha sido un poeta nuestro, Luis Franco, quien hablando de los pájaros argentinos, escribió una definición acerca del azul de estos litorales, especialmente acerca de las pampas y sus alturas: “el cielo más alado del mundo”.

Y en uno de sus poemas dice: “Ese gorrión que vuelve trae un chisme del cielo”.

Los que nos hemos criado viendo los grandes espacios cruzados por ese milagro de la Naturaleza que cambia de nombre, de color y de estilo en las alturas, llevamos la memoria y el alma signadas a saeta por los ahijados del aire.

Una torcaza borrosa en lo alto de un eucaliptus mira con desdén el vuelo lento de los chimangos, y así la lleva mi recuerdo de una tarde cualquiera.

Y ahí están las calandrias que musicalizan los juncales, y los “brasita de fuego” con el pecho encendido al rojo, y los gorriones siempre robando alimentos en cualquier parte.

Y la filosófica lechuza, tan calumniada pese a su bondad y a su coraje.  La lechuza no tiene tiempo para asustarse, porque tiene mucho que pensar.  Y las gaviotas devorando en fila los gusanos que el arado desnuda en su marcha, útiles colaboradoras de la siembra, que hasta se toman la confianza de posarse sobre el hombro de los aradores.  Estela blanca sobre la renegrida tierra, las gaviotas llevan a las llanuras un hálito de mar irremediablemente ligado al historial de sus travesías.  Como un punto fijo en el aire, muy, pero muy alto, el chajá lanza su alerta peculiar.  Uno piensa siempre que se trata de aquel mismo animal que alertó a Martín Fierro para que no sorprendiera la partida policial que lo rastreaba.

Ya lo dice el gaucho perseguido:

“Cuando el grito del chajá me hizo parar las orejas.”

Cuando se anda por los caminos de esta patria, es bueno mirar ese destino de cielo que viaja en las alas de nuestros compatriotas alados.

Toda la gracia, toda la picardía está en esa voltereta rápida con que el “cabecita negra” se burla del carancho, avecilla traviesa y valerosa como un cóndor.

Y sobre los parques rústicos aparece el esplendor de fuego de los cardenales despidiendo al sol, con el que rivalizan.

“Animalitos de Dios”, decían los paisanos de nuestras llanuras en el siglo pasado, y claro está que todos los animales tendrán que ser de Dios, pero para esa mitología campesina los pequeños dominadores del aire lo son por antonomasia.

En la ciudad nos olvidamos de la lección continua de los pájaros, ya que sólo podemos verlos en jaulas, y eso no es lo mismo.  Ellos son de verdad cuando andan libres, cruzando espacios inconmensurables y burlándose de nuestra pesadez terrestre que reposa en el fondo de un océano de aire.

A medias nos liberan los caminos, y muchas veces nos abstenemos de recorrerlos porque, a fuerza de asustarnos por cualquier causa, hasta nos asustamos de las distancias.

Hay siempre golondrinas volando de continente a continente en busca de la eterna primavera, mensajeras del sol y de la gracia.

No hay cementerios de golondrinas, porque seguramente han de tener pudor de la muerte.  En realidad, no hay cementerios de pájaros, y eso debe ocurrir porque ellos cuando se cansan de vivir, se van directamente al cielo.

No puedo dejar de recordar aquí una anécdota de Ricardo Rojas, a quien en una lejana tarde invernal y lluviosa fui a hacerle un reportaje.  No sé de qué manera apareció la conversación sobre los animales de nuestra tierra, y él me dijo entonces:

-Una de las cosas que más me gustan en pampa y sierra, son los pajaritos. Los tenemos de todo color y tamaño.  También tenemos los pájaros de cuenta, por culpa de los cuales muchas veces a mí se me vuelan los pájaros.

En otra oportunidad fui a entrevistar a Ramón Gómez de la Serna, recién llegado de España y habitante del barrio del Congreso.  Tenía una colección de globos con su gracia de juguete, y al respecto me informó muy seriamente:

Prefiero tener globos a tener pájaros.  No me gustan las vidas enjauladas.

Nunca estuve más cerca del alma del creador de las greguerías, tan imitadas más tarde.

Claro está que el amor por los ágiles dueños del cielo tiene sus variantes.  Hay la pasión gastronómica de esos devoradores de polenta con pajaritos, que han despoblado el cielo de más de un país, y los bestiales sujetos que ciegan a los canariospara que canten mejor”.

Pero es mejor que hablemos de los pájaros y dejemos a los hombres, porque no todos se llaman Guillermo Enrique Hudson, que añoraba en Londres, el estallido en plumas de los pajonales pampeanos.

Aquí la admiración por los cantores de lo celeste está a la vista en ciertas denominaciones.  A Carlos Gardel se lo llamaba “el zorzal criollo”, y cuando el poeta colombiano Eduardo Carrasquilla Mallarino fue despedido con una comida al regresar a su patria, Blomberg lo despidió en verso diciéndole en las líneas finales:

Eduardo Carrasquilla, no quiero que te vayas sin recordar que tienes, calandria de Colombia, tu nido en el ombú.

Sí, andemos por nuestros caminos criollos mirando al cielo, no dejemos de levantar la cabeza, que hasta para eso nos van a servir de ayuda los raudos señores del vuelo y la libertad.  Y para terminar, evoquemos la frase del gran filósofo alemán que fue Jorge Guillermo Federico Hegel, quien indicó:

“El búho de la sabiduría sólo levanta vuelo a la hora del crepúsculo.  Es sin duda el más pensador de los pájaros.”

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Lecturas: Nidia Orbea Álvarez de Fontanini.

                        Octubre de 2006.

 

 

 

 

 

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