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Graciela Geller (1945-2002)

Algunos datos para una biografía

Primera aproximación

Década del ’90: más confluencias.

1994: Graciela en el II Encuentro de Escritores del Sudeste.

1995: Zulma Celia, su hermana.

2003: jueves, en el litoral.

Tras el suspendido vuelo del colibrí.

Resonancia en Ceres.

 

Graciela Geller nació en Paraná, provincia de Entre Ríos, el 10 de febrero de 1945; es hija de Catalina Gruvman y de León Geller. Maestra Normal Nacional. Profesora en Letras Modernas y Licenciada en Literatura Argentina (1969, Medalla de Oro).  Casada, tuvo dos hijos: Gerardo y Daniel a Ferrero Geller.  Es considerada una escritora santafesina porque toda su obra fue realizada en esta provincia. El Fondo Editorial de la Provincia de Santa Fe editó El inconsciente en la creación literaria de Graciela Ferrero (Primer Premio “Ensayo”, volumen 5 seleccionado en 1980). Colaboró en páginas literarias de diversos diarios; asesoró para la edición de la revista Tierras Planas impulsada por la escritora Sonia Catela, también de Ceres (autora de Los soles perdidos, seleccionado en 1985 por el citado fondo editorial santafesino, volumen 11).  Obtuvo hasta 1995 aproximadamente veinte premios; en 1985 el Instituto de Cooperación Iberoamericana de España le otorgó una beca y así pudo conocer ese país y aproximarse más a la literatura española y a autores contemporáneos.  En suplementos de Cultura están impresos los diálogos con autores de distintas localidades, entre ellos uno con Lermo Rafael Balbi refiriéndose a su experiencia en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.   Al reproducirlo años después del fallecimiento de Lermo, Graciela insistió en la necesidad de recordar la obra de los artistas.

Ejerció la docencia; fue profesora en la Escuela de Enseñanza Técnica Nº 478 “Nicolás Avellaneda”.  Socia fundadora de la Asociación Gestáltica de Buenos Aires, filial Litoral y “pilar santafesina” en esa institución.  Entre sus últimas actividades compartidas en el rumbo del arte de vivir y convivir, hay que tener en cuenta que integró el Taller “Caminos y Palabras” ; colaboró en actividades de difusión cultural en La Casa del Sur de la capital santafesina -cercana a su domicilio- porque vivía en el edificio de calle Juan José Paso y 4 de Enero, frente al amplio Parque del Sur y a la avenida de Circunvalación.

Si se asomaba al balcón, podía ver la llanura y la laguna; más allá el río y algunas islas; más acá sus sueños rotos acompañándola aún en el edificio que supo construir con tesón y esperanza…

Recién había comenzado el verano del 2002 y el 25 de diciembre, Graciela inició su Último Vuelo.

Reposa en el cementerio israelita de Paraná, capital de la provincia de Entre Ríos.

(Uniéndonos ¡el ancho y torrentoso río Paraná!

¿Somos los ríos que vamos a dar a la mar?…

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Cuatro meses después, el desborde del río Salado provocó una catástrofe en toda la zona oeste, el agua cubrió hasta los techos de las casas en los esos barrios, por declive el torrente avanzó hacia el sur y la zona donde Graciela había vivido también quedó inundada.

