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Marco Denevi (1922-1998)

“No puedo evitarlo. En una fiesta, mis ojos se apartan de quienes se divierten y van hacia el rincón donde alguien sufre.”    Marco Denevi.

 

Teatro.

El expediente.

Narrativa.

Conclusiones desde “La Nación”.

Poesía y lenguaje.

“Me adelanto a una objeción”.

Más confesiones.

Acerca de “la patria potestad” compartida.

Algunas hipótesis.

Títulos de obras editadas.

Filmografía en la Argentina.

Distinciones.

Gratificación  tardía.

1999 – Homenaje de sus compañeros del Nacional.

Vigencia de sus testimonios.

La viveza, entre la inteligencia y la estupidez.

Cosas y casos de presidentes.

De su legado literario.

Ceremonia secreta.

De “Falsificaciones”.

La cicatriz.

La hormiga.

El Amor es un pájaro rebelde.

 

El 13 de mayo de 1922, en Sáenz Peña (provincia de Buenos Aires, nació Marco Denevi.  Cursó estudios secundarios en el Colegio Nacional de Buenos Aires y luego completó estudios universitarios: egresó con el título de Abogado y ejerció esa profesión.

Dedicó la mayor parte de su tiempo libre a la literatura y se destacó como novelista y autor de obras dramáticas.

Teatro…

En 1935 se constituyó la Comedia Nacional Argentina bajo la dirección de un auténtico maestro: Antonio Cunill Cabanellas y aunque con algunos altibajos, presentaron excelentes interpretaciones de autores argentinos tras el debut con Locos de verano de Gregorio de Laferrère, un año después. Luego asumió la dirección Oreste Caviglia.

El expediente

Denevi escribió una obra de teatro titulada Los expedientes –estreno de la Comedia Nacional en 1957, en el Teatro “Cervantes”- y que lógicamente, describe la trayectoria de ese invento de la burocracia que en un alto porcentaje atenta contra los derechos humanos porque en la telaraña de la burocracia -otra aparentemente otra inevitable trampa- se suelen ocultar datos, demorar decisiones o firma tras firma, ir logrando una deformación del problema real hasta llegar a una solución absurda e injusta.

Directa, precisa es la descripción de Marco Denevi en torno a esas vivencias en un ámbito donde distintos personajes -como Antón Pirulero, “cada cual atendiendo su juego”o como Martín Pescador, convencidos de que “pasarán, pasarán” y el último funcionario se quedará…-, con excesiva frecuencia se equivocan en sus roles y firman casi sin saber de qué se trata, documentos que son actos que suelen afectar a otras personas en distantes latitudes, como sucede con quienes soportan las consecuencias de un potente movimiento subterráneo, de un terremoto…

No es casual que esos conjuntos de folios vayan cambiando de color y juntando polvillo, como tampoco fue por casualidad que Marco Denevi necesitara expresar:

“¡Ah, que invención el expediente!  Basta que haya uno, uno solo, el primero.  Después no hay más que esperar.  Al poco tiempo, cientos, miles, columnas, montañas, océanos, universos de expedientes.”

“El expediente mismo ya inabarcable, ¡un universo de pase, firma; pase, firma… recorriendo órbitas elípticas…

Lo lamentable es que ese interesante libro no ha sido sólo el resultado de la imaginación.  Lo más destacable: es otro llamado de atención para que ‘quienes quieran oír y oigan’…”

Es oportuno expresar que veinte años después, esa telaraña seguía siendo una trampa entre la maraña de los intereses creados.

Por algo, a fines de la década del setenta un impulso interior generó estas dos primeras estrofas de un poema:  A un expediente (Homenaje al folio mil) “Yo te he visto nacer como una espina, / que laceró mi pecho en la injusticia, / y creí que bastaba ser honrado / para salvarse de ser un ‘enlodado’. / Las horas de mi entrega cotidiana / fueron calumnias al viento echadas / y el mérito y honores de otros tiempos, / con fojas y portadas: ahogados… sepultados.     [1]

Marco Denevi, por ser un observador, un profesional del Derecho y un talentoso escritor, logró desde el Arte aproximar a los lectores hasta ese inconmensurable mundillo del desastre

Narrativa

Sabido es que desde mediados de la década del ’50 resultó evidente un cambio en la narrativa ya que se imponía el realismo y algunos casos, con marcada tendencia a la descripción de acontecimientos históricos y sus repercusiones en lo socio-cultural.

En ese tiempo se incrementaron las adaptaciones de relatos o novelas de autores argentinos seleccionados por algunos directores para sus filmaciones.  Entre ellos, Mario Sóffici dirigió Rosaura a las diez.

A partir de la difusión de esa obra, donde evidentemente confluyen lo literario y lo político, Marco Denevi logró atraer más lectores y tiempo después, en una revista del diario La Nación de la capital federal difundieron algunos fragmentos de esa novela.

En 1966, publicó Falsificaciones un conjunto de artículos que como expresó Luis Gregorich, “Denevi atribuye a autores imaginarios, ilustres o desconocidos, y a los que aprovecha para deslizar una concepción de la literatura y de la vida opuesta a toda solemnidad”.   [2]

No ha sido por casualidad que Marco Denevi -como el santafesino Mateo Booz-  haya necesitado aludir a las personas perjudicadas por las inundaciones.

Oportunos ejemplos habrán servido para aludir a la alteración que se provoca cuando aparece la mujer relacionada con el Jefe que en tal caso, será la esposa…  El escritor revela una vez más la distorsión que ellas suelen provocar cuando imaginan a ese hombre en su lugar de trabajo actuando como lo hacen día a día en el hogar compartido. Por eso la reacción:

“Dices que aquí parezco otro.  No parezco otro, soy otro.  En casa soy el hombre, todo el hombre, el hombre que come, que duerme, que sufre de gastritis, que hace sus necesidades… Pero cuando entro aquí, muchas cosas de ese hombre quedan fuera.  Aquí me esquematizo, me reduzco.  Me espiritualizo y sobre ese esquema en el que me convierto, la administración pública coloca, todavía, el ropaje de sus atributos.  Pero cuanto tú vienes, todo lo que dejo fuera entra conmigo.  Me lo carga.  Se me reúnen las pantuflas, las indigestiones, las machas de humedad de nuestro dormitorio”…

Conclusiones desde “La Nación”…

En la revista dominical del destacado diario de la ciudad de los buenos aires, era grato encontrar algunas conclusiones de Marco Denevi que reitero aquí con el propósito de compartir y generar otro diálogo ya que así sucede mientras una persona sigue el recorrido de una escritura anterior, aunque no se escuchen voces…  [3]

Poesía y lenguaje…

Marco Denevi con el título “Confesiones de un retardado II”, atrajo la atención acerca de “cierta poesía y de cierta literatura moderna”.

“Ambas se sirven, claro está, del lenguaje.  Y aunque el lenguaje es un código de expresión y de comunicación por lo menos entre dos, ambos se niegan a que opere como tal entre el autor y el lector. Entonces, yo, con todo derecho, me niego a ser lector.  Pues de lo contrario ¿qué triste papel quieren hacerme desempeñar? No estoy lejos de creer que se burlan de mí.  /…/  Muchas gracias. Nadie ni nada me convencerán de que no tengo otra función que la de escribir mensajes en clave que me envían a sabiendas de que no puedo descifrarlos.  Renuncio y me retiro  Que otros ocupen, si les place, mi lugar.  Se lo cedo gustoso.  E iré en busca de aquellos que hablan (que escriben) para mí y si es por mí, mejor, así sea en una perfección y en una potenciación de nuestro lenguaje común que yo sería incapaz de alcanzar.  No he nacido para archivista de enigmas por escrito.

Y siempre entreveré, en cualquier texto que le castre al lenguaje su virtud comunicativa, un trasfondo moral; o se trata de una vasta superchería disimulada bajo gruesas capas de palabrerío, o se trata de un orgullo de casta privilegiada, de una soberbia que distingue entre réprobos y elegidos, ente el ‘yo’ que se expresa como se le antoja y el ‘tú’ que debe permanecer anonado en la mudez, en la incomprensión y en el estupor.  Y aunque no se trate ni de lo uno ni de lo otro, sino de una necesidad de no sacrificarle nada a la comunicación para dárselo todo a la expresión personal: ese autismo me rechaza, me elimina, no cuenta conmigo, que soy ‘el otro’, el ‘tú’ con quien el ‘yo’ del artista no quiere articular ningún ‘nosotros’.  Pues bien: me voy.

