Vivencias hasta los veinte años.
Cerca de Urquiza: vivencias y relatos.
Mansilla en la batalla de Curupaytí.
Aproximación a su labor periodística y literaria.
“De cómo el hambre me hizo escritor”.
Nieto de Andrés Ximénez de Mansilla, fallecido en 1806 mientras participaba en la defensa de Buenos Aires durante las primeras invasiones inglesas. Hijo del general Lucio Mansilla y de Agustina Ortiz de Rozas, hermana del brigadier general Juan Manuel Ortiz de Rozas -más conocido como Juan Manuel de Rosas-. Lucio Victorio, nació en Buenos Aires el 23 de diciembre de 1831. [1]
Cursó estudios primarios y secundarios en el Colegio de Monsieur Clamont. Era un joven enamoradizo, intentó fugarse con una joven modista francesa y sus padres influyeron para que estuviera con su tío Gervasio.
Vivencias hasta los veinte años…
En aquella época tan cercana a la revolución del 25 de mayo de 1810 y en el seno de una familia dedicada a los asuntos de la administración pública y a los trabajos rurales, su formación en un ámbito de responsabilidades y de trabajo fue consolidándose con las experiencias personales. Para realizar negocios encomendados por su padre, viajó a la India siendo un joven de diecisiete años y solo, recorrió distintas latitudes sin cumplir con la misión comercial. Retornó a mediados del siglo, cuando la Confederación de provincias seguía intentando avanzar hacia una organización nacional.
Estaba en Buenos Aires cuando se produjo la batalla de Caseros, ya tenía veinte años de edad y fue testigo de los acontecimientos que determinaron el fin del gobierno del Brigadier. Como sucede al producirse tales cambios políticos, con su padre decidieron embarcarse y navegar hasta llegar a un puerto más seguro: junto a Domingo Sarmiento desembarcaron en Río de Janeiro y desde allí, los Mansilla se dirigieron a Europa y vivieron en París.
Cerca de Urquiza: vivencias y relatos…
Día a día con distintos paisajes y diferentes personalidades, va acumulando señales y claves que le servirán para comprender algo más acerca de las conductas de los humanos, sus tendencias, sus vicios y virtudes. Los latentes signos que pulsan en su memoria, en determinados momentos lo impulsan a hablar o a relatar, también a escribir.
Lucio Victorio Martínez regresó a Buenos Aires y el 18 de septiembre de 1853 se casó con su prima Catalina de Rosas y Almada que vivía en Chascomús. En 1857 estuvo cerca del general Justo José de Urquiza que gobernaba la Confederación y de mayo a octubre estaba en la ciudad de Paraná, frente a la capital santafesina.
El ministro Salvador María del Carril lo nombró secretario y luego fue electo diputado suplente por la provincia de Santiago del Estero.
(Así sucedía en aquel tiempo, los límites interprovinciales poco importaban cuando había que elaborar las listas de candidatos para cargos electivos o administrativos…)
Mansilla en la batalla de Curupaytí…
Declarada la guerra contra el Paraguay, integró el ejército nacional, fue secretario de Mitre y participó en la batalla de Curupaytí, el 22 de septiembre de 1866, circunstancia en que murió Dominguito, el hijo de su amigo Sarmiento.
El historiador José María Rosa destaca que la lluvia hasta el 20 impidió desarrollar el plan de la batalla y que se concretó sobre un terreno fangoso: “cañoneo al amanecer, el ataque a la bayoneta sería a mediodía”… a la tarde el encuentro “sobre el presunto flanco de los paraguayos.”
“Todo anduvo mal… Diez mil, entre argentinos y paraguayos quedaron tendidos en el fangal de Curupaytí; las bajas paraguayas fueron exactamente 92. El 24 Mitre da el parte de batalla disimulando la derrota.” [2]
Lucio Víctor Mansilla ascendió el 20 de octubre de 1868 al grado de Coronel, por decisión del sanjuanino Faustino Valentín Quiroga Sarmiento, presidente de la Nación -conocido en las historias de la Historia como Domingo Faustino Sarmiento, porque su madre era devota del Santo y así lo nombró desde su nacimiento y lógicamente eliminó Quiroga el sanjuanino, porque no quería ni siquiera ese vínculo con el caudillo riojano Facundo Quiroga…
Cuando terminó la guerra contra el Paraguay se generó una epidemia de cólera y de fiebre amarilla, en las provincias limítrofes con la cordillera de los Andes seguían enfrentándose los caudillos para defender sus espacios y también intentando rearmar sus batallones, porque los envíos durante aquella guerra fueron agotando las escasas reservas.