Primera aproximación…

Conocí a Graciela Ferrero -como firmaba a principios de la década del ’80-,  en el Museo Rosa Galisteo de Rodríguez de Santa Fe, un sábado a la tarde de no recuerdo qué mes.  Participar en el taller literario que conducían Miguel Ángel Zanelli y Edgardo Pesante era una experiencia necesaria para saber algo más acerca de los grupos literarios santafesinos.  Ya había acumulado interesantes anécdotas en los momentos compartidos con amigos historiadores y escritores, en espacios donde era posible vislumbrar la lejana línea del horizonte, más allá del verde intenso de las islas.  Lo atractivo en el Museo, era intentar ampliar la proyección del arte de vivir y convivir.  Eran los momentos del encuentro con Ana –Hilda Quinodoz de Villanueva– y con Estrella –Quinteros de Scarpín-, amigas del alma a perpetuidad.  Me cerqué a ese lugar casi mágico sólo tres veces: recuerdo a Diana Mounnier, a Susy Tomas, a Graciela… la ceresina que llegaba con su sonrisa y su carpeta.  Leyó una tarde su poema relacionado con el Holocausto y el tocayo del escultor le preguntó por qué había usado la palabra “elam”.  En la sesión siguiente interrogó a Ana diciéndole que en uno de sus versos, la palabra “edificio” no era la adecuada. Rememoré el poema del titiritero poeta José Bartolomé Pedroni titulado El edificio y ese dato fue suficiente para fortalecer mis conclusiones.  Convencida de que para cualquier tarea es imprescindible la libertad, tuve la sensación de que parecíamos pájaros intentando volar más alto…  Cuando salíamos tras mi tercera visita al taller, el bibliotecario-poeta se acercó y refiriéndose al lapso de mis inasistencias, recordó “al hijo pródigo”.  Completé otro abc y los encuentros fueron desde entonces sin lugar ni horario preestablecido.  En la calle, en un acto, en una librería, podíamos disfrutar de la amistad y compartir sueños con los ojos abiertos.  Graciela hablaba eslabonando las palabras con una voz agradable.  Sabía qué pensaba y por qué se expresaba con su espontáneo estilo.

Década del ’90: más confluencias…

Una siesta, a principios de la década siguiente, mientras iba hacia el centromultimedios donde trabajaba, al pasar frente a la Iglesia de Nuestra Señora del Carmen, encontré a Graciela con Danilo Doyharzábal caminando hacia el norte.   Pocas palabras pero una comunicación intensa.  En mi espíritu estaban las señales de sus escritos: A vuelta de mordaza entre los de ella, El Grito y Los Gritos entre los del hombre de la pipa, hermano-compañero a perpetuidad.

Distintas circunstancias han aniquilado mi entusiasmo por salir y participar en actos culturales: presentaciones de libros, exposiciones, conciertos, teatro… Desde el ’98, recorro el pasillo hasta la calle sólo para las rutinas y a veces, me emociona encontrarme con miradas que estaban implícitas en mi imaginación y en mis afectos. Así sucedió una siesta, cuando pasó Graciela Geller y sorprendida me dijo: ¿vivís acá?…  Le dije que la esperaba si disponía de tiempo para conversar, pero fue otro de tantos propósitos regalados al aire que vivifica nuestros anhelos.

1994: Graciela en el II Encuentro de Escritores del Sudeste.

En octubre de 1994, llegaron hasta la provincia de Santa Fe artistas de distintas latitudes para participar en el segundo encuentro de escritores del sudeste.  Allí estuvo Graciela Geller y expuso algunas “intimidades literarias de una ensayista sudaca”, como solía decir parafraseando a algunos españoles -también argentinos residentes allí-, que usan con frecuencia esa palabra para referirse a los pobladores de Hispanoamérica con evidente desdén, aunque suelen estar bastante interesados por el conocimiento de los vaivenes políticos sociales en esta parte del continente, básicamente por la incidencia directa que pudiera tener sobre sus proyectos…  [1]

Graciela expuso algunas de sus impresiones durante la jornada del 12 de agosto -sabría ella de qué año- refiriéndose a su novela “Las cuarenta velas” publicada cuando comenzaba a transitar los primeros peldaños de la quinta década de ascendente vida.

El texto es breve.  Graciela ha sido una mujer que no callaba cuando debía hablar.  En los escasos momentos compartidos, percibí que ante una duda prefería no opinar.

En aquel día de conmemoración de la Reconquista de Buenos Aires (1806-1807, después de una de las tantas invasiones inglesas-, Graciela anotó lo expresado por el escritor que ya había leído su último libro editado hasta entonces:

“¿Qué pretendiste hacer? ¿Un alegato feminista?  Deberías rehacerlo.  Tiene un buen título y posibilidades interesantes?”

(Contundente el escritor

 Imagino “la mirada” de Graciela en el instante del impacto, intuyo ese “ver” más allá de lo visible y lo tangible)

 Al día siguiente, Graciela escribió, escribió, escribió… dejó que los duendes completaran la trama sobre la urdimbre de sus sensaciones.