Prefiero alejarme entre la rechifla de los que se quedan, antes que quedarme yo también (sólo para no pasar por retrógrado) y ocupar mi tiempo en lo que mí son charadas indescifrables.

‘Otras voces’ me llaman por mi nombre.  ‘Otros ámbitos’ me dan la bienvenida aunque sea al precio de un largo y costoso noviciado.  Pero sé dónde me aguarse como al ‘tú’ del ‘nosotros’ y donde se me permite el ingreso nada más que para reducirme al silencio.”

“Me adelanto a una objeción”…

“…cuánta poesía y cuánta literatura (y cuánta música, cuánta pintura que para los contemporáneos del artista fueron ‘charadas indescifrables’ resultaron, para las generaciones posteriores, obras maestras gozosamente digeribles.

Más confesiones…

Expresaba Marco Denevi:

“¿Las generaciones futuras pondrán por las nubes lo que yo ahora pongo por el suelo? ¿Y, en compensación, despreciarán lo que yo aprecio? Mala suerte.  De lo contrario habría que callarse siempre la boca por el temor de que el poetastro de hoy sea el Dante Alighieri de mañana y el Bach del siglo XX se convierta en el Mayerbeer del siglo XXI.  Hay que dar la cara, aún con el peligro de escribir el prólogo de don Juan Valera para el Azul de Darío.  A esto, Delacroix, que era feroz en la crítica a sus contemporáneos, agregaba: ‘No me importa si dentro de cien años me criticarán a mí.  No me enteraré’.”

Acerca de “la patria potestad” compartida…

Durante el año 1983, Marco Denevi siguió sorprendiendo con sus notas publicadas en la revista dominical de “La Nación” porque rememoró lo sucedido en la casa de Victoria Ocampo donde solían reunirse los escritores vinculados a Sur…, sus primeras ediciones.

Relata Denevi que “una feminista allí presente tuvo un ataque de furia nada más que porque empecé a insinuar que, a mi juicio, la patria potestad no podía ser compartida en todo y para todo y siempre por el padre o la madre del menor de edad.”

Explicó en párrafos siguientes:

“Me parece una aberración que si en caso de divorcio la tenencia de los hijos menores es concedida a la madre, ésta no tenga la patria potestad.  La legislación debería corregir cuanto antes esa especie de capitis deminutio de la mujer que puede llevarse con ella a sus hijos pero que se ve privada de ejercer sobre ellos el conjunto de responsabilidades de la patria potestad.

Acaso la ley deba dejar a salvo situaciones excepcionales, cuando en exclusivo beneficio del menor sea conveniente no separarlo de la madre pero sea inconveniente que ésta asuma aquel cúmulo de obligaciones legales.  En tal caso deberá haber penas severas para el padre que, exonerado de la tenencia del hijo, no cumpla con sus deberes de titular de la patria potestad.

Pero, aunque no medie el divorcio, también hay situaciones en las cuales el ejercicio efectivo de la patria potestad debería pasar automáticamente a la madre, cuando el padre no está en condiciones de hacerlo, por ejemplo porque se halla privado de su libertad, enfermo, ausente del país, etcétera.”

Algunas hipótesis…

“Las dudas aparecen, o por lo menos se me aparecen a mí, en la nada extraordinaria hipótesis de un matrimonio bien constituido cuyos dos miembros, el marido y la mujer, tuviesen simultáneamente el ejercicio efectivo de la patria potestad sobre sus hijos menores.

Si en todo se ponen de cuerdo, no hay nada que decir.  Pero supongamos que el padre da su consentimiento para el matrimonio del menor y la madre no, o viceversa.  Supongamos que el padre no autoriza al hijo a ejercer el comercio por cuenta propia y la madre sí, o viceversa.  Supongamos que el padre se empeña en que el hijo se eduque en un colegio religioso y la madre se opone, o viceversa.”

¿Cómo salvar al menor de esos forcejeos entre los padres, armados ambos de los mismos derechos de decisión?  Habría que acudir a un tercero para que oficie de árbitro.  Ese tercero sería un juez.  Significaría gastos, dilaciones, la intromisión de alguien ajeno a la familia.  No le haría nada bien al menor todo ese espectáculo.

Estos, creo yo, son los aspectos que hay que tener en cuenta antes de exigir sin más ni más que la patria potestad tenga dos titulares simultáneos y concurrentes con idénticas facultades.  El problema hay que examinarlo desde la perspectiva del hijo, no desde la de los padres.  La patria potestad no ha sido creada para regodeo de los padres sino para la protección del hijo.  Introducir en esta cuestión los prejuicios del machismo o los rencores del feminismo resulta peligroso.”

Títulos de obras editadas…

  • 1955: Rosaura a la diez –  Novela: Premio “Kraft”, 1955.

(Buenos Aires, Catalayud-DEA Editores.

Texto adaptado para la filmación dirigida por el argentino Mario Soffici.)

  • 1957: Los expedientes.  Premio Nacional 1957.

Buenos Aires, Catalayud-DEA Editores

  • 1960: Ceremonia secreta – Premio Life para narradores hispanoamericanos.

Ese cuento fue ilustrado por Juan Carlos Barbieri. [4]

(Buenos Aires, Catalayud-DEA Editores.

Filmada por Joseph Losey, con Elizabeth Taylor y Mía Farrow como protagonistas.)

  • 1962: El cuarto de la noche.

Buenos Aires, Catalayud-DEA Editores.

  • 1966: Falsificaciones – Cuentos.

Buenos Aires, Edit. de la Universidad de Buenos Aires, 1999

(Nueva versión.)

  • 1967: Un pequeño café – (Segunda Novela, breve.)

Buenos Aires, Catalayud-DEA Editores.

  • 1967: Las abejas de bronce – Cuento, ciencia ficción. (Buenos Aires, Editorial Merlín, Colección Reencuentro, diciembre de 1967 – Selección de obras de autores argentinos.)
  • 1968: Boroboboo – Cuento, ciencia ficción. (Incluido en “Ciencia Ficción – Nuevos Cuentos Argentinos”, Buenos Aires, Calatayud-DEA Editores, 1968, selección de Alfredo Gras y Alejandro Vignati.)
  • 1970: El emperador de China. Teatro

Buenos Aires, Catalayud-DEA Editores

Cuando el perro del ángel no ladra.

Parque de diversiones – Cuentos.

  • 1972: Hierba del cielo – Cuentos.

Buenos Aires, Ediciones Corregidor.

  • 1974: Salón de lectura.

Buenos Aires, Ediciones Corregidor.

  • 1975: Los locos y los cuerdos.
  • 1976: Una serie División Homicidos.
  • 1978: Reunión de desaparecidos.
  • 1980: Obras completas.

Buenos Aires, Ed. Corregidor.  

  • 1985: Manual de Historia.

            Buenos Aires, Ediciones Corregidor.

  • 1986: Enciclopedia secreta de una familia argentina.

Buenos Aires, Ed. Sudamericana.

  • 1991: Música de amor perdido – Novela.

Buenos Aires, Ediciones Corregidor.

  • 1993: El amor es un pájaro rebelde. Novela.

Buenos Aires, Ediciones Corregidor.

  • 1994: La mosca. Cuento. (Incluido en “Fantasía y Ciencia Ficción”; Buenos Aires, Editorial Huemul, agosto de 1994.)
Filmografía en la Argentina.
  • 1958: Rosaura a las diez. (Dirección: Mario Sóffici.)
  • 1960: Los acusados (Argumento y guión.)
  • 1979: Contragolpe (Guión).

Distinciones…

  • 1955: Premio “Kraft” – Género: Novela.
  • 1960: Premio “Life” (Otorgado por la revista Life en Español, EE. UU.)
  • 1961: Premio “Martín Fierro”.
  • 1981: Premio “Esteban Echeverría”.
  • 1983: Premio “Manzana de las Luces”.
  • 1986: Premio “Rotary Club”.
  • 1994: Diploma al Mérito otorgado por la Fundación “Konex” – Novela, Quinquenio 1984-1988
Gratificación  tardía…

El 30 de noviembre de 1998, el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires promulgó la ley Nº 107 sancionada el 26 de noviembre y que por el artículo 1º “otórgase a partir del 1º de diciembre de 1998, un subsidio mensual y vitalicio de pesos mil ($ 1.000.-) a favor del Sr. Marco Denevi.   (Fdo. Enrique Olivera-Miguel Orlando Grillo.)