Le encomendaron la jefatura de la Frontera en Río Cuarto (provincia de Córdoba); comenzó a organizar diferentes partidas para controlar los movimientos de los indios ranqueles.
Diputado durante el gobierno de Juárez Celman, presidente de la Cámara en 1890.Luego obtuvo el grado de general de división.
En 1896 fue designado para integrar la representación argentina en Berlín (Alemania) y una vez más recorrió varios países europeos.
Octogenario y ciego, falleció el 9 de octubre de 1913 en París y sus restos fueron trasladados a la Argentina.
Aproximación a su labor periodística y literaria…
Es recordada su polémica con Olegario Víctor Andrade acerca de la historia de Entre Ríos, iniciada tras la publicación de una nota de Andrade destinada al presidente Nicolás Avellaneda, pidiéndole que vencido Ricardo López Jordán por el general Ayala, lo alejara de esa provincia para disminuir su poder y evitar que se repitiera la experiencia anterior con Gervasio de Artigas y el general Lucio Mansilla, su padre.
También se comentó un incidente en 1877 porque José Mármol en su novela “Amalia” había difamado a su madre. Lucio fue encarcelado y debió pagar una fianza de cien mil pesos, una vez más ayudado por su tío Gervasio.
En Paraná se dedicó al periodismo, dirigió impresiones del “Argentino” junto a Alfredo de Grati. En 1888 trabajó en la redacción de “Sud América” y desde esas páginas difundió “Couseries del Jueves” -casi conversaciones con amenas anécdotas-, luego editadas en “Entre-nos”. (Primera edición en Buenos Aires, Casa Editora Juan A. Alsina, 1889.)
Lucio Víctor Mansilla es considerado un destacado novelista de la generación del ’80 y se insiste en que su primer libro editado -el relato sobre la excursión al encuentro de los indios ranqueles-, revela su característica “de conversador exquisito”. [3]
Algunas de sus obras…
– “Una excursión a los indios ranqueles” (relato histórico).
– “Entre nos” (Causeries, textos publicados en el periódico Sud América, luego editados en cinco volúmenes. Conversaciones que realmente son “con versaciones” porque van generando oportunas conclusiones…
– “Retratos y recuerdos”.
– “Máximas y Pensamientos”.
– “De Aden a Suez”.
– “Rosas”.
– “Mis memorias.
“De cómo el hambre me hizo escritor”
Al señor don Mariano de Vedia.
Si vous voulez bien parler et bien écrire,
n´écoutez et ne lisez que des choses bien
dites et bien écrites BUFFON
SALÍ de la cárcel… así como suena, de la cárcel; no han leído ustedes mal, -puedo declararlo bien alto y en puridad; tanto más, cuanto que, siendo honrosos los motivos, como los míos lo fueron, hace más bien que mal saber prácticamente que diferencia hay entre la crujía y la celda, -y, como Gil Blas, dueño de mi persona, y de algunos buenos pesos, me fui al Paraná.
Digo mal, no me fui precisamente como Gil Blas, porque éste le había hurtado algunos ducados a su tío, y la mosca que yo llevaba habíamela dado mi queridísimo tío y padrino, Gervasio Rozas.
Pero llevaba cierto bagaje de malicia del mundo, que le hacía equilibrio á mi buena fe genial.
Yo me decía, estando en el calabozo: “Cuando me pongan en libertad, -padecía por haber defendido á mis padres-, haré tal o cual cosa”…
La prisión me había hecho mucho bien. ¡Cuán instructivas son las tinieblas!
El hombre propone, Dios, ó el Otro dispone.
No hay quien no tenga su ananké, prescindiendo de la lucha entre el bien y el mal, que será eterna, como aquellos dos genios de lo bueno y de lo malo: Dios, ó el Otro.
Me pusieron en libertad, -si en libertad puede decirse ser desterrado, y todos aquellos castillos en el aire, hechos á la sombra y en las sombras, se desplomaron, zapados por lo inesperado de mi nueva situación.
Aquella transición fue como pasar de lo quimérico á lo real; tiene uno que volver a hacer relación consigo mismo, que preguntarse: ¿Quién soy? ¿Qué quiero?
¿Adónde voy? – Y no andarse con sofismas é imposturas.