La memoria dejó las señales que generaron algunas claves en torno a la vida de aquel escritor:

“…Eligió una compañera inteligente.  Que le dedicó su inteligencia.  Preparó sus comidas, tendió su cama, lavó sus pisos, educó a sus hijos, corrigió sus originales, opinó sobre sus logros y desaciertos, organizó su carpeta de recortes, lo acompañó en sus viajes de estudio y en sus viajes de expositor y en los viajes en que fue reconocido.  Presenció desde afuera sus deslumbramientos con nuevos escritores, a los que él adoptaba como discípulos.”

Enseguida fluyó el íntimo examen y sin proponérselo, esbozó otra parte de su autobiografía:

“Yo fui una.

Que se sintió elogiada como él dijo:

-Me da placer hablar con vos, leer lo tuyo.  Sos una de las pocas mujeres que tiene talento.

Eso fue antes.

Ahora me preguntó:

-¿Pretendiste un alegato feminista?

Hago memoria.

Recuerdo la época en que escribía la novela: aún no me había divorciado, vivía en un pueblo rural y sólo me trasladaba a ciudad más grandes cuando conseguía tiempo y dinero para mí.  Entonces visitaba bibliotecas, dialogaba con otros escritores y proseguía mi discontinuo tratamiento sicoanalítico.

Yo deseaba leer y escribir en todo momento, pero el entorno no me lo permitía.  La gente del pueblo, que me contenía en muchos aspectos, no se prestaba a mis diálogos intelectuales, para colmo femeninos.

Mi marido -a quien amé- armó prolija y cotidianamente sus estrategias de combate contra lo que se denominaban mis excentricidades. Al mismo tiempo me imponía modelos de  conducta contradictorios, que yo me esforzaba vanamente por reproducir, a los fines de no perder su compañía ni su estima.  Mis hijos interferían en mis proyectos escriturales, como ocurre con todos los niños del mundo.

¿Cómo iba a pretender un alegato feminista en medio de tanto desorden y desconcierto.

Sólo pretendí mostrar una mujer anónima, sin estudios secundarios completos, pero con inquietudes y ganas de vivir. Que el medio mutiló sistemáticamente.

Ni ella ni el resto de los personajes tuvo nombre, quizá porque son cualquiera.

Siete años después de ese inicio, corregí la última escritura, la que abordó la antesala de la imprenta.  Ya me había divorciado, vivía en esta ciudad y transitaba otros dolores, pérdidas, alegrías, hallazgos.  Además, empezaba a identificarme con una frase de Simone de Beauvoir, pegada en todas las paredes de mi casa: ‘Sentía que ya no podía contar conmigo misma’

De modo que alegato feminista, no.  Ni feminista ni nada.  Las novelas son creaciones literarias y los alegatos, alegatos.

A mí me atrapó una historia y quise escribirla.  Claro que no casualmente, sus secuencias tuvieron que ver con mis sentimientos, anhelos, fracasos, sensaciones, experiencias y búsquedas.

A mí me atrapó una historia y la convertí en texto literario.  Sin doctrinas, sin consignas, sin exigencias ideológicas.”

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“No esperaré hasta los ochenta años para decir qué siente una mujer frustrada de cuarenta.  No tomaré distancia.  No privaré a mis criaturas de mis propias vivencias, exitosas o equívocas.  No corregiré más mi novela”.

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”Ignacio: veo que no te da el placer de antes leer lo mío.  Quizás te lamentes de que una de las pocas mujeres -que a tu criterio- tenía talento, ha dejado de escribir lo que el criterio tradicional ha decretado como ‘bien.

Pero amigo, ésta es mi vida, ésta es mi literatura, ésta es mi feminidad, éstas son mis lectoras.  Tu discípula (agradecida) ha crecido.  Tu hija literaria cortó el cordón.  Y le están surgiendo -¿las ves?- sus propias alas.”

(Contundente también la respuesta…  Nada imagino.)

 

1995: Zulma Celia, su hermana…

La publicación de la interesante recopilación de biografías de mujeres santafesinas realizada por Gloria C. de Bertero -con algunos colaboradores- y editada en 1995, generó más confluencias.  Tras algunas referencias biográficas de Graciela, está también la fotografía de Zulma Celia Geller, su hermana mayor, “Instructora de Ciegos-Poeta”, nacida el 24 de octubre de 1937 en Arequito (departamento Caseros, provincia de Santa Fe). p.262

    (Ver en documentos de SEPA –Servicio de Educación  por el Arte, la carpeta “Arte de vivir y convivir”, subcarpeta “Hacedores”.)

2003: jueves, en el litoral…

En la sección Artes & Letras  del diario “El Litoral” de Santa Fe de la Vera Cruz, el jueves 3 de abril de 2003 sonreí al ver la fotografía de Graciela Geller –de marzo de 2002- y en el ángulo superior derecho, la reproducción del cuadro Madre Tierra de Norma Catinot de Guastavino -otra amiga del alma-, elaborado en 1992 y reproducido ahí en la escala del blanco al negro.  Una vez más, se aceleraron los latidos…

Tras el suspendido vuelo del colibrí…

La noche del 3 de abril, leí en el diario El Litoral, lo expresado por Mirna Guerrero “Sobre Graciela Geller”:

“Duermo. Un extraño ruido interrumpe la placidez del descanso, tras el festejo de la nochebuena compartida entre amigos.  Entreabriendo los ojos puedo ver al colibrí batiendo sus alas.  Está en el centro de la habitación, suspendido, mirando hacia la ventana, sin comprender –pienso- que puede salir por donde entró…”

“Cuando pude despertarme realmente, varias horas después, comprendí que había vivido una experiencia milagrosa.  Anoté el suceso en el cuaderno, sabiendo que tarde o temprano comprendería el mensaje de tan pequeño ángel.

El 31 de diciembre, por la tarde, me llega la noticia de la muerta de Graciela Geller.  /…/  La había visto hacía pocos días, un lunes, de pura casualidad, mientras iba en bicicleta por J. J. Paso y ella esperaba el colectivo.  Me detuve para saludarle y para saber cómo avanzaba la presentación de la obra sobre su gran amiga Adriana Díaz Crosta. ‘Es el 8 de marzo… me explica- aprovechando que es el Día de la Mujer’…”

(Necesito comentar que conocí a Adriana a principios del otoño del ’89, llegó hasta nuestro hogar con su carpeta y sus poemas.  Adhirió al proyecto “Palabras para compartir” e integró el tercer fascículo, seleccionado el poema “Te quiero”. p. 91

Nos encontramos pocas veces, estuve en la inauguración de su muestra “Rehenes” presentada en el centro cultural de la Fundación Bica, en la cercana ciudad de Santo Tomé.  Era tan espontánea que enseguida descubría las señales de sus percepciones y conclusiones…)

“No vi la sombra de la muerte rondándola, de ahí que me resulte inexplicable.  Pude sentir su cansancio o su tristeza por la situación general del país, pero no su adiós definitivo, esa especie de graduación de su vida en este mundo.

La conocí como un ser leve y luminoso, buscando o transitando un camino hacia el mundo fraternal del hombre, hermanada consigo misma y con los otros seres vivos.

No fuimos de esas amigas fundamentales, de años compartidos o de experiencias inolvidables.  Nosotras construíamos una red de amor difundiendo la poesía, inhabitable de belleza, de la vida, del ser como depositario de la creación en cada encuentro breve pero feliz.

Evoco su mirada transparente y limpia; su sonrisa suave, su humanidad…”

“Tengo que creer en los milagros desde ahora.  Aquel colibrí me obliga a creer que los ángeles existen, que transforman el aire, que abren ventanas…”

  Resonancia en Ceres…

Meses después, estuve en Ceres invitada por Ime Biassoni Morbidoni para celebrar el vigésimo aniversario del taller de arte Luz y Lorca.  Aunque dicen que nadie es profeta en su tierra, ese grupo de niños y jóvenes recordaron a Graciela Geller con algunas interpretaciones de sus trabajos literarios.  En la pausa, volví a sentir una sensación semejante a la del último diálogo con ella -en la puerta de nuestro hogar-, pero a la inversa: aquel día luminoso ella hablaba y al escucharla, intuía que su ánimo había declinado –quizás tanto como el mío- y esa noche en su pueblo natal mientras fluían las remembranzas me conmovía el misterio de la trascendencia e intuía una potente presencia inmaterial, inexplicable.

(Aproximaciones y síntesis: Nidia Orbea Álvarez de Fontanini.)

 

[1] Santa Fe de la Vera Cruz, República Argentina. Diario “El Litoral”, jueves 3 de abril de 2003, p. 12.  Reproducción de “12 de agosto” y “13 de agosto”, anotaciones de Graciela Geller expuestas en aquel Encuentro del ’94.

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