Dos semanas después, el 12 de diciembre de 1998 y tras padecer las derivaciones del cáncer, el talentoso Marco Denevi inició su Último Vuelo.

En 1988, él había expresado:

“La obra maestra de Luisa Mercedes Levinson fue ella misma”.

Diez años después, tal conclusión también es análoga si se valora el legado literario del perseverante Marco Denevi…  [5]

1999 – Homenaje de sus compañeros del Nacional…

Distintos medios informaron que el 13 de diciembre de 1999, al conmemorarse el primer aniversario del fallecimiento de Marco Denevi, sus condiscípulos del nivel secundario asistieron al descubrimiento de la placa de bronce que simboliza el Premio al Mérito en Letras 1998 que incluye finalmente este texto:

“No es jactancia es un honor.

No es orgullo es agradecimiento.”

En ese acto, también entregaron una donación al Departamento de Medios Audiovisuales del Colegio Nacional: el discurso que había pronunciado un año antes al recibir la distinción que le había otorgado la Asociación de Ex Alumnos.

Aquí, la reiteración de algunos párrafos:   [6]

“Fue Paul Valery quien advirtió que ‘en toda sociedad hay conflictos, pero sólo hay dos formas de solucionarlos: por la violencia, o por el arte’. Este concepto de arte incluye a la educación, pero a la que refiere el habla popular cuando decimos que una persona es educada o mal educada. No apuntamos a sus conocimientos, sino a su comportamiento. Entendida así, la educación sería el arte de la conducta para con uno mismo y los demás, según los tres preceptos clásicos: vivir con honestidad, no dañar al prójimo, respetar el derecho de cada cual. Ahí está la base de una convivencia pacífica; ese es el centinela de la sociedad. Si el centinela se debilita o corrompe, la sociedad queda librada al juego despiadado de los intereses y los egoísmos enfrentados… Cuando ingresamos a este colegio, cada uno de nosotros inauguraba la edad de la adolescencia. Los ‘años esbeltos y frágiles’, como los llamó un poeta español. Adolescente, según el verbo latino del cual deriva, significa simple y sencillamente ‘el que está creciendo’. Todo aquello que está sometido a un proceso de crecimiento puede adoptar una entre muchas formas; emprender un camino y no otro. Y bien, aquellos adolescentes que fuimos, encontramos en este colegio un modelo de educación regido por el lema leonardesco: ostinato rigore. Obstinado rigor en la disciplina diaria, que entonces nos parecía excesiva y que supimos valorar con el correr del tiempo. Obstinado rigor en la convivencia dentro del colegio. Obstinado rigor en la vinculación entre autoridades, profesores y alumnos. Obstinado rigor hasta en el lenguaje, que de nuevo se nos antojaba exagerado. Muchos años después, en un libro de sabiduría oriental leí que ‘las palabras agresivas les abren paso a las acciones agresivas’. En este colegio se nos inculcó que lo fácil y lo improvisado no van muy lejos. Y que la inteligencia es empecinada pero es lenta (tiene el andar de los plantígrados, escribió alguna vez Ezequiel Martínez Estrada), pero es ella la que finalmente encuentra la clave del éxito”.    [7]

Vigencia de sus testimonios

Marco Denevi publicaba periódicamente sus trabajos en las páginas del diario La Nación, incluso en la revista dominical.

El 23 de octubre de 1987, desde ese diario porteño propuso una reflexión acerca de:

La viveza, entre la inteligencia y la estupidez.

Frente a un problema concreto, la reacción mental del hombre inteligente es dinámica: buscará el camino de la solución, a menudo a través de exploraciones, de asedios desde distintos flancos, de razonamientos abandonados en un punto y recomenzados en otro, hasta encontrar la salida. En latín, salida se dice exitus, que los ingleses tradujeron por exit. La inteligencia conduce al éxito.

Ese mismo idioma, madre del nuestro, cuyo estudio hoy les parece superfluo a algunas autoridades universitarias, tiene un verbo, stupere, que significa quedarse quieto, inmóvil, paralizado y, en sentido traslaticio, mentalmente detenido como delante de un cartel que dijera stop.

De ahí deriva la palabra estúpido: hombre que permanece entrampado por un problema sin atinar con la salida, aunque a veces adopte la agitación convulsa de una mariposa encandilada por una luz muy fuerte o los movimientos desesperados de un animal dentro de una jaula. Hablo siempre de lo que ocurre en la mente. Las dos únicas reacciones del estúpido serán la resignación o la violencia, dos falsas salidas, dos fracasos.

Salvo casos patológicos, todos somos inteligentes respecto a un tipo de problemas y estúpidos respecto a otro tipo de problemas. Pero nuestra inteligencia y nuestra estupidez no dependen de nuestra moral. Hay inteligentes moralmente canallas y hay estúpidos moralmente intachables.

Cuánto la inteligencia y la estupidez le deben a los genes y cuánto a la educación (digamos, a la gimnasia) es un asunto que dejaré de lado para que no me usurpe todo el espacio del que dispongo.

Pero no querría pasar por alto un dato: sin el auxilio del intelecto, esto es de la capacidad del análisis critico del problema, y sin la posesión de conocimientos relacionados con ese problema y adquiridos por experiencia propia, o por revelación ajena, la pura inteligencia no llegaría muy lejos en el camino del éxito. La estupidez, por mas que acumule conocimientos, no sabe que hacer con ellos. Y no es raro que un intelectual, ducho de análisis critico, sea incapaz de hallar soluciones.

Sabiduría:

El desarrollo, en un mismo individuo, de la inteligencia, del intelecto y de los conocimientos bien puede llamarse sabiduría, si no en la aceptación teísta que le dan las Escrituras, por lo menos como tributo humano susceptible de adquisición y de pérdida. Pero aunque no haya sabios in omnire scibile, y hasta Leonardo Da Vinci falle en sus experimentaciones con los óleos y pigmentos de sus cuadros y Albert Einstein no acierte en ubicar el hotel donde se aloja, ambos merecen el título de sabios no menos que Plinio el Viejo, muerto sin embargo, según Suetonio, a causa de una estúpida temeridad.

Con alguna frecuencia la realidad nos pone, de momento, mentalmente paralíticos. Es cuando decimos que estamos estupefactos, lo cual significa “estar hechos unos estúpidos”. La inteligencia, si la tenemos, vendrá a rescatarnos de esa pasajera estupidez que, por no ser insalvable, se llama estupefacción. A propósito: alguna vez Solyenitzin escribió que la televisión nos sume en largos intervalos mentales de inmóvil estupor. ¿Dispondremos de la suficiente inteligencia como para no ser dañados por los poderes estupefacientes de la hogareña y diaria televisión?

Situada a mitad de camino entre la inteligencia y la estupidez, la viveza comparte con la inteligencia, el dinamismo mental y, con la estupidez, la incapacidad de encontrar la solución a un problema. Se mueve, pero no en dirección de la salida ¿ hacia donde se dirige? Ese es su secreto, la fórmula que le permite ponerse a resguardo de la humillación y del desprestigio que sufre la estupidez.

La viveza, creo yo, es la habilidad mental para manejar los efectos de un problema sin resolver el problema. El hombre dotado de viveza, el vivo, no ejercita la inteligencia, sino un sucedáneo de la inteligencia, apto para entenderse con las consecuencias prácticas del problema, pero no con el problema mismo.

Dicho de otro modo, el vivo se mueve mentalmente en procura de cómo eludir los efectos de problema, de cómo (en la mejor de las hipótesis) volverlos beneficiosos para él ó (en la peor) de cómo desviarlos en perjuicio de un tercero. La viveza, pues, necesariamente se conecta con la moral. Sin el concurso del egoísmo no se puede ser vivo. Y para echarle el fardo al prójimo sin que este se resista, es imprescindible cierto grado de inescrupulosidad y hace falta practicar algún genero de fraude siquiera verbal.                   Observado durante un corto plazo, el vivo da la impresión de haber obtenido éxito, de ser inteligente: se desplaza entre los problemas sin padecer las consecuencias o, mejor aún sacándoles provecho. Como el flujo de los efectos no se interrumpe, el vivo no puede entregarse a los ocios y recesos de la viveza.

De ahí que se los suele calificar de «despiertos». Aparenta una brillantez mental que engaña a las miradas superficiales. El inteligente, cuando está armando sus estrategias para atacar un problema, parece amodorrado y, en comparación con el vivo, un poco estúpido.

Cuanto más complejo sea el problema, mas exigirá del inteligente paciencia y esfuerzo, mas lo someterá al silencioso y tedioso análisis crítico y al constante repaso de los conocimientos. La viveza no puede permitirse esas demoras. Los efectos prácticos del problema no esperan mucho tiempo para hacerse sentir. De modo que el vivo está obligado a la rapidez y, consecuentemente, a la improvisación de sus métodos por lo general empíricos. Otra vez el inteligente comparado con el vivo, parecerá lento y hasta torpe. Si los efectos del problema, por su magnitud o por su complejidad, sobrepasan las posibilidades de la viveza para eludirlos, para aprovecharlos o para torcerlos hacia un costado, el vivo, por fin acorralado como un estúpido, no sucumbe ni a la resignación ni a la violencia, no confesará jamás su fracaso, no devolverá las armas que esconde en su mente: buscará algún chivo emisario a quien cargarle la culpa.

En todas las sociedades conviven los inteligentes, los estúpidos y los vivos según proporciones distintas para cada una de ellas. Para Borges no había ningún italiano ni ningún judío estúpidos. Exageraba, sin duda. Pero ahora imaginemos un país ficticio donde, por razones genéticas o por razones históricas, los vivos estén en mayoría. Esbozaré la novela de lo que podría ocurrir en ese país imaginario.

Puesto que son mayoría unos vivos ocupan el gobierno. Y otros vivos los eligen. Los vivos que los eligen, y por supuesto los estúpidos, incapaces de solucionar los problemas del país, los transferiría a los elegidos. Y los elegidos, como vivos que son, se dedicarán a lo suyo: ponerse a salvo de los efectos de los problemas, sacarles provecho o desviarlos hacia los demás, así sean vivos, estúpidos o inteligentes.

Durante un tiempo los estúpidos parpadearán de catatonia mental, los inteligentes se sentirán marginados y los vivos tratarán de imitar la viveza de los gobernantes. Mientras tanto los problemas, sin resolver, se acumulan, se multiplican, se superponen.

Stop.

Hasta que, fatal, llega el día en que los problemas forman una pared compacta con un cartel que dice stop. Y ahí la sociedad se detiene. Entonces los estúpidos, si no se resignan, se vuelven violentos. Los inteligentes toman su valija y huyen. Y los vivos corren de un efecto a otro efecto vendando aquí, remendando allá, emparchando mas allá. Dejan los bofes en ese desesperado ir y venir por entre el caos de los efectos sin control. Y para disimular su impotencia recurren a los fantasmas de los chivos expiatorios y a un lenguaje esquizofrénico que, disociado de la realidad, seguirá pronunciando el discurso con que alguna vez embaucaron a la estupidez.

Estúpidos de brazos cruzados o de brazos armados, inteligentes en fuga, los vivos parlanchines y desesperados: tal sería la imagen de ese país ficticio caído al pie del ominoso stop. Para él no habrá sido una salvación, un grito de guerra: ¡La inteligencia al poder!  Salvo que todos los inteligentes hayan huido, hipótesis que no parece verosímil, la novela podría tener un final feliz.

Cosas y casos de presidentes…

A partir de 1980, Marco Denevi se dedicó al “periodismo político” y durante algunas entrevistas manifestó que le resultaba más gratificante que su labor de escritor.

Al evocarlo, en este tiempo de vehementes discursos del presidente doctor Néstor Carlos Kirchner -quien poco tiene en cuenta el protocolo y se desplaza con el saco abierto y la corbata al viento y mientras distribuye subsidios en distintas localidades de diferentes provincias, termina la mayoría de sus discursos hablando de sí mismo como el pingüino, porque así lo identificaron algunos grupos después de su asunción el 25 de mayo de 2003, habiendo reunido aproximadamente el veintiún por ciento de votos positivos de los ciudadanos que participaron en los comicios-, es interesante reiterar lo que escribió Marco Denevi:

“Un título que comenzó por ser étnico y terminó por ser dinástico -verbigracia, rey de los francos-, se lo aplican a sí mismos los presidentes de la República Argentina: son presidentes de los argentinos”.  [8]

 

 

De su legado literario…

Algunos libros publicados por Marco Denevi han sido traducidos y editados en distintos idiomas. Cuentos y crónicas literarias fueron difundidos en diarios y revistas de su tierra natal y en distintas latitudes.

Aquí, un fragmento de su “Ceremonia secreta” con el propósito de estimular la lectura de la obra completa.

Ceremonia secreta

“Aún no había comenzado aclarar cuando la señorita Leonides Arrufat salió de su casa.

No se veía un alma en la calle.

La señorita Leonides camino pegada a las paredes, los ojos bajos, el cuerpo tieso, el paso enérgico y casi marcial, como conviene que camine a esas horas una mujer sola si además es honesta y por añadidura soltera, aunque tenga cincuenta y ocho años. Porque nunca se sabe.

(Pero. ¿Quién se hubiera atrevido a abordarla? Vestida toda de negro, de pies a cabeza, en la cabeza un litúrgico sombrero en forma de turbante, al brazo una cartera que semejaba un enorme higo podrido, la figura alta y entera de la señorita Leonides cobraba, entre las sombras, un vago aire peligroso. Se la hubiera podido confundir con un pope que al abrigo de la noche huía de alguna roja manzana, si la sonrisa que le distendía los labios no mostrase que, por lo contrario, aquel pope corría a oficiar sus ritos)…”

De “Falsificaciones”…

Con el título Falsificaciones, Marco Denevi publicó una serie de cuentos, entre ellos:

La cicatriz.

Según Gustav Büscher (El libro de los misterios, Barcelona, 1961) el arqueólogo alemán Hilprecht descifró los caracteres cuneiformes inscriptos en dos piedras que desenterró de las ruinas de Nippur, Babilonia, gracias a un sueño revelador: en ese sueño, un sacerdote, luego de aclararle que las piedras eran las dos mitades de una tabla votiva, le explicó el contenido de la inscripción. Al día siguiente Hilprecht pudo descifrar la escritura sin ninguna dificultad.

Conozco un caso todavía más extraordinario de sueño revelador. Ascanio Baielli leía todos los domingos de 1960, por el servicio de la Radiodifusión Italiana (RAI), una serie de relatos ya imaginarios, ya históricos, agrupados bajo el título de Storie per la sera della domenica (Cuentos para le velada del domingo). “La anunciación del traidor”, incluido en la presente antología, es uno de esos relatos.

Pues bien: un sábado Baielli preparaba el material para la audición del domingo siguiente. Ninguno de los dos o tres textos que había escrito (más bien que había esbozado) lo satisfacía. A la madrugada, vencido por la fatiga, se durmió.

Soñó que él era un muchachito de no más de doce años. Se veía a sí mismo vestido como un humilde mancebo del Quinientos, flaco, débil y esmirriado. Otros pilluelos lo perseguían, le arrojaban piedras, lo cubrían de burlas y de insultos. Y él corría, corría por las callejuelas enredadas y sombrías de una ciudad de aspecto medieval, llegaba a las afueras, se escondía entre unos matorrales, temblaba de miedo, lloraba de rabia, jurando vengarse de sus perseguidores.

Desde su escondite veía pasar una columna de soldados. Al frente iba un condottiero. Él admiraba los trajes, las armas, las plumas, los estandartes, las gualdrapas, los arneses. Pero lo que más admiraba era la larga cicatriz que el condottiero lucía en su rostro. Larga y temblona, nacía en el párpado derecho para morir en el centro del mentón, después de atravesar, como un río lento, la llanura de la mejilla. El condottiero cabalgaba medio adormilado, la vista perdida en la torva cavilación y en el ensueño. Pero la cicatriz miraba por él, hablaba por él, lo volvía despierto y terrible. La cicatriz avanzaba por el camino como una bandera de guerra, atronaba la tarde como la deflagración de la pólvora, como una fanfarria de bronces marciales. La cicatriz pasaba y todos los demás rostros parecían palidecer, como bajo la luz del sol en un eclipse. Hasta que el cortejo se perdía entre la bruma y el polvo.

Entonces el muchachito se dirigía a una casa solitaria, y en un cuarto atiborrado de retortas, probetas y manojos de hierbas, un viejo con facha de brujo le tatuaba en la cara una cicatriz igual a la del condottiero. Precedido y seguido por la cicatriz como por un aullido, él caminaba otra vez por la ciudad de callejuelas siniestras, las gentes lo miraban y se apartaban, los granujas que lo habían vejado se escondían en sus casas, el muchachito ahora marchaba erguido y desafiante.

De pronto se veía un hombre hecho y derecho, al frente de una tropa de mercenarios. Atravesaba ciudades, campos, viñedos. Un silencio de pasmo y de terror los flanqueaba. Oía a sus espaldas el temeroso bisbiseo de la villanía: Ecco l’Impunito, ecco l’Impunito! Con secreto regocijo, con secreta angustia, pensaba que todo se lo debía a su feroz cicatriz, pero que si el engaño era descubierto lo aguardaba un destino ominoso, las befas, el desprecio, sin duda la muerte. A ratos sentía la tentación de espiar hacia uno y otro costado a ver si entre la turba de campesinos o semioculto detrás de un árbol algún débil muchachito lo estaba mirando. Entonces lo habría llamado, le habría revelado, a él solo, sin que nadie lo oyese, la verdad de la mentira de su cicatriz, le habría dicho: Ve, hazte tatuar una herida como la mía y estarás a salvo. Pero enseguida se arrepentía y seguía adelante sin volver la cabeza, porque no podía defraudar a ese muchachito, si en verdad existía y estaba allí, porque él debía ser, para el muchachito, la misma figura implacable y abismal, que no condesciende siquiera a una mirada de soslayo, que el condottiero había sido para él.

Después llegaba con sus mercenarios a un pequeño valle surcado por un río. Y de golpe, entre los árboles, brotaban soldados como hormigas, y él experimentaba una angustia tan intensa que Ascanio Baielli despertó.

 L’Impunito. ¿Dónde había oído antes, dónde había leído ese nombre? Consultó diccionarios, enciclopedias, libros de historia. En los Saggi sopra il secolo XVI, de César Cantú, halló este párrafo: “En 1587 el grueso de las tropas papistas fue diezmado por los imperiales en una emboscada que le tendieron en los alrededores de Valderrosa. Pero más que la sorpresa, lo que desconcertó a los soldados de Adriano VII fue la increíble conducta de su jefe, Giambattista Crispi, llamado l’Impunito, que sin oponer la menor resistencia se dejó matar por un oscuro condottiero enemigo, un viejo que a la sazón contaba más de setenta años. El Papa, rabioso, atribuyó el inexplicable hecho a una brujería, en tanto que los partidarios del Emperador de Alemania escupieron sobre el nombre de un cobarde, lo que, frente a los antecedentes de l’Impunito, pareció una fanfarronada injuriosa”.

La noche del domingo, Ascanio Baielli terminó su relato con estas palabras: “Tal vez nosotros podamos conjeturar la verdad. El condottiero y Giambattista Crispi se encontraron, se miraron. Cicatrices idénticas refulgían en sus rostros. Pero el condottiero debió comprender enseguida que aquellas dos cicatrices no podían ser reales, que una tenía que ser falsa, la copia de la verdadera. O habrá sido l’Impunito el que sintió la vergüenza de esa confrontación, el que entendió que su valor, como su cicatriz, podía engañar a los demás pero no podía engañar al condottiero. Y convertido otra vez en un muchachito débil y pusilánime, se habrá dejado matar por el único hombre que podía matarlo. Y quien sepa hacerlo, que extraiga de esta historia la moraleja que yo no me atrevo a añadirle”.

La hormiga

Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de identificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: “Arriba… luz… jardín… hojas… verde… flores…” Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.

(Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)

El Amor es un pájaro rebelde

(Esta reiteración del texto de su última novela editada es un homenaje por su fecunda trayectoria ya que al ser leídos sus escritos sigue latente su memoria…)

Tiempo atrás el edificio estaba habitado por familias de posición acomodada. Después, uno tras otro, los departamentos fueron alquilados a agentes de Bolsa, a empresas financieras, a despachantes de aduana. Pero Henriette y Leopoldina von Wels no quisieron mudarse. A la noche ellas y Hildstrut, la vieja criada húngara, eran las únicas almas vivientes dentro del edificio, porque también Wilson, el portero, se iba a dormir a su casa en Montserrat. No tenían miedo de quedarse solas y, si vamos a ver, les gustaba.

Durante el día hay un discreto movimiento de gente y no pocos ruidos. Pero a partir de las nueve de la noche el edificio queda sepulto en el silencio y en la oscuridad de una mina abandonada. Sólo en el séptimo piso hay luz y, a menudo, una música tenue. Si algún inquilino hubiese permanecido en su oficina a esas horas, habría dicho: “son las dos extranjeras”.

Henriette leía, Leopoldina bordaba o tejía una carpeta. En la ortofónica monumental giraba un disco: Mozart, Schubert, Schumann, Chopin, Liszt y, de tanto en tanto Wagner (pero Leopoldina, aunque nunca lo dijo, detestaba a Wagner y no se atrevía a confesar su preferencia por Rossini). Si hacía calor salían al balcón. En verano todas sus amistades se iban a las playas, y si ellas no veraneaban era porque a Leopoldina el menor trajín le alteraba la salud.

Fue lo que hicieron aquella noche: salir al balcón y disfrutar del espectáculo. Una vez Leopoldina tendría una ocurrencia muy atinada. Dijo: “¿Te fijaste, Henriette? Del otro lado de Leandro Alem no vive nadie, todo el mundo está de paso”. Es cierto. Lo que tenían delante de los ojos era una ciudad sin población estable: Retiro, la Plaza Británica, el Hotel Sheraton, las torres de Las Catalinas Norte, el puerto y, al fondo, el río. Pero de noche, invierno y verano, el panorama es fascinante, casi irreal.

Buenos Aires parecía desierta, lánguida, como si todavía no se hubiese repuesto de los alborotos de Fin de Año. Por Leandro Alem se deslizaban unos pocos automóviles extraviados. Sólo las torres de Las Catalinas, que de noche están lustradas de negro brillante, conservaban algunos pisos iluminados como guirnaldas de plata navideña. Detrás las luces de la zona portuaria parpadeaban en una tiniebla brumosa. Y arriba un vasto cielo abierto, como es difícil ver en las ciudades. Henriette y Leopoldina, acodadas sobre el antepecho de balaustres, no pensaban en nada.

Entonces oyeron la música. Sonaba a sus espaldas, como si viniese desde el interior del departamento. Pero ellas no habían puesto ningún disco en la ortofónica. Y no era música clásica. Era un tango. Un tango ejecutado por un bandoneón. Se miraron, estupefactas. Henriette decidió que sería una radio. Pero ¿quién había encendido una radio a esas horas dentro del edificio? Y no, no era una radio: un error de interpretación fue corregido, una frase se repitió tres veces, como para ser memorizada.

Henriette entró en el departamento, se dirigió hacia el vestíbulo. ¿Adónde iba? ¿Qué estaba por hacer? Leopoldina la siguió. En todos los pisos hay una galería cubierta que va desde el vestíbulo hasta la cocina y las habitaciones de servicio. Defendida por una mampara de vidrios ingleses, da a un pozo de aire por el que trepan los ruidos del día y el silencio y la oscuridad de la noche. Henriette subió a una silla y se asomó por encima de la mampara. En el pozo de aire, a la altura del sexto piso, había una niebla de luz amarilla.

Volvieron a la sala y se sentaron. Se miraban una con otra como interrogándose. El sonido del bandoneón parecía flotar en el aire, surgir de las paredes, del piso, del cielo raso, al modo de esa música llamada funcional que suele haber en algunas oficinas modernas, en la sala de espera de algunos consultorios médicos y que brota no se sabe de dónde.

­¿Quién podrá ser? ­susurró Leopoldina

Henriette se impacientó:

­Por lo pronto, un hombre. Las mujeres no tocan el bandoneón.

Pero no había alzado la voz, también ella había susurrado. Se levantó, caminando en puntas de pie fue a apagar todas las lámparas, sólo dejó encendido un pequeño hongo de cristales de colores, y volvió a su sillón.

El concierto habrá durado, la primera noche, una buena media hora. Las señoritas Wels no sabían nada de tangos, creían que es un género vulgar y medio canallesco. Pero la música es la música y la noche es la noche, y de la conjunción de ambas siempre nace un misterio delicado. Escuchaban en silencio, sin moverse, respirando lenta y acompasadamente como si durmieran. Poco a poco descubrían dos cosas: que el bandoneón no es un instrumento musical, es una voz casi humana, y que nada más que con su música el tango cuenta alguna historia. Aquella primera noche fueron historias de amor, pero no historias trágicas o apasionadas sino más bien juguetonas, incluso tiernas, como de algún amor juvenil.

Después, nada. Nada durante un largo rato. Después las sobresaltó un portazo y enseguida el brusco sacudón que da el ascensor cuando está en la planta baja y lo llaman desde alguno de los pisos superiores. De noche se oye todo. Oyeron que el ascensor se detenía, que la puerta de reja se abría y se cerraba, que de nuevo el ascensor se ponía en movimiento. Y por fin oyeron un segundo portazo, lejos, en la puerta de calle.

Henriette corrió a asomarse al balcón y Leopoldina la siguió. Pero el edificio está construido sobre la recova de Leandro Alem y el balcón encima sobresale un metro. Por mucho que uno saque medio cuerpo afuera, no alcanza a ver ni el cordón de la vereda. Y si alguien sale del edificio y se va caminando por la recova, desde arriba es imposible verlo. Ningún automóvil, ningún taxi se detuvo ni nadie cruzó a pie la avenida, así que era evidente que la persona que acababa de salir del edificio se había ido caminando por debajo de la recova. ¿Sería la misma que un rato antes tocaba el bandoneón?

Henriette fue a espiar: el pozo de aire estaba totalmente a oscuras. Sí, sería la misma. Las señoritas Wels permanecieron en el balcón sin pronunciar una palabra. Vino la medianoche, y como Henriette no daba señales de querer irse a dormir, Leopoldina pudo seguir manoseando mentalmente la idea que la asaltó de golpe: el hombre había tocado el bandoneón para ellas, la música había sido un mensaje en clave, el mensaje decía “llegué, aquí estoy”, y luego de enviarles el mensaje se había ido. ¿Volvería?

A la mañana siguiente Hildstrut, en cambio de averiguar por Wilson, como ellas se lo habían ordenado, quiénes alquilaban el departamento del sexto piso, dejó que ese hombre chismoso y grosero, que arqueaba el cuerpo y levantaba las nalgas en una postura obscena, viniese a informarles personalmente.

Dijo que el nuevo inquilino era un muchacho joven. Se había instalado en el sexto piso la tarde anterior, una mudanza rápida y sencilla: pocos muebles pero canastos y más canastos y perchas con ropa de todos los colores, incluidos varios smokings. Al parecer vivía solo.

­No sé para qué quiere un departamento tan grande. Acuérdense de lo que les digo: ese muchacho nos traerá problemas.

­¿Qué clase de problemas? ­interrogó Henriette, en un tono altanero. Wilson no pareció sentirse intimidado.

­Ya se imaginarán cuáles. Tengo buen ojo para catalogar a la gente. Ese tipo es un hombre de la noche. Lindo, pálido, con el pelo engominado y una ropa que no es para ir a trabajar.

Henriette se fastidió:

­Por lo visto aquí le alquilan a cualquier gentuza.

Wilson las miraba, las miraba y no se iba, querría ver qué impresión les causaban sus palabras. Leopoldina trató de no hacer ningún gesto.

­Seguro ­dijo Wilson­ que de noche recibe mujeres y amigotes, y arman escándalo. Total, quién va a protestar. Ustedes, las únicas.

­Si hace algún escándalo se lo diremos al administrador ­le contestó Henriette, más seca que una Habsburgo que despide a un lacayo­ Puede retirarse, Wilson.

Cuando por fin se libraron de ese incordio, Hildstrut, que como era medio sorda no había oído los tangos, dijo:

­Mejor que de noche haya otras personas en el edificio.

Henriette se irritó:

­Según qué clase de personas.

Leopoldina no hizo ningún comentario. Pero Henriette le notó una ligera excitación. ¿Estaba aterrada o qué? Esa misma tarde Henriette mandó llamar al cerrajero para que colocase un segundo pasador en la puerta de entrada.

Ningún escándalo. De día era imposible distinguir, entre tanto ruido, los ruidos que quizá proviniesen del sexto piso. De noche las luces estaban encendidas pero tampoco se oía ningún ruido, ninguna conversación. Y, a eso de las diez, el bandoneón. Tangos, siempre tangos. Alrededor de las once el muchacho se iba. ¿Adónde? ¿A tocar en algún dancing? Era lo más probable.

­Seguro, es el bandoneonista de alguna orquesta típica ­decía Henriette­. Lo que no comprendo es que se haya venido a vivir aquí. Por lo general esa gente vive en los suburbios.

Leopoldina seguía sin hacer ningún comentario. Y los domingos él debía de pasarlos durmiendo o en alguna otra cosa, porque ese día no había ni luces prendidas ni conciertos de bandoneón, y las señoritas Wels reñían por cualquier pavada.

Las demás noches, unos minutos antes de las diez, ya estaban sentadas en los sillones del salón. Henriette simulaba leer, pero por algo no ponía ningún disco en la ortofónica. Leopoldina bordaba o tejía, y a cada rato se le soltaba un punto del tejido.

Cuando se escuchaban las primeras sílabas, porque eran sílabas, moduladas por el bandoneón, Henriette murmuraba en un tono que quería ser irónico o despreciativo:

­Vaya, otra vez nos da la serenata. Eine Kleine Nachtmusik del arrabal.

Pero olvidaba dar vuelta las páginas del libro y, al rato, cerraba los ojos, dejaba reposar el libro sobre las rodillas. Leopoldina interrumpía su labor, apoyaba la nuca en el respaldo del sillón, a través de la ventana miraba el cielo estrellado.

Con el correr de las noches llegó a la conclusión de que la música era un pedido de socorro. El muchacho les decía: “estoy solo, estoy triste”, y después hacía silencio porque esperaba alguna respuesta, y después, en vista de que la respuesta no le llegaba, se iba no a un dancing sino a vagar por esas calles. Volvería a la madrugada, o con el sol, cuando el edificio ya había despertado, y por eso ella, aunque se mantuviese desvelada hasta el fin de la noche, no lo oía regresar.

Una noche no aguantó más y dijo:

­Algunos tangos me gustan.

La reacción de Henriette fue tan desaforada que Leopoldina adivinó.

­¿Cómo te puede gustar esa música? -Henriette jadeaba, parecía sufrir un repentino ataque de asma­. Por favor, una música propia de los bajos fondos.

Leopoldina adivinó que Henriette se había puesto furiosa porque también a ella le gustaban los tangos.

Un día, antes de retirarse, apareció Wilson con una gran sonrisa. ­¿Y? ¿Cómo se porta el galán del sexto piso?

Henriette fingió buen humor:

­¿Por qué lo llama galán?

Wilson, sin dejar de sonreír, entrecerró los ojitos cerdunos como hacen los miopes para ver mejor.

­¿Nunca lo vieron?

­Nunca, por supuesto.

­¿No molesta, de noche?

­En absoluto. Si no fuese por usted, creeríamos que el sexto piso está desocupado.

­Miren un poco. Y yo que creía que era un fiestero.

­¿Un qué?

­No, nada. Porque tiene una figura que madre mía. Propiamente un galán de cine.

¿Nunca lo verían, ni siquiera desde lejos, desde el balcón?

Una noche, en la oscuridad del dormitorio para que Henriette ni la disuadiese nada más que con la mirada, Leopoldina se animó.

-Tendríamos que conocerlo.

­¿Conocerlo? ¿Y cómo? ­Henriette no había preguntado “¿conocer a quién?”, señal de que también ella estaba pensando en el muchacho.

­Qué sé yo cómo ­dijo Leopoldina, más decidida­, pero alguna manera habrá.

­¿Ir y tocar el timbre de su departamento? ¿Nosotras, rebajarnos hasta ese punto?

­Debe de haber una forma de encontrarnos con él y que parezca pura casualidad.

­¿Por ejemplo?

­Ahora no se me ocurre nada.

Después de unos minutos Henriette rezongó:

-Que tome él la iniciativa. Para eso es hombre.

Leopoldina supo, así, que también Henriette deseaba el encuentro y entonces se atrevió a hablar, a toda prisa para que Henriette no la interrumpiese:

­Cualquier noche de estas salimos, hablamos en voz bien alta y hacemos mucho ruido con el ascensor para que él nos oiga. Comemos en el restaurante de al lado. A las diez y media volvemos, pero no subimos, nos quedamos en la planta baja, junto a la puerta de calle. Cuando él salga del ascensor una de nosotras forcejea con la llave en la cerradura, como si en ese preciso momento hubiésemos entrado en el edificio. Nos cruzaremos. Será inevitable.

­¿Y entonces qué? Nos saludará y seguirá de largo.

­Podríamos decirle que somos sus vecinas del séptimo piso, y que nos gustan mucho los tangos que toca en el bandoneón.

­¿Serías capaz con tu carácter?

­No sé. Creo que no. Yo no.

­Ah, me echas el fardo a mí. Ya veo. Lo tenías todo muy bien pensado.

No dijo más. No dijo si estaba de acuerdo o no estaba de acuerdo, pero por un rato no pudo estarse quieta. Leopoldina la oía moverse entre las sábanas y emitir por la boca una especie de chasquido, como quien paladea el último sabor de una golosina.

Dos días después, durante el almuerzo, Henriette dijo:

­Esta noche podríamos ir a comer en el restaurante de al lado.

De modo que Leopoldina se volvió audaz:

­No, al restaurante no. Me siento incómoda en ese lugar tan ruidoso.

Henriette se encabritó:

­Fue tu idea, no la mía.

­Sí, pero lo pensé mejor y no es necesario que vayamos al restaurante.

A las nueve y treinta p.m. apagaron las luces, dieron portazos, el ascensor las secundó con su repertorio de chirridos. Esperar, de pie del lado de adentro de la puerta de calle, hasta las once fue un verdadero martirio. Henriette parecía la más nerviosa de las dos, suspiraba y cada tanto hacía un ademán como de querer decir algo y enseguida arrepentirse. En cambio Leopoldina, eso sí, con los ojos muy abiertos, se mantenía inmóvil como una estatua.

Henriette consultó su reloj de pulsera. “Las once y cuarto”, susurró. Leopoldina, para demostrar que ese dato no tenía importancia, no hizo ningún movimiento. A las once y media Henriette quería subir al departamento, mascullaba que era una vergüenza lo que estaban haciendo, agazapadas, allí, como dos perdidas. Pero Leopoldina se mantuvo quieta y callada, aunque ya tenía una expresión facial al borde de la desesperación.

A medianoche, sin pedirle parecer a nadie Henriette se dirigió hacia el ascensor y Leopoldina la siguió. Cuando el ascensor atravesaba el palier del sexto piso oyeron el bandoneón. Henriette le asestó a Leopoldina una mirada furibunda, pero Leopoldina tenía los ojos bajos y perlas de sudor en toda la cara. El bandoneón sonaba muy próximo, muy nítido, como si el muchacho estuviese tocándolo detrás de la puerta de su departamento. Debe de haber sido eso lo que más encolerizó a Henriette. Otra vez sufría el ataque de asma. Pensaría que el muchacho lo hacía adrede, para burlarse de ellas. En cambio, Leopoldina pensó: “Está ahí, detrás de la puerta, listo para recibirnos en su departamento”.

Mientras se desvestía a los manotazos, Henriette perdió su aire altivo y adoptó una voz ronca y un poco grosera:

­Estarás satisfecha, me imagino, con tu bendito plan. No sé cómo, pero lo supo. Supo que lo esperábamos abajo, como dos mujerzuelas. Y no salió. Justo esta noche no salió, para humillarnos. Todo este tiempo estuvo dándonos la serenata con el solo fin de tomarnos el pelo, de reírse de nosotras. Ah, pero de mí no se ríe nadie, y menos ese chiquilín.

Leopoldina iba despojándose de la ropa con movimientos tan débiles, tan desganados que parecía desnudarse para morir. Cuando por fin apagó la luz, oyó la voz de Henriette sofocada por la sábana que le cubría la cabeza:

­Mañana mismo me quejo al administrador.

No se quejó nada. Pero todas las noches, después de cenar, ponía en la ortofónica, a todo volumen, un disco con alguna ópera de Wagner. El bochinche de los nibelungos o la bacanal en el Venusberg debían de oírse no sólo dentro de todo el edificio sino también desde la avenida Leandro Alem, desde los rascacielos de las Catalinas. Si mientras tanto él tocaba el bandoneón, no se podía saber.

En medio del estrépito Leopoldina rogaba

­Un poco más bajo, Henriette.

Henriette daba una patada en el suelo:

­No. ¿Acaso él no nos aturde con su bandoneón?

Se ponía sarcástica:

­Que aprenda, de paso, qué música nos gusta. Y si todavía no sabe quiénes somos, que vaya y que le pregunte a Wilson.

¿Qué le diría Wilson? Las señoritas Wels, alemanas o hijas de alemanes, creo. Muy ricas, muy aristocráticas. No serán jóvenes pero son muy hermosas, sobre todo la mayor, Henriette. Lástima que Wilson no supiese dar más detalles: su abuelo fue general del emperador Francisco José y por línea materna están emparentadas con los Vizinzey, nobles húngaros que descienden de los Estérhazy, los protectores de Haydn.

Claro que Wilson era muy capaz de decirle: dos solteronas, orgullosas hasta más no poder, aunque la menor, Leopoldina, parece más amable, pero la otra la tiene dominada, la otra es un sargento de caballería. Y habría sido bueno, aunque era imposible, que Wilson añadiese: Leopoldina no se casó porque Henriette, una envidiosa que no le cuento, le espantó a los novios. Esto no lo pensaba Henriette, lo pensaba Leopoldina.

En tanto las vociferaciones de Wagner atronaban la noche, Leopoldina salía al balcón. No quería ser cómplice de la venganza de Henriette. Salía al balcón y se decía que, unos metros más abajo, el muchacho se sentiría mortificado, creería que a ella no le gustaban los tangos, supondría que ella lo menospreciaba. Quizás la otra noche había tenido alguna razón para no salir. Estaría enfermo. Pero enfermo y todo había tocado el bandoneón para que ellas fueran a hacerle compañía. ¿Por qué no? ¿Qué tiene de malo que dos señoras decentes vayan a visitar a un vecino solo y enfermo? ¿Quién, empezando por el muchacho, podría confundirlas con un par de mujerzuelas?

Hasta que una noche no pudo más, abandonó el balcón y gritó para que Henriette la oyese en medio de los batifondos wagnerianos:

­Basta, por Dios, basta de Wagner. Me crispa los nervios. Y encima este calor. Voy a volverme loca.

Henriette debía de estar harta, ella también, de tantos aullidos de las walquirias y de tantos crepúsculos de los dioses, pero le costaría dar el brazo a torcer. Ahora, haciendo como que complacía el pedido de Leopoldina, encontró la oportunidad de librarse de Wagner. Pero tampoco estaba dispuesta a volver a oír el bandoneón: puso un disco en el que Dinu Lipatti desgranaba melismas de Chopin.

Y a la noche siguiente aparentó engolfarse hasta tal punto en la lectura de un libro que no advertía el silencio que las rodeaba. Leopoldina no salió al balcón. Algo le decía que esa noche sería decisiva. Se sentó en el borde de una silla, como preparada para ponerse de pie, y esperó.

En efecto, a las diez y media recibieron el mensaje. No era un tango, era un vals. ¡Dios mío, era el Danubio Azul! ¡El muchacho estaba tocando el Danubio Azul! Lo tocaba muy mal, a los tropezones. Pero justamente por eso el bandoneón parecía una voz entrecortada, quebrada por la emoción o quizá por el llanto. El muchacho les pedía que lo perdonasen. El muchacho quería que se reconciliaran con él. Y elegía, humildemente, la única música a su alcance que ellas no rechazarían aunque sólo supiera balbucearla.

Leopoldina se había puesto de pie y, una mano alrededor de la garganta como para calmar los pulsos de la sangre, escuchó los primeros compases del vals y después no pudo dominar su propia voz:

­¿Te das cuenta? Sabe quiénes somos, y nos dedica el Danubio Azul. Lo toca para nosotras. Siempre ha tocado para nosotras. Nos conoce.

Henriette no se había movido. Había dejado de leer el libro pero no se había movido, acaso de soberbia que era, para no trasuntar ninguna emoción. La actitud de Leopoldina la despabiló. Pareció alarmada. Hizo un enérgico ademán para que Leopoldina bajase la voz.

­¿Nos conoce? ¿De dónde nos conoce?

­No lo sé. Pero sabe que tenemos sangre vienesa y por eso eligió el Danubio Azul. No un tango sino el Danubio Azul. No puede ser pura casualidad. Nos conoce, te digo que nos conoce.

Estaba tan enardecida que Henriette se levantó y la tomó de un brazo:

­Si nos conoce es porque Wilson le habrá pasado el dato: en el séptimo piso viven dos mujeres solas con una sirviente vieja y medio sorda. Dos mujeres ricas, en un departamento lleno de objetos de valor.

Leopoldina se apartó:

­No. Si fuese un ladrón no habría esperado tanto tiempo para venir a robarnos. Ese muchacho quiere ser nuestro amigo.

­¡Amigo! A su edad no se busca amigas. En todo caso se busca amantes.

­Y bien, sí. Una amante. No soy tan vieja, después de todo.

Henriette pareció que iba a enfurecerse pero de pronto se dejó caer en un sofá, las rodillas separadas, los brazos flojos, el cuerpo echado hacia atrás.

­Leopoldina ¿perdiste el juicio? ¿Qué disparates estás diciendo?

­Ningún disparate. Ese muchacho quiere relacionarse con nosotras. Al menos con una de las dos.

Y ya sabes con cuál.

­Soy la más joven, no lo olvides.

­Me pregunto si no te has vuelto loca.

­Quizá. Pero esta vez no podrás impedírmelo.

­¿Impedirte qué?

­Lo sabes de sobra, Henriette. Toda la vida lo hiciste.

De repente advirtieron que el muchacho habla terminado de ejecutar el Danubio Azul y que ahora hacía silencio. Entonces Leopoldina se sentó en un sillón, cerca del vestíbulo de entrada, y cobró un aire glacial que Henriette nunca le había visto.

­Dentro de unos minutos, vendrá aquí, seguramente vestido de smoking.

­¿Le abrirás la puerta?

­Por supuesto.

­¿Y si no es a ti a quien viene a visitar?

­Eso lo veremos.

Leopoldina se irguió en su sillón, Henriette se irguió en el suyo. Se miraban una con otra, como desafiándose. Pero pasaban los minutos y el timbre no sonaba. Y como resulta incómodo mantener por largo rato una postura arrogante, las dos liquidaron el duelo de miradas, dirigieron la vista hacia lados opuestos y apoyaron la espalda en el óvalo de gobelino.

Cuando se oyó el portazo, el sacudón del ascensor, los ruidos habituales que indicaban que el muchacho se iba, Leopoldina no se movió pero Henriette se echó a reír:

­Tu enamorado no se decide. Es tímido, por lo visto.

Sin contestar, Leopoldina fue a tenderse vestida, en la cama. Al rato entró Henriette. En el momento en que el reloj del comedor daba las doce, surgió en la oscuridad del dormitorio la voz de Henriette. Era una voz dulce y como afligida.

­No quise ofenderte. Pero no me negarás que la conducta de ese joven es muy extraña.

Leopoldina no respondió. Y para que Henriette no creyese que estaba dormida encendió el velador, miró la hora en el reloj sobre la mesita de luz y volvió a apagar el velador. Seguía sin desvestirse.

Después Henriette insistió:

­No te hagas ilusiones. Esa clase de hombres no es para nosotras.

Leopoldina no respondió. No habló una sola palabra durante el día siguiente. Tenía una expresión ultrajada y los ojos violentos. Por la tarde Wilson les trajo la noticia: el inquilino del sexto piso se había mudado esa mañana, él no sabía adónde.

­Ahora podrán dormir tranquilas. Pasó el peligro. Y añadió unas palabras inesperadas en un sujeto tan tosco: ­Golondrina de un solo verano.

Esa noche Leopoldina, siempre muda, siempre herida de muerte, y como levitando, salió al balcón. Muy derecha, miraba lejos, las luces del puerto, más allá el río de zinc bajo la luna. Henriette la vigilaba desde adentro. Hasta que abandonó el libro que no leía, que ni siquiera había abierto, y fue a ponerse al lado de Leopoldina. Codo con codo, erguidas y mirando siempre hacia adelante, las señoritas Wels le habrían parecido, a quien pudiese observarlas, dos princesas de algún país nórdico que asisten, desde el balcón de su palacio, a un desfile militar.

Al cabo de un cuarto de hora, Leopoldina dijo:

­¿Te fijaste? Del otro lado de Leandro Alem no vive nadie, todo el mundo está de paso.

­Es verdad ­dijo Henriette­. No se me había ocurrido.

 

Lecturas y síntesis: Nidia Orbea de Fontanini.

[1] Orbea de Fontanini, Nidia A. G. Prosa y Poesía ’81.  Santa Fe, Ed. Asoc. Literaria “Nosotras”, Rosario, provincia de Santa Fe, Rep. Argentina.  Poema completo en www.sepaargentina.com.ar – Sección  “N”.

[2] Capítulo. Historia de la literatura argentina.  Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, agosto de 1968, fascículo 43, 1267.

[3] Revista de “La Nación”. Buenos Aires, domingo 31 de octubre de 1982, p. 17.

 

[4] Ilustración reproducida en una página donde es nombrado Marco Denevi, en  la colección Historia de la Literatura Argentina, del Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1968.

[5] Luis Mercedes Levinson -hija de un odontólogo norteamericano y de una catalana-, durante la niñez fue orientada por institutrices extranjeras.  Publicó sus primeras obras con seudónimo y después, se distinguió por sus “extravagancias”, como también solían decir Denevi y los amigos que sabían valorar sus cualidades personales.  Casada con el médico Pablo Francisco Valenzuela, su segunda hija es Mercedes Valenzuela (también destacada escritora).  El segundo matrimonio fue con el ingeniero Guillermo Kpappenbach, director técnico del diario La Nación, donde se difundieron interesantes trabajos de Luisa Mercedes, fallecida en 1988.  Rememoro que siete años antes estuve por primera vez cerca suyo.  Llegó a una de las salas de la Feria Internacional del Libro “Del autor al lector” en la capital federal, acompañada por un señor de estatura menor, luciendo ella una de sus tantas “capelinas” y una tía también de baja estatura física, le preguntó si no podía sacarse el sombrero porque impedía ver a quienes estaban atrás.  Enseguida la sorprendente Levinson y su compañero se trasladaron a otro ángulo y sonrientes, se sentaron sobre dos cómodas sillas…

[6] Carta del lector Daniel Alberto Allende, publicada  el 18 de febrero de 2005, en el diario La Voz del Interior de la ciudad de Córdoba (República Argentina” en la columna La voz de la calle, con el título “Obstinado rigor”: “Desde la columna ‘Baldosa floja’ del sábado 12 de este mes, se alienta una oportuna reflexión sobre el tema de la disciplina escolar. El último discurso del escritor Marco Denevi, pronunciado en 1998, en ocasión de recibir el Premio al Mérito de la Asociación de Egresados del Colegio Nacional de Buenos Aires, fue y es una verdadera lección para docentes, alumnos y padres. A dicho texto corresponden los siguientes párrafos”…

[7] Ese “obstinado rigor” sirvió también para la formación durante mi niñez y adolescencia, constituyó el germen de la “autodisciplina y el autocontrol en la adultez”.  En el lapso 1987-1995 ejercí la dirección del Centromultimedios “Biblioteca de la Legislatura de Santa Fe” designada después de ser aprobado un anteproyecto de Plan Cultural, basado en la educación permanente por el arte de vivir y convivir con propósitos semejantes a los que impulsaron la labor docente durante treinta años en distintas escuelas de nivel secundario.  En ese organismo dependiente de una Comisión Bicameral (Ley 2388/34, provincia de Santa Fe), promoví y concreté reuniones con el personal para explicar determinados proyectos y escucharlos.  Así fue como dije que consideraba necesario “trabajar con rigor” y uno de los últimos empleados ingresados, expresó su firme oposición porque desde su punto de vista, ya bastante “rigor” se había soportado durante el autodenominado Proceso de reorganización nacional iniciado el 24 de marzo de 1976, cuando fue detenida la presidenta María Estela Martínez de Perón y detentó el poder la Junta Militar que designó a sucesivos presidentes provisorios… ¡Así estamos en este año 2005!… Los alumnos que intentan ingresar a las universidades son rechazados en más de un setenta por ciento y en algunos exámenes  para evaluar “el nivel de conocimientos” sobre determinadas materias, no hay aprobados.

[8] Párrafo reiterado por José Brizzi, de la redacción del diario El Tribuno Digital de Salta, República Argentina, siendo presidente de la Nación el doctor Fernando de la Rúa (1999-2001, fin de su desempeño porque presentó la renuncia) y a partir de ese día, 20 de diciembre se aplicó la ley de acefalía, se sucedieron presidentes provisorios hasta que al comenzar enero asumió el doctor Eduardo Duhalde (2002-2003) quien impulsó y apoyó la canditatura de Kirchner, ya que era prácticamente el caudillo bonaerense… y sabido es que entre la capital federal y la provincia reúnen el mayor porcentaje de empadronados.

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