Cuando me pregunté ¿quién soy? La voz interior me dijo: “un federal de familia”. Y no digo de raza, porque mi padre fue unitario, en cierto sentido.
Cuando me pregunté lo otro, el eco arguyó elocuentemente: “Vas donde debes, tendrás lo que quieres”.
Efectivamente, en el Paraná gobernaba el espíritu de la Federación.
Buenos Aires estaba, por eso, segregado.
Explico mi fenómeno, no discuto ni provoco discusión.
Llegué al Paraná: llevaba la bolsa repleta, é hice como la cigarra.
Tuve amigos en el acto.
Se acabó el dinero; los amigos desaparecieron, como las moscas cuando se acaba la miel.
El mundo es así; no hay que creerlo tan malo por eso; es mejor imputar esos chascos á la insigne pavada de la imprevisión, que es la más imperdonable de todas las pavadas.
Mi insolvencia de dinero era mayor que la insolvencia capilar de Roca ó la mía propia, que por ahí vamos ahora. Tout passe avec le temps, y el pelo, con las ilusiones.
Me quedaban cinco pesos bolivianos, y como dicen en Italia, la ben fatezza de mi persona, ó la estampa, como dicen en Andalucía. ¡Y qué capital suele ser!
En Santa Fe se aprestaban para una fiesta; querían, bajo los auspicios del pobre viejo don Esteban Rams y Rubert (él construyó la casa donde está el Club del Plata), hacer navegable el río Salado, -é inauguraban su navegación.
Todo el mundo estaba loco en Santa fe: todos eran argonautas: era el descubrimiento del vellocino de oro.
Cinco pesos bolivianos, lo repito, me quedaban ¡nada más!
Pues á Santa Fe, me dije, ya que aquí no me dan nada los federales; y me largué al puerto, haciendo cuenta así: dos reales de pasaje, con el Monito. Era éste un botero muy acreditado, el que llevaba la correspondencia, algo como un correo de gabinete, mulatillo de color, pero blanco como la nieve en sus acciones.
Doce reales de hotel, en tres días… (si no me quedo), me sobra, tengo hasta las allumettes chimiques del estudiante… adelante.
Llegué.
Al desembarcar, un federal me reconoció, -ya era tiempo – y me llevó a su casa: era un excelente sujeto, listo, perspicaz, bien colorado, con su platita, con familia interesante, y lindas hijas.
Los dioses se ponían de mi lado. – Llega usted, me dijeron, en el mejor momento, ¡qué gusto para nosotros!
-“Mañana estamos de fiesta, de gran fiesta”; y me explicaron y me demostraron la navegación del Salado, que no había quien no conociera al dedillo, lo mismo que en los placeres no hay quien no sepa lavar un poco de arena, para extraer un grano de oro.
La hospitalidad me había puesto en caja. Yo no era otro, pero me sentía otro. Vean ustedes lo que es no estar solo; ¡Y después predican tanto contra las sociedades de socorros mutuos, como la Bolsa! Dormí bien. ¡Oh! Sed siempre hospitalarios, hasta los que os llevan sus primeras elucubraciones. Pensad cuántos no serán los ingenios que se esterilizan por no tener dónde ubicar.
Al día siguiente, á las 10 de la mañana, estábamos á bordo de un vaporcito, empavesado, que era una tortuga, que no pudo con la corriente, contra la que podía las canoas criollas – y no se navegó el Salado; pero se navegaría…
¡Ay del que se hubiera atrevido á negarlo! Sería como negar ahora, por ejemplo… á ver algo en lo que todos estemos de acuerdo, para no chocar a nadie.
Ya lo tengo… que hace más frío en invierno que en verano.
La flor y la nata de ambos sexos santafesinos estaba allí. Yo me mantenía un tanto apartado, dándome aires: tenía toda la barba, larga la rizada melena, y usaba un gran chambergo con el ala levantada, á guisa de don Félix de Montemar.
Mi postura, mi continente, mi esplendor juvenil, llamaron la atención de don Juan Pablo López (á) Mascarilla (el pelafustán, según otros), gobernador constitucional, en ese momento, y dirigiéndose á mi huésped, le dijo:
– ¿Quién es aquel profeta?
- Romántico o poeta, ó estrafalario, ó algo por el estilo -algo de eso, ó todo eso, quiso implicar y no otra cosa. Tenía quizá el término, no le venía a las mientes. Veía una figura discordante, en medio de aquel cuadro uniforme, de tipos de habituales -la incongruencia lo chocaba sin fastidiarlo-, y expresaba su impresión vaga, confusa, insaisissable, inagarrable, como caía, tomándola por los cabellos, y la sintetizaba, calificándome de profeta.
¡Oh! Esta afasia de la mente, que no suele tener con ella alguna relación, no es sólo una enfermedad de la ignorancia supina. Cuántos que tienen cierta instrucción no emplean términos que, para entenderlos ¡hay que interpretarlos al revés!
Era este caudillo un curiosos personaje; hablaba con mucha locuacidad, amontonaba á barrisco palabras y palabras, con sentido para él, pero que el interlocutor tenía que escarmenar para sacar de ellas algo en limpio.
Fuimos amigazos después.
Un día, queriendo significarme que él no era menos que Urquiza -su émulo-, menos que otro, me dijo:
- “Porque, amigo, ni naides es menos nadas, ni nadas es menos naides”.
¡Qué tiempos aquéllos!
Los santafesinos no vieron lo que esperaban, ni los santiagueños tampoco: decididamente no era navegable el Salado, ó los ingenieros sablunares no daban en bolas. Había que recurrir a ésos de que nos hablan algunos astrónomos, los cuales pretenden que en planeta Marte, se habían abierto canales y operado transformaciones -que de seguro no sospecha aquí Pirovano, con todo su elenco selecto del Departamento de Ingenieros.
Pero, ¿qué importaban que las cosas no hubieran andado, como se deseaba?
¡Aquí sería de la humanidad sin esperanza!
Era necesario contar, difundir, divulgar lo hecho, lo intentado y lo tentado, sobre todo, describir la fiesta.
Resolví acostarme, después de haber pasado un día agradabilísimo, – para los dos que lleva todo hombre dentro de sí mismo, porque observé y comí.
Me despedí de mis huéspedes, me fui á mi cuarto, y cuando había comenzado a despojarme, llamaron á mi puerta, preguntándome si podía entrar.
– ¿Cómo no? Repuse.
Era el dueño de la casa.
- Amigo, vengo á ver si le falta algo.
- ¡Nada, estoy perfectamente, gracias!
Me miró, como quién no se atreve á atreverse, y atreviéndose, por fin, me dijo:
-Tengo que pedirle a usted un servicio.
-Con mucho gusto, le contesté; pero estando á un millón de leguas de sospechar que yo pudiera hacer otra cosa, que no fuera casarme otra vez (lo que había hecho pocos meses antes), con alguna de sus hijas.
Yo era muy pánfilo a los veintitrés años, á pesar de mis largos viajes, de mis variadas lecturas, y de las picardías que había hecho y visto hacer.
Fue más lento mi desarrollo moral, que mi desarrollo intelectual.
– Pues bien, necesito que usted me escriba la descripción de la navegación del Salado, para mandarla a publicar en el diario Paraná.
– ¿Yooo?
– Sí, pues; pero sin firmar: yo la mandaré como cosa mía.
– ¡Si yo no sé escribir, señor!
– ¡Cómo! ¡Usted no sabe escribir y ha estado en Calcuta! ¡Y habla una porción de lenguas! ¡No me diga, amigo!
– Le aseguro que no sé, que no he escrito en mi vida, sino cartas á mi mamita y á tatita, y hecho una que otra traducción del francés.
– Ah, ve usted. ¿Y eso no es escribir?
No hubo que hacer: yo tenía que saber escribir. Aquel hombre lo quería: me había dado hospitalidad.
– Bueno, le dije, haré lo que pueda.
Brilló un rayo de felicidad en sus ojos.
– Voy a traerle todo.
Se fue y volvió trayéndolo – nos despedimos.
Me puse a llorar en seco.
Me sentía desgraciado; ¿en castigo de qué pecado había ido yo á Santa Fe?
Era toda mi inspiración sobre la navegación del Salado.
Mis cinco bolivianos no habían mermado, sino de dos reales, importe del pasaje pagado al Monito. Pero, ¿qué era eso en presencia de la fatalidad, que me sorprendía “hiriéndome como el rayo al desprevenido labrador”?
¿Qué pararrayos oponerle a mi malhadada suerte?
Me senté, me puse á coordinar esas como ideas, que no son tales, sino nebulosas informes del pensamiento.
Poco á poco, algo fue trazando la torpe mano: borraba más de lo que quedaba legible. Tenía que describir lo que no había visto: la navegación de lo innavegable, de lo que era peor, lo que había visto, lo innavegable de la navegación -y solo me asaltaban en tropel- recuerdos de la China y de la India, de la Arabia Pétrea y del Egipto, de Delhi, del Cairo y de Constantinopla; no veía sino desierto en todo, pero desierto sin fantásticas Fata Morganas siquiera, y todo al revés, dado vuelta.
Era un pêle-mêle de impresiones en fermentación.
¡Qué noche aquella!
Como quien espanta moscas, que perturban, las fui desechando, desenmarañando, y pude, al fin, sentirme algo dueño de mí mismo, y haciendo pasar lo que quería del cerebro á la punta de los dedos, escribir una quisicosa, que tomó forma y extensión.
Fue un triunfo de la necesidad y del deber, sobre la ineptitud y la inconsciencia. Yo no sabía escribir, pero podía escribir. ¡Ah! Eso sí, no escribiría más. No había nacido para tales aprietos y conflictos.
Al día siguiente, mi huésped llevóme el mate á la cama, en persona, y con la voz más seductora me preguntó, “si ya estaba eso”, echando al mismo tiempo una mirada furtiva á la picota de mi sacrificio intelectual, donde yacía desparramada en carillas ilegibles, para otro que no fuera yo, mi hazaña cerebral de héroe por fuerza.
– A ver – dijo con impaciencia.
Me puse á leer, con no poca dificultad, pues yo mismo no me entendía.
– Bien, muy bien, perfectamente -decía á cada momento, exclamando una vez que hube concluído: ¡Ah! mi amigo, ¡qué servicio me ha hecho usted!
Yo estaba atónito.
Positivamente, como Mr. Jourdain, había escrito prosa sin quererlo
– Ahora, me dijo, me lo va usted á dictar.
Pusimos manos a la obra, y á las dos horas estaba todo concluido, con una atroz ortografía.
Pero yo me decía, como el cordobés del cuento, al que le observaron que el gallináceo que llevaba lo pringaba: “¡para lo que es mía la pava!”
Mi huésped se fue.
Almorzamos después y el día se pasó sin ninguno de esos incidentes, que se graban per in aeternum, en la memoria de un joven.
Pero mis cinco bolivianos disminuían…
Y vosotros, sólo comprenderéis mi situación, los que os hayáis hallado, habiendo nacido en la opulencia, reducidos á tan mínima expresión monetaria.
Pensé en regresar; en el hotel Paraná tenía crédito; escribiría además á Buenos Aires.
Estaba escrito que me había de quedar allí.
¿Qué había pasado?
Mi huésped había leído en pleno cenáculo oficial, como suya, mi descripción; no le habían creído, lo habían apurado, había tenido que declarar el autor.
Entonces, el ministro de Mascarilla, que le debía su educación á mi padre, que no se me había hecho presente, mirándome de arriba abajo, casi con desdén, exclamó: Discípulo mío en la escuela de Clarmont, latinista, gran talento, se llevaban todos los premios, entre él y Benjamín Victoria (falso, falsísimo por lo qué á mí respecta). Y al día siguiente se me presentó, para hacerme sus excusas, que yo acepté, encantado -pues solo más tarde caí en cuenta.
Mi magnífica descripción había marchado para el Paraná. Allí se publicaría en el Diario Oficial. En Santa Fe, no había diario; así habló él, continuando:
– ¿Y, qué piensa usted hacer? (Ya lo sabía por mi huésped, con el que yo había tenido mis desahogos).
Le tracé mi plan, lo reprobó y me dijo:
– No, usted no se va de acá. Yo voy a darle imprenta, papel, operarios, y un sueldo, y usted nos hará un diario para sostener al gobierno.
– ¿Yo? (Aquello era conjugación).
– Sí, usted.
– Yo no soy escritor.
– ¡Descripciones espléndidas, sublimes, admirables!
– ¡Señor!
– Nada, nada; usted se queda, reflexione. Es su porvenir.
Y se marchó, dejándome absorto.
Caí en una especie de abatimiento soporífero.
¡Yo, escribir para el público! Me decía. ¡Yo, periodista! ¡Yo!
Me paseaba agitado por el cuarto: iba, venía; en una de ésas, me detuve, me miré al espejo turbio, que era todo el ajuar de tocador, que allí había, y mi cara me pareció grotesca.
Había metido involuntariamente las manos en las faltriqueras, sentí que mis cinco bolivianos se habían reducido á casi cero, y aquella sensación dolorosa (¿ó no es dolorosa?) decidió mi destino futuro, porque me incitó á pensar, y del pensamiento á la acción no hay más que un paso.
Hice cuentas: me salían bien; ¡era la oferta tan clara!
Pero los que no me salían bien era los cálculos sobre el tiempo que tendría que invertir en escribir los artículos. Aquellas columnas macizas me horripilaban de antemano. ¿Sobre que escribiría? El público, sobre todo, me aterraba: tenía el más profundo respeto por él. Ignoraba entonces, que á veces, lo mismo lee al derecho que al revés.
Presa de esas emociones, que otro nombre no tienen, era yo, cuando se me presentó mi huésped, y abrazándome me felicitó: el ministro había dado por hecho, que yo me quedaba á redactar un periódico.
Al día siguiente, tuvimos una segunda conferencia con él, y me decidí, urgido por la necesidad ¿qué digo? Por el hambre.
Una vez solo, cara á cara, con mis compromisos, -me sentí desalentado y estuve por escribir una carta, diciendo: “Huyo, no puedo” -, y por fugar. Me hacía á mí mismo el efecto de un delincuente. ¿O la audacia no es un delito algunas veces? ¿Por qué había entonces en el templo de Busiris, esta inscripción?
“Audacia”, “Audacia”, -y en el segundo pórtico interior: “No mucha audacia”.
“El Chaco” salió. ¡Qué extravagante título! Y sin embargo, fue una intuición.
“El Chaco santafecino” es hoy día, sin la navegación del Salado, lo que yo profetizaba.
Don Juan Pablo López, ¿no había preguntado al verme: ¿Quién es aquel profeta?
¡Y después dirán que no es uno profeta en su tierra!
Mi colega y mi hermano en la Cámara de Diputados, el doctor Basualdo, compartió conmigo las primeras tareas de la imprenta. Era un chiquilín; pero debe acordarse de Juan Burki, el editor responsable, pro forma, un pobre colono sin trabajo, que andaba casi con la pata en el suelo. La primera vez que le pagaron, lo primero que hizo fue comprarse unas botas en la zapatería de enfrente, -botas que fueron su martirio físico y moral. Primero, por lo que le hacían doler; después, porque nadie reparaba en ellas, ex profeso, tanto que, á las pocas horas de haberlas inaugurado, no pudo resistir, y reuniendo a los tipógrafos y señalándoselas les observó, en su media lengua: “Ese botas, lindo”.
Los tipógrafos soltaron una carcajada homérica, y le enseñaron colgadas en una aldaba, sus alpargatas sucias y rotosas de la víspera, como diciéndoles: “Te conocemos; la mona, aunque se vista de seda, mona se queda”.
¿A qué contar mis primeras angustias, mis partos para producir? Harían llorar y estoy harto de tristezas.
Pero no omitiré aquí, que era yo tan pobre entonces, que yo tenía más cama que las resmas de papel: es un buen lecho de algodón.
Querido Vedia:
Me decía usted ayer:
“¿Qué es lo que hace usted, general, para escribir como habla?”
“Mientras me da la respuesta á esa pregunta y mientras me refiere, cual me lo tiene prometido, cómo el hambre le hizo escritor, veamos qué otra dificultad se presenta para el éxito de la conversación escrita”.
Contesto: me ha parecido más natural, más propio, más concienzudo, pagar la deuda que voluntariamente contraje, contándole primero cómo fue que el hambre me hizo escritor.
Ya está pagada. La otra, que usted me imputa con su gentil curiosidad, también la acepto, la reconozco, -mas será para después. Necesito tomarme para ello algún tiempo moral, siendo el asunto ó tema algo más subjetivo que éste.
Hoy por hoy, concluyo, sosteniendo que sólo los que han sido pobres merecen ser ricos. De ahí mi poca admiración por los grandes herederos, que no tienen más títulos que sus millones, -mi estimación, mi aprecio, mi respeto, por todo hombre que se hace á sí mismo.
Síntesis y trascripción: Nidia Orbea Álvarez de Fontanini
[1] El general Lucio Mansilla estuvo casado con Polonia Durante de 15 años, tuvieron tres hijos: dos mujeres y un varón. Se casó en segundas nupcias con la hermana del Brigadier Rosas.
[2] Rosa, José María. Historia Argentina Tomo 7. Buenos Aires, Editorial Oriente, 1992, p. 164-167
[3] Capítulo – la Historia de la Literatura Argentina. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina