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Luis Rodolfo Mallarino (Santa Fe de la Vera Cruz, 1939)

Luis Rodolfo Mallarino (Santa Fe de la Vera Cruz, 1939)

Participación con Poemas.

Colaboraciones.

1981: “El viento me ata” – Poemas.

Prólogo.

Colibrí

Comenzar de nuevo.

Yo mismo.

La calle.

El silencio.

Pescador de estrellas.

La tierra me ata.

El viento me ata.

El viento me ata – (Variación II)

1982: Gesta de las Islas Malvinas.

HISTORIA / 82.

Diciembre de 1983 – Presentación en el Museo Rosa Galisteo.

1984: Encuentros con escritores.

1991: “Selección de Cuentos”.

Acta de Jurado.

1992: edición de “Selección de Cuentos”.

La cucaracha.

Diciembre de 2005: palabras y sentimientos.

“Las cucarachas”.

“La tierra me ata”.

La siesta.

Costerito navideño.

Caminito al arco iris.

Canoerito.

“Historias de la Historia de Romang”.

Prólogo.

Frida.

Testimonio de la señora Luisa Sager de Ramseyer (fallecida).

La vejez de esos árboles.

Testimonio de Berta Affolter

referente a su madre doña Marta Meister de Affolter.

Las camelias de doña Marta.

“El Chocolate”.

“Cómo conseguir novio”.

“Alegrías y camelias”.

“Una aventura de 50 años…”.

Adiós en Navidad.

¡Salvados!

Rumbo a América.

Una aventura de 50 años.

Luis Rodolfo Mallarino (Santa Fe de la Vera Cruz, 1939)

Luis Rodolfo, hijo de Carlos Alberto Mallarino de los Santos e Isabel Navarro Moreno, nació el 26 de noviembre de 1939 en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, capital de la provincia de Santa Fe, República Argentina. Fue el primero de cuatro hermanos: Carlos Alberto, Blanca Estela y Mario Roberto.  Ha destacado que “vivió toda su infancia y adolescencia en su ciudad natal. Cursó estudios primarios en la Escuela Nº 38 ‘Brigadier Gral. Estanislao López’ en el Barrio de Guadalupe en Santa Fe”.  [1]

Comenzó sus estudios secundarios en la Escuela Nacional de Comercio “Domingo Guzmán Silva” y dos años después, continuó en el Colegio Nacional “Simón de Iriondo” egresando con el título de Bachiller. “En 1953, a los 14 años de edad, se recibió de Profesor de Música en el Conservatorio de Música ‘Schneider’. En 1957, luego de finalizar la secundaria viaja al sur del país, más precisamente a la ciudad de Allen en Río Negro para trabajar junto a su tío” -capataz en unas plantaciones de manzanas- y realizó trabajos de oficina durante dos meses.

En 1960 ingresó al servicio militar en la Marina con destino a la Base de Puerto Belgrano: “allí conoce el mar por primera vez, ese encuentro con el mar lo marca definitivamente.  Navega en alta mar a bordo del Portaaviones A.R.A. ‘Independencia’.

A los 23 años, en 1962 vuelve a Santa Fe y en 1963 se traslada a Rosario para comenzar la Carrera de Odontología en la Universidad Nacional de Rosario, de la cual egresa en 1969 a los 29 años de edad con el título de Odontólogo Cirujano.

Durante sus días de estudiante fue perseguido por la policía por alentar rebeliones contra el poder militar: era la época de Onganía, fue entonces que se compromete con la democracia y la libertad.  Por ello fue continuamente vigilado durante toda su carrera universitaria” que la realizó “becado por la Universidad.  Además, debió trabajar durante toda su carrera en los comedores escolares de la UNR y en el Comedor Universitario; también mientras cursaba realizó algunos trabajos como oficinista en algunas empresas para mantener su carrera.

Fue ayudante ad-honorem de cátedra, en Histiología y Embriología Dentaria.

Al recibirse de Odontólogo trabajó un año en Santa Fe y luego se trasladó a Romang.

En 1972 fue elegido Vicepresidente Comunal de Romang, acompañando al Presidente Amaro Fontana, en elecciones democráticas.

Ya en Romang se preocupó por lo social y fue co-fundador del Hogar de Ancianos de Romang y del Periódico ‘Comunidad’ a cargo del Grupo Cooperativo Comunidad de la misma localidad.”

Cursó distintas carreras, entre ellas “Profesorado de Historia y Geografía en el Instituto Superior del Profesorado de Reconquista (Santa Fe) en donde toma contacto con la filosofía y la psicología.”

Asistió a la Escuela Municipal de Bellas Artes de Reconquista adquiriendo conocimientos sobre “Teoría del Color y la perspectiva, etc.  Todo esto va enriqueciendo y madurando su personalidad como escritor y poeta.”

Fue co-fundador de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) Filial Romang, junto a Héctor Soneyro.  Desde 1982, uno de los primeros adherentes a la iniciativa de la escritora Nidia Orbea de Fontanini para la organización del CEL (Círculo de Escritores del Litoral) y recibió diploma como co-fundador en septiembre de 1983.

Junto a varios escritores, co-fundaron el SER (Sociedad de Escritores Romanenses). Puso en marcha y dirigió el Taller de Escritura dependiente de la Comuna de Romang.

Luego, fundó, dirigió y sigue coordinando las actividades del Taller Independiente “Voces del alma” integrado con escritores locales.

Co-fundador de la “Asociación Italiana” de Romang y “desde aquella época su vicepresidente.   Es coreuta del Coro Polifónico de Romang,  el registro amplio de su voz le permite ser tanto tenor, como Barítono y Bajo.”

Actualmente se encuentra casado con Lina Bieri, con quien tuvo tres hijos: Juan Pablo, Constanza Carolina y Sofía Victoria.  El primogénito, falleció en 1986, a los once años de edad, en un accidente ocurrido en Brasil al encontrarse de vacaciones con su familia en las Cataratas y que como él suele destacar, “este acontecimiento lo marcó para siempre”.

Jefe a cargo del Servicio de Odontología del Hospital “Jonas Salk” (SAMCO) de Romang.

Participación con Poemas…

-Participó como poeta junto al pintor Esteban Luna, en la Muestra de Poemas Ilustrados organizada por la Subsecretaría de Cultura de la provincia y obtuvieron Medalla Nacional de Plata.

-Participó en el concurso trienal de Poesía “José Pedroni” con la obra inédita El silencio luminoso.

-Participó en el Salón Bica Cultura auspiciado por la ASDE (Asociación Santafesina de Escritores) de la capital santafesina.

-Participó en el 1º y 2º Salón de Poemas Autoilustrados organizado por la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de Avellaneda (provincia de Santa Fe) y obtuvo el Primer Premio y Medalla de Plata, respectivamente.

-Participó en la Muestra de Poemas Ilustrados en la Escuela Municipal de Bellas Artes de Reconquista.

-Participó en la Muestra de Poemas Ilustrados en el Teatro Municipal de Santa Fe, organizado por el Superior Gobierno de la Provincia de Santa Fe.

-Su poema Historia/82 fue seleccionado por la escritora Nidia Orbea de Fontanini e incluido en Tríptico II – Homenaje a la Palabra, presentado el 22 de diciembre de 1983 en el Museo de Bellas Artes “Rosa Galisteo de Rodríguez” de la capital santafesina.

-Invitado por el subsecretario de Cultura Dr. Jorge Alberto Guillén, integró un panel junto a los escritores Carlos Morán, Oscar Agú y Julio Gómez.  Acto realizado en el Museo “Rosa Galisteo de Rodríguez” como culminación de la celebración de la Semana del Escritor, junio de 1984.

-Invitado por la Subsecretaría de Cultura participó en la Selección de Poemas Ilustrados presentado en el Teatro Municipal “1º de Mayo” de la capital santafesina, “Pintora Ilustradora Rita Cevallos de Artiguez, en donde obtiene otro galardón”.

-Participó en el Certamen Literario “Luciano Arierza” de Laguna Paiva, organizado por la Biblioteca Popular “Juan Bautista Alberdi” declarado de interés cultural y auspiciado por la Subsecretaría de Cultura de la Provincia de Santa Fe.

-Obtuvo el 3er. premio en el “Concurso de Poesía” de Avellaneda, organizado por la Escuela Nº 6101 de esa localidad.

-Invitado por la ASDE (Asociación Santafesina de Escritores) y la Fundación Banco COINAG de Santa Fe, participó en el Salón de Poemas Ilustrados en homenaje al Dr. Agustín Zapata Gollán.

-Sus poemas fueron difundidos en distintos programas de radio y televisión; los publicaron en diarios y revistas de distintas localidades de la Argentina.

Luis Mallarino, en el primer lustro del siglo veintiuno “sigue escribiendo poesía pero la narrativa crece en su interior a través del Taller de Escritura de la ciudad de Reconquista, dirigido por María Angélica Scotti, más tarde por la escritora Laura Vizcay.”

Como narrador, ha participado en siete antologías.

-Participó en concurso con el cuento Libertad Funesta.

-Obtuvo el 1er. Premio con el cuento “La cucaracha”, en el Concurso Literario “Manuel J. Castilla” (Género Cuento), organizado por la SADE (Sociedad Argentina de Escritores” de la ciudad de Río Cuarto, provincia de Córdoba.

-Obtuvo el 2do. Premio con el cuento “La muda” en el Concurso “San Lorenzo Cuna de la Independencia Americana” – V Salón de Arte y Concurso Literario organizado por la Municipalidad de San Lorenzo (Santa Fe) y auspiciado por la Secretaría de Cultura de la Nación y la Subsecretaría de Cultura de la provincia de Santa Fe.

-En 1989, integró un Panel en la Feria Internacional del Libro de Alvear, provincia de Corrientes.

-En 1990, participó en las “Jornadas Nacionales de Encuentro y Trabajo” refiriéndose a La escritura femenina; organizado por la Fundación Bica y el Taller Literario Independiente “María Angélica Scotti” de la ciudad de Reconquista.

-Escribió un trabajo periodístico-literario testimonial Historias de la historia de Romang (Testimonios de antiguos pobladores) publicada por capítulos en la “Antología para una Identidad” que dirige el escritor Pablo Alcides Pila y en el diario “Panorama” de la ciudad de Reconquista.

-Publicación del cuento Melisa de colores, en el suplemento literario del diario “El Litoral” de Santa Fe de la Vera Cruz.

-Participó en la Antología “Memorias del Pueblo II” y “Memorias del Pueblo III”,  por concurso de la Comuna de Romang.

-Escribió la novela Las cucarachas y la obra Cuentos para los días de lluvia, inéditas “por falta de recursos”.

Colaboraciones

Con sus trabajos literarios colaboró en Suplementos del Diario “El Litoral” de Santa Fe de la Vera Cruz; en la revista “Correo Odontológico”, en el Diario “Edición 4”; en la Revista Cultural “El Deslindado”; en LT10 Radio de la Universidad Nacional del Litoral (de la capital santafesina); LRA 14 Radio Nacional Santa Fe (en el programa “Acontecer literario”; lecturas públicas en la “Casa de la Cultura” dependiente de la Dirección de Cultura de la Municipalidad de Reconquista (departamento Gral. Obligado, provincia de Santa Fe.)  [2]

1981: “El viento me ata” – Poemas

En el acto de presentación de El viento me ata, realizado en el Círculo de Odontólogos de la capital santafesina durante la primavera de 1981, estuvimos junto a Ana Hilda Quinodoz de Villanueva y  Estrella Quinteros.  Aquel libro dedicado fue uno de los tantos que entregué para la lectura y que no volvió a la biblioteca familiar.

Décadas después, con emoción leo esta dedicatoria en uno de los libros que generosamente Luis me ha enviado desde Romang, para que pudiera avanzar en este propósito de mayor difusión de su obra:

“A mi amiga / dilecta y admirada / te dedico este poemario de, para mí, casi existencial / con gran afecto y cariño / Luis / Romang 12-12-2005”

Prólogo

María del Pilar Lencinas, residente en Reconquista, escribió este prólogo:

“Mucho se ha dicho de la poesía y del oficio de poeta.  En un mundo donde el hombre navega sus naufragios, los poetas se aferran a la palabra como una suerte de redención salvadora.

Luis Rodolfo Mallarino, asume en EL VIENTO ME ATA, la voz del profeta contemporáneo solo en un mundo fantasmagórico, que intenta compartir en diversas dimensiones: afectiva y metafísica.

Poesía que busca la redención del hombre por la palabra que fluye y mana espontáneamente como una suerte de magia vivencial, el poeta dice y expresa, un mundo y un submundo donde yacen afectos e indagaciones más allá de la experiencia cotidiana.

Porque si poeta es el hombre que siente la vida, la trasmite por la palabra y despierta con ellas emociones, podemos aseverar, sin correr el riesgo de equivocarnos, que el autor puede arrogarse el nombre de poeta.

La poesía de Luis Rodolfo Mallarino, nos encauza por distintos laberintos donde transita su ser, dice el poeta: ‘ando un camino de seda / deshilachado en mil hilachas / de recuerdos sin orillos,’/ para luego continuar: ‘la gran piedra está lista / la tierra abre sus fauces y me traga, me digiere / Ya  soy el albedrío, un pájaro / sin cielo, que vuela el infinito/’.

Y la tierra, dueña de todos los cantos de los hombres, recibe también el canto del poeta: ‘la tierra me ata a su húmedo seno / entre raíces que horadan su vientre/.’

Una bella conjunción de vida, sueños, mutaciones y afectos, sin descontar la indagación última de la pregunta metafísica, nos regala el autor de este libro.

EL VIENTO ME ATA, nos revela una búsqueda de lo infinito en la finitud del tiempo que es la vida.  Vida que transita el poeta, seguro de su palabra, la ata al viento, para esparcirla por la tierra, como una ofrenda bellamente concebida.”   [3]

Colibrí

                 Publicado en “Edición 4” Reconquista.

Alado, diminuta escala,

virtuoso vuelo destellado

visitante de la flor.

Cromatismo singular,

primorosa aparición.

Etéreo colibrí

; semifusa de colores.

Ni el agua te salpica.

¿Dónde cuelgas tu nido?

¿Cuántos son tus días?

La magnolia que perfuma

la aurora ensangrentada

del día que no viniste,

lloró en sus pétalos

el dulce néctar de tus tragos.

La soledad que aquieta

la luz verde de los tallos,

y el crepúsculo abrazado

al horizonte te despiden

 en tu día más corto colibrí.

                                          (Pág. 13-14.)

Comenzar de nuevo

Abonando mi tristeza

creo sutiles formas

que nada me dicen.

Entonces, polarizo mi alma,

evadido del lugar, con

pensamientos que se marchan

en imágenes fileteadas

de tachones, para comenzar

otra nueva que no llega.

Deshilacho telas

de retratos viejos.

Tejo nuevos lienzos.

Ahora, todo es blanco,

puedo comenzar de nuevo.

                                          (Página 18)

Yo mismo

Tendido al silencio

de una sombra quieta de vientos,

con los brazos abiertos,

esperando el estigma luminoso

que marque mi rumbo tenue de vida,

en pía actitud, abriré las manos

para recibir el trueno cardinal

del Ser.

Entonces, toda la sed resistida

de la nosología, se precipitará

penetrándome en tallas microcósmicas

que, átomo a átomo, pequeños

recortes de realidad, me irán

dando esa forma tan mía.

Ahora que Soy, todo gira en mí

con presagios desconocidos, con

la celeridad de aquellas músicas

de cromáticas ascensiones.

En virtuosas escalas,

tendré que ser la última nota

inquieta, creadora, según

la majestad de la vida.

En ultimo acto, se resignará

mi curva en una línea

de punto final.

                               (Páginas 21-22)

La calle

Estrecha, bordeada de malezas

y una ochava de alambre con

postes que la enhebran,

se pierde polvorienta

al final de la perspectiva.

Seres desencajados,

parecen restos humanos

que caminan las mismas huellas,

y caminan, y caminan, hacia

algún lugar en la mente,

doblando en sus pensamientos

los sentidos, y no ven la vida

para adentro.

Caminantes, parecen fantasmas,

flotando irreales, polvorientos.

El frío adormece sus gestos

en el largo serpenteo de la calle.

Un carro la recorre lenta,

levantando el premonitorio polvo

de sus tiempos, hasta perderse

en la agonía visual de la distancia.

                                          (Páginas 24-25)

El silencio

Fuerza que lacera la mente.

Intrépido halo, sentido; cargado

de largas noches reveladas,

de intensos silencios vividos

momentos vividos, sin aliento.

Paréntesis que interroga.

¿Cuántos son los días, pesados,

de silencios resistidos?

El silencio es el presagio

del alma que desde el abismo,

la eleva al cenit de la vida.

Es la libertad del Ser,

navegante en el espacio mental

que lo limita.

Es la prisión preventiva del Yo.

El silencio,

es un infinito que destruye

con preguntas sin respuestas.

Es un vacío en la nada.

Es un espacio entre dos tiempos.

Es la espera entre los que se aman

comunión de los que se miran y,

penetra hasta el fondo abstracto

del sentido.

                                          (Páginas 29-30)

Pescador de estrellas

                 Publicado en “Edición 4” de Reconquista.

Remontando barriletes

con faroles en las colas,

buscando espacios en lo utópico,

persiguiendo ideales

que atrapados se esfuman

con el tiempo de la luz,

se me entornan los días.

Por las noches estrelladas

remonto las galaxias más lejanas

alegre y descuidado,

evadido de la vida,

atrapando estrellas fulgurantes,

aureoladas, de iridiscentes

destellos azulados.

Me encuentro

al final del universo

con la aurora, y me regala

una armonía universal

desconocida, y un ramo

de planetas y corcheas,

en mi honor, por ser

el pescador de tantas

estrellas.

                 (Páginas 34-35)

La tierra me ata

Un extraño canto me ata

con tientos de surcos a la tierra,

y un pasar de trotes me libera,

hecho terrones que la lluvia

quiebra.

Un don de forma y polvo barrido.

Una forma de dar abrigo de vida,

al grano partido del último otoño.

La tierra me ata hecho semilla.

Los soles caídos me abren en brotes,

y los campos se llenan de un ambarino

tinte amarillo, con formas de espigas

y granos de trigo.

La tierra me ata a su húmedo seno

entre raíces que horadan su vientre

buscando una forma de vida, siendo

semilla o árbol de sombra.

                 (Páginas 51-52)

El viento me ata

Un balcón invita

a que te asomes

y el alero a la golondrina

que cuelgue su nido

su canto y tu nombre.

El jardín invita a la abeja

en un convite de fragancia y miel.

La oscuridad a la lámpara

que alumbre hacia fuera.

La rama del mimbre al pájaro

de liviano plumaje,

de trinante canto,

y un manojo de lilas

de sutil aroma te llama.

La orilla del río

roza los sauces

que el viento entrelaza,

y desposa sus flores.

¡Y tú no te llegas,

y yo no soy sauce ni río!

No tengo flores en mis ramas

y el viento me ata.

                   (Páginas 53-54.)

El viento me ata – (Variación II)

Mi palabra se ata al viento

y recorre geografías imbuidas

de razas, nombres y paisajes.

El viento me ata entonces, a la

 mansedumbre del estanque, a la

quietud de las flores acuáticas,

al vuelo del pájaro.

Me ata a la nube pasajera que flota

y se diluye misteriosa, en algún cielo

de los mares, que oye los ruegos

de los hombres cuando elevan su mirada

al cielo, y les roba sus oraciones.

El viento me ata

a la rama del junco que se inclina

sobre la fuente donde bebo,

me ata al huracán pero no soy quien

destruyo, me ata a la muerte o me

lleva por la vida, impotente.

Así, descubro las cosas ya hechas

y las descuelgo de mi mente en un

giro hacia el Este,

siempre cara al sol,

donde aprehendo la vida.

                 (Páginas 55-56)

1982: Gesta de las Islas Malvinas

Luis Mallarino, necesitó expresar sus percepciones al generarse la Gesta de las Islas Malvinas, entre el 2 de abril de 1982 y el 14 de junio de ese año.

HISTORIA / 82.

La Historia, preñada de pecados

socava las raíces más profundas de la vida.

De su seno mana la locura

de este siglo incierto y cruel.

Un aciago y monstruoso

 feto sacude sus entrañas.

 

Esta Historia,

esta madre de los hombres de hoy,

ha fecundado en su matriz de tiempo

al hijo del mañana que repetirá el gesto violento.

 

Ha engendrado la violencia

que destruye la aurora de la vida

en los vientres de las madres;

 al que matará los hombres del trabajo,

minará el hogar, destruirá el AMOR.

 

Nacerá al fin, y hará la guerra de los jóvenes,

en el bacanal final beberá la sangre inocente. 

Castrará los niños.

Arrancará las flores del jardín.

………………………………………………………………

                 Luis Rodolfo Mallarino.

                 Romang, 1982.

Diciembre de 1983 – Presentación en el Museo Rosa Galisteo…

La escritora Nidia Orbea Álvarez de Fontanini seleccionó ese poema y lo incluyó en Tríptico II – Homenaje a la Palabra, presentado el 22 de diciembre de 1983 en el Museo de Bellas Artes “Rosa Galisteo de Rodríguez” de la capital santafesina.

Asistieron escritores santafesinos, entre ellos Edit Caliani de Villordo, Ana Hilda Quinodoz de Villanueva, Estelia Soto Jourdán,  Gastón Gori acompañado por su esposa Elba Rosaura Campana. En la apertura del acto habló en representación del Equipo de Cultura de la Unión Docentes Argentinos, la Supervisora Dolly Cavigiuri de Gagliardi y luego la Sra. Ana María Amat.  Antes de comenzar el concierto de guitarra previsto para esa circunstancia, la señora de Fontanini lo invitó a dialogar acerca de su obra.

1984: Encuentros con escritores…

En el contexto del proyecto elaborado por la Coordinación de áreas de Educación y Cultural (R.M.Nº 322/84 MEC, misión encomendada a la señora Nidia Orbea de Fontanini), durante el otoño de 1984 el Subsecretario de Cultura Dr. Jorge Alberto Guillén mediante sucesivas Disposiciones puso en marcha servicios de educación permanente por el arte de vivir y convivir.

En “Junio: Mes de las Letras” comenzaron los “encuentros con escritores en las escuelas”, colaboración ad-honorem de autores residentes en distintas localidades. Es oportuno tener en cuenta que desde 1973, desde la División de Literatura Infantil y Juvenil, la Sra. María del Carmen Villaverde de Nessier promovió tales acercamientos. En agosto -semana del niño-, se desarrolló el programa “El mundo de los títeres” en escuelas pre-primarias y primarias. En la última semana de “Septiembre: Mes de la Educación” se concretó el “Seminario de Educación por el Arte” coordinado por la Dirección del IPA (Instituto Provincial de Arte) “José Pedroni” dirigido por el Prof. Norberto V. Zen. En ese tiempo,  estaban en organización la “Casa de la Poesía” en Santa Fe a cargo del poeta Juan Manuel Inchauspe que había propuesto iniciar el “Archivo de la Palabra” -funcionó en el primer piso del “Complejo Educativo “Domingo F Sarmiento”, 1ª Junta 2895- y la Casa del Poeta en Rosario, a cargo del poeta Jorge Isaías, inaugurada el 23 de junio en Avda. Belgrano 650 mediante convenio con la Asociación Cultural Rosario. En la sede de la Subsecretaría continuaba a cargo de ediciones el poeta César Actis Bru y co-operando en la coordinación de actividades literarias propuestas por el Señor Subsecretario.

En ese tiempo, desde la Coordinación de áreas de Educación y Cultura fue difundida parte de la obra poética de Luis Mallarino, de Romang…  [4]

1991: “Selección de Cuentos”

Durante la gestión del Secretario de Estado de Cultura y Comunicación Social Licenciado Julio De Zan convocaron a concursos literarios y los libros fueron editados con posterioridad.

Acta de Jurado

“En Santa Fe, al primer día de junio de mil novecientos noventa y uno, se reúne el jurado integrado por los escritores Zizí Bonazzola, Ángel Balzarino y Adrián Escudero, que deberá expedirse en el CONCURSO PROVINCIAL, convocado por la Secretaría de Cultura y comunicación Social de la Provincia de Santa Fe por Resolución Nº 054/91, en el género ‘cuento’. /  El Jurado, habiendo considerado 238 (doscientos treinta y ocho) trabajos presentados, por unanimidad y estimando los recursos lingüísticos, la originalidad de la anécdota en unos casos, la apelación al realismo mágico o a la carga lírica en otros, ha seleccionado los siguientes cuentos para su publicación: /…/ “…y La cucaracha, de Reynaldo.  / El orden de selección no implica gradación de méritos, por lo que el Jurado aconseja se publiquen por orden alfabético de los apellidos de los autores. /  Acto seguido, con la presencia del escritor coordinador , Sr. César I. Actis Bru, y del Director de Áreas Culturales de la Subsecretaría de Cultura y Comunicación Social, Lic. Osvaldo Valli, se procede a la apertura de sobres que contiene los datos personales de los autores cuyos trabajos han sido seleccionados y que se apuntaron precedentemente con seudónimo. De tal modo se determina que los autores son: /…/ “…y Reynaldo – Luis Rodolfo Mallarino (ROMANG) En este acto, se le devuelven al escritor coordinador y al Director de Áreas Culturales, los cuentos que oportunamente recibieron los miembros del Jurado. / NO siendo para más, se da por terminado el acto, previa lectura y ratificación firman la señora Zizí Bonazzola, y los señores Ángel Balzarino y Adrián Escudero, cuatro ejemplares -uno para la Subsecretaría y uno para cada miembro del Jurado. / Zizí Bonazzola – Ángel Balzarino – Adrián Escudero – César Actis Bru – Osvaldo Valli”

Luis Mallarino de Romang, fue uno de los autores seleccionados.

Así como se puso en marcha sin presupuesto, así desapareció la Secretaría de Estado de Cultura y Comunicación Social, ya que a partir del 25 de julio de 1990 el Subsecretario de Cultura y Comunicación Social Lic. Julio de Zan dependió del Ministro de Educación Dr. Leo Wilfredo Hillar Puxeddú,  hasta el 17 de junio de 1990 y luego, como Subsecretario de Cultura hasta el 10 de diciembre de 1991, momento del cambio de autoridades provinciales.

1992: edición de “Selección de Cuentos”

Releo con emoción otra dedicatoria manuscrita:

“Para Nidia con gran afecto, esta antología de la cual participé por Concurso provincial. Un abrazo. Luis / Pág. 89)

 

La cucaracha

¿Por qué la abuela siempre tiene que decirme sos negra y fiera?  ¿Y por qué los guachos del barrio me tienen que gritar cucaracha?   Cucaracha chau cucaracha ahí va la cucaracha.  Si yo tengo nombre, carajo.  ¡Clorinda!  Pero lo que más me revienta, es cuando me cantan, se burlan la cucaracha la cucaracha no puede cantar.  Para mí, el Franz, tuvo que haber contado.  Seguro que lo contó al Juancho, lo que te hizo.  De dónde si no te van a cantar eso… ¡Qué saben! Por eso, por eso tenés que vengarte, Clori.  Sí vengarme.  La Clorinda, algún día, se va a vengar de vos Franz: Por lo que me hiciste.  Porque lo contaste.  ¿Y si me gritan que no puedo cantar porque soy muda?  ¿Y si quedé así por el Franz?  Que sé yo.  Andá a saber. Nadie sabe por qué.  En este pueblo nadie sabe nada.  Nunca nadie sabe nada de nada.  Pero de vos, Clorinda, siempre se cuentan cosas…  Cono la desgraciada de la directora.  ¿Qué tenía que contarle, justo a él, al Franz, sabiendo que era tu padrastro, lo que hacías en los recreos?  Que se mete con los de séptimo en el baño que fuma con ellos que la encontraron con los calzones en la mano que quién sabe qué hace con esos chicos ahí adentro que es una vergüenza que es un mal ejemplo para las otras chicas.  Y el Franz me pegó.  Y vos, Rosa, vieja zonza.  ¿Para qué te metiste a defenderme?, y encima, la ligaste.  Aunque es lindo que a una la defienda la madre, ¿no? Te ponías rabiosa, como loca, vieja, cuando el Franz te pegaba.  Y ese día, ¡cómo te pegó!  Y le juraste y gritaste ¡y te escuchó!  ¿Si querés volver a verme cuando te vengan las ganas vas a tener que verme en el pueblo!  Y lo abandonaste nomás al Franz, Rosa.  Lo dejamos solo, perdido por los galpones viejos del puesto, en la isla.  Y nos vinimos a vivir al barrio ¡Rancherío!  Oscuridades de tierra y yuyos en las calles.  Sin luces.  Y los perros hambrientos, aullando toda la noche.  Pero el Franz, igual te visitó vieja. ¡Todos los días! a la nochecita.  Y los domingos todo el día. ¡Si me acuerdo! ¡Todos los días!  Y el día que te dijo dejate de joder Rosa ya no estoy para visitas mirá vendí la isla el campo no ese es para vos ando con ganas de que nos acollaremos pero nada de casamiento ¿me entendés?  ¿Qué me contestás?  Y le dijiste que sí y fue nuestra desgracia. Mi desgracia.  ¡Vieja zonza!   [5]

 

¡Tres años, Clorinda! Tres años no más lo pasaste bien entre el Franz y la Rosa.  El Franz era cariñoso.  Siempre te acariciaba, Clori.  A vos vieja no te gustaba, no, dejá esa chica ya te he dicho que no me gusta que la estés acariciando, no me gusta.  ¿Cuántas veces habrás dicho lo mismo?  Después vinieron los regalos: esta hebilla de hueso, el moño azul para el pelo, el primer vestido nuevo.  Rojo, ancho para dar vueltas hasta caerse, Clorinda, y las otras del barrio loo tocaban da vueltas Cucaracha da otra vuelta, gritaban… gritaban.  Y la rabia te ardía hasta en los ojos, Clorinda.  Te ardía por lo de cucaracha. Y les reventabas la cabeza con un ¡Guacha de mierda! que las partía en dos.  Y se quedaban solas.  Les dejabas una ronda vacía.  Y te veían correr.  Correr y correr.  Y no parabas  hasta el barranco de los álamos.  No quería que me vieran llorar.

Con el tiempo, el Franz y la Rosa, me hicieron a un lado.  En las noches de verano como ésta, dormía afuera, sola, estiradita la Clorinda en su jergón.  En el invierno podía dormir adentro.  Pero no me gustaba.  ¡Si te habrás tapado estas orejas, Clorinda!  Quietita, hasta que ellos dejaban de hacer ruidos en la cama.

El Franz me enseñó a hacer el fuego tenés que saber elegir las ramas Clorinda primero ponés las más finas después unas gruesitas y prendés el fósforo ya está ahora le ponés el tronco grueso y listo tu fogón ya podés poner la olla. Así me lo enseñó.  Ahora hago los guisos.  Cantidad de guisos y sábalos a la llama.  Al Franz siempre le gustaron mis sábalos.  Se ha hecho un pueblero borracho, pero buen pescador.  También celoso.  ¡Mirá que celarte Clorinda!  Porque te celaba, sí, ni siquiera te dejaba ir a los bailes porque sos chica, sos negra y además zonza.  Y la Rosa, que te jodía ya te bandeaste el bautismo te pasaste la edad de la comunión  Y hasta al confirmación!  ya vas a cumplir los quince, Clorinda, los quince! Y esta Clorinda entendía.  Sí.  Aguantaba todo lo que la Rosa quería. Por eso, por eso el cura del pueblo, el padre Gervasio, venía seguido al rancho.  Hablaba con el Franz.  El perrerío se le echaba encima al cura. Él se quedaba quietito.  Entonces yo lo salvaba de esos bichos, y él gracias Clorinda gracias y se  secaba la frente con un pañuelo sucio que siempre llevaba encima, entre la boina y la cabeza.  Y entraba conmigo al rancho acariciándome.  Me apretaba contra él.  Me tocaba el pelo y agarraba mi mano.  El Franz y la Rosa saltaban de la silla.  Y el Franz alzando los brazos qué habrá pasado en el cielo que los santos llegan a mi rancho padre Gervasio dejate de joder che y llamaba a la Rosa quiero hablar con ustedes dos el sábado hay bautismo así que quiero bautizar a la cucaracha.  Y a vos no te gustaba Clorinda que el cura te llame como los guachos del barrio.  Y también la confirmamos y la comulgamos todo junto.  Y a mí qué rabia me daba ¡qué rabia! eso es y voy a ser su padrino esta chica ya está crecida muy grande para andar así sin religión después le enseñaremos el catecismo.

El Franz quiso que se haga fiesta. Y pagó las damajuanas de vino.  La gente de la capilla sí que se portó.  No te podés quejar, Clorinda.  Ahí flotan todavía, enredados, entre las ramas del aromo del patio, algunos hilos desflecados de los adornos de la comunión.  Te los había regalado la maestra del catecismo.  Sí, para que adornaras la fiesta, Clorinda.  Las viejas del costurero me hicieron el vestido blanco.  Un vestido de comunión largo, como los de las chicas del centro.  Y el moño con puntillas.  En la foto ¡qué linda estoy!  Pero la Juana ¡qué prima ésa! sí, ella me lo ensució todo al vestido.  Lo toqueteaba todo el tiempo.  El Franz también empezó a tocarme y tocarme.  Y después lo otro.  El Franz llegaba chupado todos los días y se tiraba en el catre.  Y empezaba ¡Clorinda!  ¡Cucaracha! sacame los zapatos! ¡traeme vino!  Y cuando me acercaba me toqueteaba y manoseaba por ahí abajo y qué linda te estás poniendo cucaracha ¡qué linda! Y me pellizcaba cuando estábamos solos.

Aquella noche, antes de acostarme, fui al zanjón a buscar agua para lavarme, atrás del rancho.  Siempre me lavaba ahí las partes, los sobacos y la cara.  Me estaba por secar, cuando en una de esas, al levantar los brazos, alguien me agarró de atrás y dijo ¡quieta! ¡quietita te me quedás! si cantás te mato ¿entendés? ¡te mato! Por el olor, por la fuerza, por el aliento me di cuenta de que era el Franz.  Me apretó la boca.  Lo mordí. Me agarró de los pelos y me tiró fuerte la cabeza para atrás.  Y el cuerpo se me dobló y nos caímos.  Él encima mío y no pudiste hacer más nada, Clorinda, nada, y te quedaste dura, tiesa bajo de él.  Y sentí todos los dolores.  Y él me mordía, como un animal.  Por la boca, por las orejas, por el cuello, por las tetas.  Y entró a temblar hasta que se quedó flojo, echado encima mío respirando fuerte, jipando.  Después, te quedaste solita, ahí tirada, Clorinda.  Y quisiste gritar, pero no pudiste, Clorinda.  Nunca más.  No pude hablar nunca más.  Y allí, revolcada en el suelo por el Franz, casi tapada de tierra, miré para arriba y me acordé de la madre de la Rosa.  ¡Pobre abuela!  Ella siempre decía que si la tierra es buena para la semilla, es buena pa los pobres y pa los muertos.  Y un día se murió.  Pero ella está allá, debajo de la tierra, muerta, y yo, yo estoy viva mirando este cielo negro como el de aquella noche. [6]

Diciembre de 2005: palabras y sentimientos…

Después de diálogos telefónicos, una carta: “Romang 12-12-05.

Nidia, amiga, mi buena amiga.

Te envío “Las cucarachas”, mi primer novela para que la leas… y un pequeño poemario… “La tierra me ata”, es mi tierra con su gente, sus paisajes donde llevo vivido ya casi 38 años y también, hablando de gentes y de pueblo un hermoso trabajo periodístico que supe hacer en su oportunidad…

Tu amigo de siempre y para siempre / Luis Mallarino.

“Las cucarachas”.

Luis Mallarino necesitó escribir, antes del primer capítulo de su novela:

“…cuando en los pasillos de la escuela de fotografía se escuchó mi nombre no fue porque gritaron: ‘Rajá de acá, alcahuete, maricón; ni Cirilo pan y vino’.  Dijeron ‘Cirilo Zapata, aprobado’.”

 

Después, narró historias de Rosa hasta el momento en que el doctor Perales “llegó junto a ella, y sin vueltas, soltó aquellas palabras:

-Sí, Rosa, es cáncer no más.

Aquello sí que había sido sentir miedo. Miedo, frío y soledad, todo junto.  Era como que Dios la había abandonado aquel día”…

Y luego, el diálogo con ese pasajero mientras ella evocaba las advertencias de su madre: “Ella fue una mujer sufrida”… e insistía en que “…‘la alegría llega fácil; pero el dolor te hace llorar, y cuando se llora, duele mucho Rosita.  Cada vez que hagás una macana vas a perder algo, vas a vivir para lamentarte, de las porquerías tuyas y de las que te hagan los otros.   Sí, Rosita.  Los demás te arruinan la vida.  A lo mejor te piden perdón, a lo mejor; pero ya te jodieron para siempre.  Qué vas a hacerle m’hija’.  Porque para ella siempre fui su Rosita ¿sabe?  Es como que uno nunca creciera para los viejos”…

El pasajero recordando cuando tuvo “que hablar en Santa Fe, a los delegados sindicales” y ella, que “ni lo dejó terminar”:

 “…Vea, yo soy parte de ese pueblo y le puedo asegurar, que políticos, he conocido muchos.  ¡Nunca nadie me dio nada!, ni a mí ni a los demás pobres de mi pueblo.  Sólo nos han dado palabras y palabras.  Discursos, como se dice.  Nada más que esperanzas, eso nos dieron siempre.  Esperanzas, de seguir siendo pobres.  Porque a los niños no se les puede dar de comer esperanzas.  Sí, señor en este gobierno, en el otro y en el anterior del anterior.  Siempre igual.   Y en el de Perón también, ni ése se escapa.  Y eso que era el gobierno del pueblo y para el pueblo.  Imagínese, qué podíamos esperar de los otros gobiernos.  Políticos.  Son todos iguales.  Cuando llegan allá, arriba, se olvidan de los de abajo, esperamos algo.  Se olvidan del pueblo, señor”.

 

El tren avanzando sobre los rieles y ese diálogo transformándose en apasionada discusión en la voz de la mujer y en “intención de apaciaguar las cosas” en el ánimo del hombre.  Mientras tanto, “para ella todos los políticos eran iguales.

Y el padre del Mingo también, ¿por qué no?  Se llamaba Echegoyen; pero qué le importaba.  A ella nunca le habían importado los apellidos. Ni el de los fundadores de Romang, su pueblo.  Éstos también tenían sus historias.  Así que ahora, menos le importaría el de este pasajero, un desconocido.  Además, el Mingo Echegoyen, fue para ella la muestra del botón, como hombre y como político.  Así que mejor desde ahora se quedaría a solas con sus pensamientos”.

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Llegada hasta una estación, descanso en el bar y una vez más, regreso al vagón. El hombre recordando que su señora murió de un ataque del corazón y que “la mató el hijo, nuestro único hijo”, casi confesión que asombró a Rosa y fue entonces cuando se impuso este relato: “…Ese hijo era todo lo que teníamos.  Resulta que en el año cuarenta y cinco se fue a Buenos Aires, quería trabajar allá.  Era muy andariego así que con la madre no pudimos pararlo.   Y le gustaba tanto viajar.  Por ahí se le ocurría irse y, desaparecía.  Eso la preocupaba mucho a la madre…

“…Se imagina a una madre siguiendo en su cabeza, con el corazón, el deambular de ese único hijo?  Y bueno, la última vez que lo vimos, parecía un fugitivo”…

“La pobre madre se murió sin volver a verlo”…

“Mi hijo nunca volvió; y vaya Dios a saber si está vivo todavía allá por el Chaco.  Sí, yo también tengo una historia Rosa”.

 

A Rosa, “este pasajero dormitando con la boca entreabierta le había hecho recordar al Franz.  Pero ahora, a este hombre, no sabía por qué, lo sentía tan cerca.  Sería porque era un cristiano dolido y solo como ella, o porque volvían con las mismas esperanzas.

El pasajero se ha dormido.  /…/  Ya que el pasajero duerme se arreglaría un poco.  Así, ella también estaría arreglada, lista para la llegada a Vera.”

Y una vez más los recuerdos, y aquella pregunta que todavía no había encontrado una respuesta: “Por qué la abuela siempre tiene que decirme sos negra y fiera?  Parecés una cucaracha”…

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El tren se detuvo en Vera y “Don Echegoyen no opone resistencia a la mano tendida de Rosa.  Pisa fuerte y así, los dos avanzan por la galería del apeadero”.  Ella le dice que compará “unas masitas” que volverá “enseguidita” para acompañarlo “hasta que llegue su sobrina a buscarlo… y mientras tanto, nos comemos las masitas”.

Fue en ese momento, cuando don Echegoyen sacó de su billetera “una tarjeta que le entrega a Rosa, ella sólo atina a guardarla en uno de los bolsillos de su vestido, no la lee.”

Ella estaba pagando las “galletitas sin sal” cuando observó “a través de la vidriera que da a una de las galerías de la estación, gente que  corre por el hall. /…/ Cuando Rosa llega al lugar, él, Echegoyen, yace en el suelo.  La cabeza doblada, los ojos abiertos, fijos como si miraran al norte. /…/ El tren parte.  Retoma el rumbo norte, al Chaco.  La gente en la estación se disgrega.  Van, vienen y la estación vuelve a la rutina del viento de octubre.

A ella nadie le había preguntado por el pasajero muerto.  Nadie dijo, esta señora debe conocerlo, viajaban juntos, hablaba con él.  No. Entonces había sido como si en ese tren hubieran viajado dos ánimas.  En ese caso, el ánima de su compañero, había seguido su viaje al norte y ella había quedado aquí, ahora pensando en cómo haría para llegar a su Romang.  De pronto, recordó que el pasajero le había entregado, ‘por cualquier cosa’, su tarjeta personal.  Nerviosa como estaba, la buscó y cuando la tuvo, se puso los lentes y leyó:

DOMINGO ECHEGOYEN

Secretario Sindicato Alimentación

Avda. San Martín 178

Vera – Pcia. Santa Fe

 

Una ráfaga de estupor recorre el cuerpo de Rosa.

Desde ahora ya no habría más dudas en su cabeza.  Cuánta razón había tenido don Domingo Echegoyen durante el viaje cuando hablaron del destino. El de él se había cumplido en el piso sucio de una estación de trenes. Por qué había dejado que el padre del Mingo le contara su sueño esta mañana en el tren, en ayunas.

Acaso ella ¿no había oído hasta el cansancio desde chiquita que: ‘no hay que contar los sueños en ayunas porque si no se cumplen’…”

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“La tierra me ata”

Luis Mallarino generó el poemario La tierra me ata -inédito- incluyendo: “La siesta”, “Poema I, II”, “Costerito navideño”, “Nocturno”, “Poema III”, “Caminito al arco iris”, “Mi burrito Jacinto”, “Canoerito”, “Poema IV y V”.

La siesta

Desde el púlpito celeste

el sol discurre su prédica

arrasante de silencio y fuego.

La tierra seca y hambrienta

presiente mi fatiga, la devora

y bebe mi sombra.

El sauce dobla su tronco magro

hacia las grietas sedientas

del suelo herido.

Lloran enjutas sus ramas

lamiendo la humedad del viento.

El crespín, pájaro de sombra

sin forma en el follaje,

quiebra tiempos de silencios

en lamentos tristes y, lejos,

un rancho se abate olvidado

a la vera penitente del almiar.

Una desolación de polvo

sepulta la huella solitaria,

guacha, ya sin dueño, en la siesta

caliente, vertical; y dobla el cardo

su flor, en dolor de sed.

Costerito navideño

A dónde vas costerito

limpiadito y remendado

con ramitas bajo el brazo

y farolitos en las manos?

¡Voy a la otra orilla”

¡Los bichos se han juntao!

Ha nacido un corderito

y el patrón, Jesús lo ha bautizado.

Voy a hacerle un arbolito

con ramas de laurel,

 igual que en el pesebre

la cueva de Belén.

Pala, pala, costerito

que la noche es buena, buena,

y, el río es manso y se ve,

que el cordero de los hombres

en la isla quiso nacer.

Caminito al arco iris

Caminito sombreado de fresnos,

alfombrado de caliente polvo,

sendero de mansas cabras,

florida vereda de verbenas,

hoy, caminé tu soledad,

y me envolvió la ventisca

aromada de salvias y esteros.

Caminito:

alcanzaré tu colina

 y allí, quedaré en silencio

mirando el flameante trigal

en su esplendor,

y las nubes blandas, blancas,

mojarán mi rostro marchito

de tanto andar.

Entonces andaré, andaré

como arriero de vientos,

como pastor de nubes

camino de algún cielo,

rumbo al arco iris

y seré eterno, de colores.

Canoerito

Canoero, canoero,

niñito obscuro,

pelincho negro,

manitas flacas,

cuerpito enjuto,

de tanta pala,

de tanto río.

Canoero niño, canoerito

de aliento largo,

de los ojos tristes,

de mirar sin brillo;

de la panza flaca,

sin ningún mendrugo.

Canoero, canoerito

de orfandad nocturna

y de tantos soles,

si aquel día,

arriando el pique,

hubieras visto

la cuerda aquella

hecha destino,

enredarse a tus patitas,

tu inocente cuerpo

no hubiera hendido

el remanso bravo

del Paraná.

 

“Historias de la Historia de Romang”

Prólogo escrito por María Angélica Scotti.

(Recuerdo el momento en que escuché por primera vez esos nombres y apellido en la voz de Walter Operto mientras dialogábamos acerca de algunos proyectos impulsados por el subsecretario Dr. Jorge Alberto Guillén quien había logrado poner en marcha el Instituto Provincial de Arte “José Pedroni” –creado mediante decreto Nº 232/84) y le encomendó a Walter la organización de un taller de Dramaturgia…) [7]

 

Prólogo

Con este libro, Luis Rodolfo Mallarino emprende una labor periodístico literaria y de alcances Antropológicos que debería encararse en las distintas comunidades de nuestro país: recoger los testimonios de antiguos pobladores.  El objetivo primordial: preservar la memoria, salvarla de su pérdida definitiva, incluso restituir a los viejos el papel que les corresponde como guardianes y trasmisores de los aconteceres del pasado.

Las “Historias de la historia de Romang” se abren ante el lector por obra de la propia voz de sus protagonistas.  Cada uno de estos testimonios es un verdadero monólogo o soliloquio en primera persona, sin que medie la intervención del entrevistador.  [8]

El testimonio no es simplemente una recopilación periodística.  Implica también una tarea literaria, de reelaboración del material reunido.  En esta reelaboración, Luis Rodolfo Mallarino, acorde con su condición de poeta, pone su particular sello estilístico.  “Historias de la Historia de Romang” es un libro que tendrá buena acogida no solo en su comunidad sino en otros sectores de la vida nacional preocupados por la identidad y la memoria de nuestro pueblo.

                        María Angélica Scotti

Frida

Mis padres vivían en Spaar, un pueblito de Suiza.

Papá se llamaba Emilio y mamá Frida.  Frida Haster.  Se conocieron en el mismo Spaar. Se pusieron de novios y al tiempito nomás se casaron.

Allá en la Suiza mamá trabajaba como partera y curaba con las aguas: baños de asiento, baños de barro, baños de sol y todas esas cosas.  Papá contaba que cuando eran novios, él la visitaba a mamá en la casa.  Se sentaban frente a la chimenea, junto a los padres, es decir mis abuelos maternos, y papá, en esas tardecitas de invierno, les leía libros de medicina que sabía traerle para mamá así ella aprendía nuevas curas, y los abuelos también.

Esa enseñanza les sirvió luego a mamá cuando se casaron.

Mamá con su trabajo, fue juntando plata para el pasaje a la Argentina.  Papá también juntó, y mis abuelos, los padres de ella ayudaron con otro tanto.  Estaban decididos a emigrar.  Estaban decididos a todo.  En Suiza se vivía una grave crisis económica por aquella época.  Se vivía muy mal.  Entonces, ante las noticias que llegaban hasta ellos de que en la Argentina necesitaban colonos, gente que trabajara la tierra, que poblaran las pampas, decidieron venirse para América, a la Argentina, más precisamente a Romang.  Sabían por cartas que se recibían en la aldea natal.  Cartas de gente que ya hacía un tiempo había emigrado para acá, a Romang.

Papá, si no recuerdo mal, trabajaba de hojalatero allá en Suiza; pero sus padres tenían confitería.

Como después de casados vinieron los hijos, mamá empezó a trabajar también a domicilio y con papá se repartían el tiempo entre el trabajo -que era mucho-, y la crianza de los hijitos.  Después, cuando tuvieron todo preparado, en orden los papeles, partieron para la Argentina.

No recuerdo desde qué puerto salieron ni los viajes previos que debieron hacer.

Sé que el vapor tuvo una travesía muy fea.  Pero mis padres también tuvieron lo suyo. Resulta que en el viaje, en alta mar, se les enfermó uno de los hijitos.  La más pequeña, que era de pañales. Marta, uno de los tres hermanos míos.  Papá nunca nos contó de qué se enfermó ella.  Pero el caso es que Martita estaba muy mal, se moría.  Mamá, pobrecita, contaba que se lo pasaba en la cubierta del barco para ver si el aire del mar la mejoraba.  A veces era tanto el frío y las olas la mojaban que también mamá terminaba en cama.   Pasaban los días y Marta no mejoraba.  Entonces, ya la gente, los pasajeros que viajaban con ellos, empezaron a decirle cosas a mamá que a ella la hacían llorar, la postraban de dolor.

“Señora -le dijo un día un pasajero que la veía sufrir-, no se sacrifique más.  Esa chica va a ser comida para los pescados”.  Los marineros también fueron apareciendo, primero como curiosos, pero después ya le hablaban y le decía: “Esa beba va a morir, la tendremos que tirar al mar”.  Yo hoy pienso qué gente despiadada era aquella ¡cómo le iban a decir esas cosas tan horribles!  Y pasó que se sanó! Y con el tiempo Martita fue la madre de la que hoy es Doña Emilia de Vargas. ¡Y claro!, antes a los que morían en alta mar no los traían directamente se los arrojaba al agua.

Después de ese episodio no nos contaron nunca más nada de ese viaje.

Llegaron a Buenos Aires. No recuerdo que hayan dicho qué fue lo que sintieron cuando llegaron.  Supongo que les habrá gustado Buenos Aires.  Lo que sí recuerdo que nos contaban que en el puerto había mucha, muchísima gente.  Papá se ponía malo porque no se podía hacer entender.  Se desesperaba.  Toda aquella gene hablaba distintos idiomas.  ¡Era una confusión!.. Y mamá estaba con sus hijos apretados contra su falda, asustada; pero muy asustada.

Papá le recomendaba que lo siguiera agarrada de su cinto cuando caminaran entre aquel gentío.  Lo que no sé, es qué harían mientras tanto los abuelos, ¡pobres!

En Buenos Aires no los esperaba nadie ya que ellos habían partido solos, sin nadie conocido en Argentina y mucho menos en Romang.

Una vez terminados todos los trámites de aduana, inmigraciones y esas cosas, al otro día se embarcaron en un vapor que los trajo por el río Paraná hasta el puerto Malabrigo.  Este puerto estaba en al desembocadura del arroyo del Malabrigo sobre el Paraná.  Hoy ya no existe, creo: yo ya estoy vieja y sólo sé lo que me cuentan loso que se van de pesca para allá.  Me acuerdo que quedaba derechito a Romang.  En ese puerto también vivían unos indios domesticados.  Papá contaba que allí tampoco se encontraron con conocidos.  Y que esa noche no pudieron dormir por la cantidad de mosquitos.  Se reía y decía: “Si parece que estos bichos nos tratan como a extranjeros!  Había que cubrirse hasta el rostro.  Mamá lidió con los insectos toda la noche, cuidando que no atacaran a los hijitos.  En ese puerto del Malabrigo quedaron unos días a la espera de una barcaza que hacía regularmente el trayecto Romang-Puerto del Malabrigo.  Y vinieron.

 

En Romang la vida les fue fácil.  Mamá empezó a trabajar enseguida de partera; también curaba con las aguas.  Aquí aprendió un baño nuevo: el de salvia.

Papá le había conseguido en Buenos Aires libros nuevos y buenos para que ella practicara nuevas curas. Mamá era única.  Era la mejor.

Con el tiempo decidieron instalarse en la colonia, y lo hicieron cuando juntaron el dinero suficiente.  Allí ella siguió trabajando, siempre de madama y curando.  Papá, mientras tanto, trabajaba en su huerta.

En el campo fuimos naciendo todos los demás hermanos y hermanas.  Allá crecimos en medio de la soledad y los peligros; pero sanos y fuertes.  Habría sido por lo que papá decía siempre: “el aire de campo fortifica, es bueno para la salud”.

Pero mamá trabajaba mucho y juntaba mucha plata con tal de volverse pronto de la colonia a Romang.  Querían instalarse en el pueblo con una confitería. ¡Claro!, ellos eran de esa clase de gente.  Y habían venido a la Argentina decididos a trabajar con un bar, como le llaman ahora a la confitería. Después de haber vivido dos años en la colonia, al fin se instalaron en el pueblo de Romang.  Primero construyeron ellos mismos el bar y la casa de familia, y luego hicieron el galpón donde funcionaría, con el tiempo, el taller.  La hojalatería.  En la cafetería se construyeron, a un lado del salón principal, las canchas de bowling y una pista en el centro del salón para las fiestas y bailes.  En esa confitería se hacían las fiestas de casamientos, tantos así que los padres de varias de las familias más conocidas de Romang de hoy hicieron sus fiestas de bodas allí.  Todo fue muy bien.  La confitería trabajaba con lindos bailes y se jugaba mucho al bowling.  El negocio lo atendíamos entre todos, mujeres y varones.  A medida que papá se iba afianzando como hojalatero, se fue desentendiendo de la cafetería, del bolicho, y ya se dedicó de lleno a la hojalatería.  Hacía de todo.  Trabajaban los tres: Juan el suizo, como lo llamábamos al mayor, y otro más que no recuerdo ahora.

Hacían jarras, tachos y hasta fuentones y las bañaderas para que curara mamá a sus enfermos.  Ella nunca descuidó su profesión.

Una vez se enfermó un chico del pueblo, Carlitos Wirz.  Se puso mal, de falso crup, y ella lo salvó con sus baños.

Mi madre curaba muy bien.  La venían a buscar en volante, carros y hasta de a caballo.  A veces la llamaban de Reconquista.  Cuando la venían a llevar, la gente era respetuosa y buena con ella.  Y además le pagaban.  Le traían carne y esas cosas que la gente de campo siempre está dispuesta a regalar a quien les hace el bien o les cae en gracia.

En una ocasión, la vinieron a buscar del campo para que atendiera un parto.  La parturienta era primeriza y el esposo llegó a casa desesperado en medio de la noche.  Amenazaba tormenta. Mamá no se achicó.  Preparó sus cosas y se fueron.

Poco antes de llegar a la casa de este señor, se desanudó e cielo y un mar de agua los castigaba.  El carrito en que viajaban parecía una hamaca.  El hombre sacó de un cajón que llevaba -seguramente prevenido- una gran lona con la que cubrió a mamá y se tapó él.  Iba tan preocupado y atendiendo los vaivenes del camino que cuando llegó a la casa recién ahí descubrió que la partera ya no estaba en el carro.  Así y todo el bebé nació muy bien, solito.  Mamá contaba que este hombre ni se dio cuenta de que, en un barquinazo, el carrito se inclinó tanto que ella fue a caer entre los pastizales en medio de charcos y bajo una lluvia torrencial.  “Menos mal que cerca de donde caí alcancé a ver una débil lucecita, hasta la que pude, gracias a Dios caminar.  Era la casa donde debía haber llegado”.  Así nos contaba ella.

Mi papá por aquella época hizo un invento.  El farol a gas de carburo.  Sí, él lo inventó.  Luego fueron las primeras luces del pueblo.  Bueno, eso de pueblo es una manera de decir, porque, cuando yo ya era una señorita, todavía Romang no era Romang.  No decíamos “Vamos al pueblo” sino “Vamos a lo de fulano”.

Había muy pocas casas, y distantes unas de otras.  Romang era un pueblito tan chiquito que ni se lo veía en medio del monte.  Pero después pasaron algunos años. Romang fue creciendo y hubo que poner más luces, sobre todo en las esquinas donde había negocios: en la esquina de la fonda donde hoy está la confitería de Caballero: en la carnicería de don Pablo Edmundo Wirz, don Pol como le decían, y que quedaba donde hoy vive don Manuel Ramseyer.  Habían colocado otro farol en lo del turco negro.  Hoy es la esquina que forman las calles Urquiza y Simón de Iriondo.

Así de separados estaban colocados los faroles.  Mis hermanos y papá eran los encargados de llevar todas las tardecitas los tachitos con el carburo para encender las luces.  Federico, mi hermano, era uno de los encargados de cuidar su buen estado y funcionamiento.  Esta responsabilidad corría por cuenta de ellos y no recibían pago alguno de nadie.  Más adelante sí les pagaron.

Al principio, en Romang, había muy pocos negocios.  Me acuerdo de cuando se construyó uno, la fonda de Juan Ramseyer, mi suegro.  Fue en el año 1904.  El día de la inauguración siguiendo una costumbre suiza, se enterró una botella con un mensaje adentro.  Eso se hacía como hoy se coloca la piedra fundamental al comenzar un edificio.  En ese papel estaban los datos de quienes construyeron la casa, de sus dueños.  Estaba escrito en alemán.

Después, a medida que Romang Crecía, esta fonda fue pasando por distintos dueños: Carlos Ramseyer -hijo de Juan, mi suegro-, el turco Mussa, Facundo Fernández, Edmundo Ramseyer -nieto del fundador de la fonda-.  Pero nunca fue remodelada y ocurrió que la compró José Caballero, un señor que se instaló en Romang y se casó y quedó para siempre en estos lugares.  Se casó con Teresa Kappeler.   A este hombre se le metió en la cabeza que tenía que hacer algunos cambios y en esas remodelaciones encontraron entre los cimientos la botella. Decía: “Yo Anita, y mi marido Juan Ramseyer, construimos esta casa para nosotros, nuestros hijos, nuestros nietos y todos nuestros descendientes que los quieran habitar.  Fue construida en el año tanto, por fulano de tal, en Romang”. [9]

Esa botella fue vuelta a enterrar para que siga quedando el recuerdo.  Es bueno que el pasado se conserve, que no se pierda.

 

Testimonio de la señora Luisa Sager de Ramseyer (fallecida).

La vejez de esos árboles

 

Me llamo Luisa Sager de Ramseyer.  A pesar de mis años, que son muchos, tengo buena memoria: recuerdos hermosos y tristes.  Cuando llueve y hace frío, sobre todo en invierno, se me da por sentarme en un rincón de la cocina y allí, al calorcito del brasero, me quedo horitas enteras, en silencio, repasando mi vida. Y entonces es ahí donde se termina mi soledad.  Es como si mi cabeza se llenara de las voces de los muertos queridos y me acuerdo de mis padres.

Papá se llamaba Samuel Sager y era argentino.  Había nacido en Helvecia, un hermoso pueblito plantado a orillas del río San Javier.  Mamá en cambio, nació en la ciudad de Berna, Suiza. Ella era muy pequeña cuando vino a la Argentina con sus padres: tenía seis años.  Vinieron como inmigrantes pero a diferencia de otros, ellos se pagaron los pasajes.

Cuando llegaron a la Argentina, vivieron unos años en Buenos Aires.  Fueron días muy difíciles: no conocían el castellano y eso les impedía hacerse de conocidos.  El abuelo fue el que más se relacionaba por su trabajo; pues era zapatero de profesión.  La madre de mamá pasó muy mal en Buenos Aires.  Sus días estaban dedicados a los hijos, que eran muchos, y al os quehaceres de la casa.  Como vivía encerrada, no hablaba, o casi no lo hacía con nadie y eso la mantuvo sin conocer el castellano como también así como a la gente Argentina.

Cansados de añoranzas y soledad, un día decidieron venirse a Romang. El viaje seguramente lo hicieron en vapor hasta el puerto de Malabrigo.  Mamá siempre nos recordaba los distintos sentimientos que le provocaron el cruce del océano y el viaje por el Paraná.

El trayecto desde Europa hasta Argentina duró veintiocho días.  Todo era agua y cielo: un viaje tranquilo, sin tormentas, muy temidas en aquellos tiempos.  En cambio la travesía por el Paraná la deslumbró por el color del río, la vegetación, el horizonte amenazante que no demoró en descargarles, la tarde que llegaron a Romang, tanta agua como el cielo había bebido de los ríos.

Romang, en 1890, no era lo que se puede decir un pueblo.  Era apenas una aldea habitada por las primeras familias que acompañaron al fundador: los Meister, los Fürrer, los Frick, los Ramseyer, los Sager y los Kauffmann. [10]

Cuando la familia estuvo bien acomodada, el abuelo Sager no trabajó más como zapatero; se asoció a os Affolter, sus suegros.  Abrieron una casa de comidas. “La Fonda de Affolter”.  La madre de mamá cocinaba muy rico, eso atraía a mucha gente a la fonda y se fue haciendo muy conocido el negocio.

Mamá trabajó desde muy joven hasta que se casó.  Trabajaba con sus padres en ese comedor.  Con los años, los abuelos Affolter cerraron la fonda pero no la vendieron.  Se fueron a vivir a Malabrigo y allí compraron una carnicería con la que les fue muy bien.  Mamá en ese entonces enviudó y se fue a vivir al campo con sus suegros, mis abuelos Sager.

Pobre mamá, todo lo que aprendió durante los años de trabajo en la fonda le sirvió para su nueva vida en el campo.  La vida era muy dura para la mujer que trabajaba, en lo suyo pero a la par de los hombres y, además, al volver a la casa, la esperaban los hijos, hacer el pan, coser, hacer las velas, el queso; todo, todo. Le quedaba muy poco tiempo para el descanso o la distracción como no fuera tejer y poder hablar de pocas cosas, como hacían en las ocasiones en que se visitaban con los vecinos.

Vivir en el campo en aquellos tiempos de Romang era difícil y, a veces, hasta peligroso.  Para más tranquilidad, los pobladores de aquel Romang construían las casas muy cerca unas de otras por si tenían que socorrerse.

Un día, contaba mamá, en un invierno muy frío estaban reunidos los Sager, hermanos de mi abuelo Samuel: Teófilo, Juan y Rodolfo.  Como la noche se acercaba y había que encerrar los animales, Juan Sager se fue al monte para arrearlos. Pasaban las horas y Juan no llegaba.  La gente de la casa empezó a preocuparse.  Juan no aparecía.  Entonces los hermanos de mi abuelo, Teófilo y Rodolfo, que estaban muy alarmados por lo que tardaba Juan y había que “chiquerear”, decidieron salir los tres armados, a rastrearlo.  Faltaron toda esa noche de la casa; pero a la mañana siguiente la familia los vio llegar a los cuatro.  Tres de ellos venían a caballo, y el cuarto, colgando atravesado en el lomo de un animal.  Era Juan, lo habían encontrado al amanecer en uno de los montes de Campo Kauffmann. Después contaron que, cuando lo vieron, estaba tirado bajo unos aromos, boca arriba, con los ojos abiertos.  El cuerpo atravesado por diecisiete lanzazos que le habían acertado los indios, todavía sangraba; pero él estaba muerto. ¡Pobre Juan!  Era tan bueno.  Una verdadera ironía que un hombre así muriera de esa  manera.  Él nunca quiso portar armas.  Decía que si él no hacía daño a nadie no necesitaba llevarlas.

No siempre el peligro y el miedo lo sembraron los indios.  Siendo yo una moza, apareció por estos parajes “Mate Cocido”.

Mate Cocido fue un bandido que asoló con sus pillajes y matanzas en el chaco santafesino y a veces se llegaban en sus correrías, o huyendo, hasta estos pagos.  Era gavilla muy temida pues robaban ganado y asesinaban si los colonos se resistían; y si se los denunciaba, ejercían la venganza.

El gaucho Mate Cocido era un personaje muy discutido.  Para los pobres, por ejemplo, representaba la justicia.  Mate Cocido les robaba a los colonos ricos, y después de repartir el botín de sus andanzas entre sus secuaces, entregaba el resto a la gente humilde; por eso tenía aureola de justiciero.

Fue un personaje casi de leyenda en esta región del chaco santafesino.  Le llamaban “Mate Cocido” por una gran cicatriz en la cabeza producto de un encuentro con una partida de la justicia de aquel tiempo.

Los indios que aún quedaban cuando yo era chica también causaban alarma entre los pobladores.  Por eso teníamos que estar siempre atentos, a veces fusil en mano, mientras se araba la tierra.

Al invierno siguiente de la muerte de Juan Sager, había venido a visitarnos a casa tía Hilda.  Una noche las mujeres tuvieron que quedarse solas.  Los hombres habían salido a ver si encontraban a un grupo de indios que sabían merodear por los corrales del monte.  Ellos, los hombres, lo supieron por las huellas de los potros; porque los indios eran ladrones nocturnos.

Nosotras nos encerramos poniendo trancas a puertas y ventanas.  Nuestras caras, nuestros gestos, todo, todo decía lo que sentíamos allí, en un rincón de la pieza, rezando y esperando oír algo que nos indicara que los hombres estaban de vuelta.  Yo, inconsciente, de tanto en tanto, me arrimaba a la rendija de una ventana y espiaba, casi sin respirar, hacia el camino.  Sólo se veía la soledad alumbrada por la luna.  De pronto, en medio de aquel silencio, oímos ruidos como que querían abrirnos la puerta que daba a los fondos de la casa.  Tía Hilda y mamá, de un tirón, me encerraron entre sus brazos.  Recuerdo que me taparon la boca.  Era tanta la oscuridad que no podíamos ver nada que se moviera pero con gran alivio oímos la voz de don Lorenzo Durán que empezó a llamarlos mientras encendía un candil.  Lo había mandado papá a que se quedara con nosotras.  “Dice Samuel que estén alertas porque andan los chilqueritos”, fue lo último que nos dijo y se fue, no se quedó con nosotras. Tal vez don Lorenzo creyó que estábamos bien protegidas por los Winchester que nos dejó.

En cuanto este señor se fue a proteger a su familia, nosotras lo seguimos sin que él lo supiera.  Mamá y tía Hilda  me levantaron, una de cada brazo, y empezamos a correr hacia el mirador de la cada para vigilar y protegernos mejor.  Corrían tan rápido que yo no tocaba el suelo, volaba.  Al amanecer llegó papá y nos devolvió la calma.  Yo me colgué de sus brazos y lloré mientras él me acariciaba.

Aquel año fue un año de muchas desgracias.  La vida era dura: pero, a pesar de algunas historias de muerte y robos, de indios y Mate Cocido, también hubo días de alegrías y trabajo fecundo.  No nos podíamos quejar.  Sólo algún año que otro, ese trabajo era desquiciado por una plaga, la langosta.

“Nunca me olvidaré -decía mamá- la primera manga de langostas que vi.  Fue en una hermosa tarde de verano, con un cielo muy celeste, limpio, sin nubes.  Los niños jugábamos.  En un momento dado, a los gritos y risas nuestras se les fue sumando un zumbido cada vez más ensordecedor.  Tuve mucho miedo.  De pronto, el cielo se transformó en una masa negra sobre nosotros y ya no pudimos estar más bajo los árboles tan verdes que nos protegían del sol.  Después, todo fue locura.  Los peones corrían desesperados con bolsas y trapos.  Mis padres hicieron unas banderas inmensas con viajes sábanas.  Otros vecinos prendieron fuego a los pajonales.  En medio de aquella humareda todo era confusión, gritos, órdenes.  A nosotros, los niños, nos dieron ollas, tapas y tarros para que hiciéramos ruido y así espantar esos bichos horribles que devoraban toneladas de verde.  Al otro día todo era desolación.  El árbol que nos diera sombra mientras habíamos estado jugando, en una hora lo dejaron solo ramas.  Mirar esos campos daba lástima.  Se habían transformado en un páramo amarillo y, cuando todo terminó, papá lloró amargamente”.

 

¡Qué tiempos, ah…!  Mamá sabía contar las cosas tan bien.  Yo al igual que mamá alcancé a sentir esa dura lucha por la tierra.  Cuando había que arara los campos con esos araditos de “manceras”.  Recuerdo la tarde en que mi padre me llevó con él al campo.  Papá había atado al arado tres caballos de tiro.  Después me montó en uno de ellos y me dijo: “Quedate quietita”.  Todo iba bien.  Los caballitos tiraban resollando y la cuchilla del arado abría surcos frescos y olorosos.  Los pájaros nos seguían de cerca y volaban sobre nosotros en bandadas.  Se lanzaban por encima de mi cabeza a la tierra y se comían las semillas.  Yo iba feliz ahí arriba cuando, de repente, la reja se trabó contra un tronco tapado por unas matas de yuyo.  Fue tal el sacudón que se cortaron las riendas.  Los caballos se desbocaron.  Todo fue una loca carrera  Esos animalitos echaron a correr y yo adelante sobre uno de ellos.  Me apreté tanto para no caer… para no ser arrastrada por el campo arado.  Papá corría desenfrenadamente tratando de alcanzar esos caballos enloquecidos que irían a matarme.  ¡Pobre papá, qué susto tenía!  Pero no caí.  Como por un milagro el caballo no me despidió.  Gracias a Dios se cortó la cincha.  Los otros dos animales siguieron espantados pero el mío no, se quedó ahí, parado conmigo arriba llorando.   Nos quedamos quietitos los dos.

La economía de aquellos tiempos era casera.  La familia se autoabastecía.  Mamá hacía los quesos que eran vendidos  a veinte centavos. Eran tan ricos que los vecinos los compraban mucho, “y entonces -decía ella- ya hubo que venderlos a cincuenta centavos”.

Era tanto el trabajo en el campo que no había tiempo para hacer otra cosa que no fuera aprender a leer y a escribir.  Mamá no tuvo esa oportunidad, y nosotros sus hijos tampoco.  No había escuelas en aquella época.  Un señor de apellido Lonchürenger, maestro, recorría las chacras y daba clases a los colonos y a sus hijos por veinte pesos.  Eso es lo que él cobraba.

Ese maestro llegó un día a casa y lo decidió a papá para que le permitiera darnos clases, y así se hizo.

“Los días más felices -contaba mi madre- eran los de diciembre. A medida que la Navidad se acercaba, en la casa flotaba un ambiente fascinante.  Hasta los olores de todos los días cambiaban.  Todo olía a panecillos dulces. ¡Qué días, qué días!   Todo el mundo trabajaba en los preparativos para la Nochebuena. Los peones se perdían en el monte en busque de quebrachitos blancos para armar el arbolito de Navidad.  ¡Éramos tan felices! Sentados todos alrededor del árbol, cantando y abriendo regalos”.

Toda esta historia de mi familia es la de otras familias que se fueron emparentando hasta formar un pueblo, Romang.

A mí me tocó con mi marido, Augusto Ramseyer, formar nuestra familia.

Y a mis hijos los pude criar bien, sanos, fuertes.  Es tanta la diferencia de crianza ahora…  En los primeros años de la fundación no había médicos.  Si un niño se enfermaba se preparaba un jarabe casero, un té o lo fricaban.  Hasta nacer era difícil y arriesgado.  Para ayudar al nacimiento bastaba un vecino.  Si algo venía mal, entonces, había que buscar a la “Madama”, la señora Catalina Debloc.  En cambio para otras enfermedades se la buscaba a doña Rafaela, la negra.

Ya han pasado tantos años… y a muchos de mis hijos los terminé de criar sin mi marido.  Todavía me duele recordar el día de su muerte.  Cayó fulminado por un ataque en mis brazos.  Por eso agradezco a Dios el tener treinta nietos, cinco de un criado, que son bien míos y treinta y seis biznietos.  Nunca quedé solita.  Todos me visitan para el ocho de enero que es mi cumpleaños.  Ese día creo que voy a estallar de emoción porque se juntan en casa ciento cincuenta personas.  Las habitaciones no alcanzan; pero ellos saben que mi corazón los cobija.  Para los festejos preparan las mesas, y salen al sol los manteles blancos que vengo guardando desde hace muchos años para estas ocasiones.  Comemos bajo los árboles.  A mí me gusta que sea así, porque esos árboles están en el patio de la casa desde que nací.  Este año cumplo noventa y estoy feliz.  Estoy feliz porque tengo la vejez de esos árboles.

Testimonio de Berta Affolter

referente a su madre doña Marta Meister de Affolter.

 

Las camelias de doña Marta

 

Mi madre siempre me decía: “Mirá Berta, vivir es hacer historia.  Estas cosas de todos los días, alguna vez, serán contadas como una curiosidad de tiempos pasados”.

Y es cierto.  Hoy, como siempre, a la hora de la siesta, me visitan los recuerdos.  Los espero; me entrego feliz a ellos.  Me dan ganas de quedarme aquí, en este jardín de mamá, sola con las sombras de los árboles silenciosos como la ausencia que dejan los seres que uno ama cuando se van.  En este sitio solitario, donde el viento acaricia la memoria, pienso mucho en ella, en su vida, en sus gestos.  ¡Qué tiempos los de mamá!   Me encanta hablar de ella.

Mamá había nacido en el Cantón de Sidental, Suiza.  Descendía de una familia muy pobre, tanto es así que, allá, en Suiza, vivían en las ruinas de lo que alguna vez había sido un convento jesuita.

Ella tenía ocho años cuando vino con sus padres y hermanos a la Argentina. El viaje comenzó en Suiza, desde donde partieron para tomar el vapor “El Congo”, en el puerto italiano de Génova.

Mamá nos contaba que fue un horrible viaje de diecisiete días.  Durante la travesía, el buque casi fue decorado por las tormentas que mantuvieron aterrados a los pasajeros.  Confinados en sus cabinas llegaron a la hambruna.  Eran pocos los que se atrevían a desafiar al mar enfurecido que barría la cubierta.

Contaba mamá, que los marineros trabajaban atados, aferrados a los mástiles.  Ella recordó siempre el ojo de buey que estaba a la altura de su litera.  Desde allí -nos contaba ella- durante una de aquellas tormentas infernales vio una balsa vacía que flotaba a la deriva, y luego otra, y otra más.  Fue entonces cuando creyó que el barco se iba a pique, se hundía y toda la familia con él.  Se le ocurrió que encerrados en el camarote habían sido olvidados en el salvataje.

Cuando todo pasó, supieron la razón de aquellas balsas libres en el vendaval.  Habían sido arrancadas de su guardería por una ráfaga huracanada de agua y viento.  Después, cuando todo pasó y el sol brilló nuevamente en el cielo aquel, tan azul del Atlántico, yo y mis hermanos jugamos a las escondidas dentro de los botes de cubierta”, nos contaba ella con nostalgia.

La familia de mi madre vino a la Argentina porque fueron llamados por un hijo del fundador del pueblo.

Vinieron sus padres, mamá y sus hermanos Guillermo, Emilio y Pablo.  El mayor, Germán, quedó en Suiza para siempre.  Las hijas mujeres viajaron todas: Marta (mi madre) y sus hermanas María y Laura.

Augusto Romang había entusiasmado a la familia Meister para que vinieran a poblar estas tierras llenas de promesas y futuro.

En aquella época, por allá en 1845, al lugar lo llamaban “Malabrigo”; pero antes se lo conocía como “El San Jerónimo”.  La zona estaba infectada de indios Tobas y Mocovíes.  Era entonces necesario, imperioso, poblar y defender.

Cuando mis abuelos Meister, los padres de mamá, llegaron a lo que es hoy Romang, se encontraron con que todo no era como se lo había pintado don Augusto.  Para ellos fue una realidad muy cruda, de mucho trabajo, sacrificios y frustraciones: luchar contra el indio, la langosta y los caprichos del clima. En realidad, la familia de mamá había venido a América, más precisamente a la Argentina para mejorar su vida, económicamente hablando, pero les fue mal, muy mal.

Llegando a Buenos Aires, los Meister, no vivieron mucho tiempo en esa ciudad del sur.  Cuando decidieron venir a Romang, optaron por hacer el viaje en barco.

Según contaba mamá, fue un hermoso viaje.  “El Paraná había tenido una gran crecida aquel año, y nuestro vapor parecía navegar en un mar verde entre los camalotes sembrados de flores azules.”  Quién sabe los sentimientos que habían llenado su corazón, ella era tan romántica…

Debido a la creciente del río, en esa época, el arco en el que viajaban pudo llegar, por entre islas y arroyos desbordantes, a las costas de Romang.  El velero atracó en el paraje “La Isleta”, que queda donde hoy vive Alejandro Rodríguez, o como le dicen, Alejandro Cena, el pescador que tiene el rancho y la familia detrás del Club Náutico.

El primer día en el pueblo fue una jornada amarga. No tenían dónde alojarse, es decir: comer, pasar la noche y toas esas cosas. Pero alguien les debió dar asilo.

Donde hoy está la casa de Placedes Zanuttini, en la esquina norte, había una carpintería.  Allí mismo, antiguamente, hubo un ruinoso molino harinero.  Este molino supo pertenecer a un señor de apellido Golliard.  En este viejo molino, que no funcionaba, porque muchas de sus piezas habían sido llevadas a Las Toscas, se alojaron mis abuelos.

En aquellos tiempos no había casas para habitar.  Hay que imaginar al pueblito con cocho años…  Por eso -contaba mamá- ante esa situación, se instalaron en las ruinas de lo que había sido un molino.

La pobreza hizo que tuvieran que dormir en los cajones donde alguna vez se guardaba el trigo. Los llenaron con vástago e hicieron de ellos tibios camastros. La vida era muy difícil; vivir nomás significaba un triunfo cada día, un invierno, todo un año.

-Decime mamá, ¿vos pasabas hambre? -le preguntaba yo siempre que ella nos contaba historias.  “No, hambre nunca, pero frío sí”, me contestaba palmeándose los brazos y se reía, porque jamás perdió su humor.

Las enfermedades tampoco se hicieron esperar.  Enfermaron de tifus, del que se salvaron, gracias a Dios porque en ese tiempo no había médico.

En realidad, por lo que mi madre nos contaba, padecían una orfandad casi total con los primeros años de Romang.

Por ejemplo, no sabía decir que su familia no tenía un solo centavo para comprar ropas o alimentos.  El grave problema, no era tener o no tener dinero, sino que escaseaban las mercaderías.

Las barcazas del señor Durán, no siempre traían las provistas necesarias,  Era entonces cuando se notaba la escasez de las telas de abrigo y de lana para tejer.

Lo poco que se descargaba  para Romang no era suficiente, pues el pueblo crecía año a año con familias de colonos nuevos que se instalaban en la zona sabiendo de las buenas tierras.

Todo dependía de la llegada de los buques que partían de Buenos Aires, Rosario o Santa Fe.  Desde allí a Esquina y luego a Alejandra.  Estos vapores atracaban en el viejo puerto de Malabrigo, sobre el Paraná.  Alrededor de ese atracadero se llegó a formar un pueblito que, con el tiempo, increíblemente, desapareció por abandono o desinterés político.  Hubo allí, desde una escuela, policía, almacén, una aduna y, hasta una cancha de bochas.  Desde este puerto, tanto los pasajeros como los cargamentos eran traídos hasta Romang, en veleros, algunas veces, así como por medio de sirgas a caballo y               también barcazas o lanchas a vapor.

Esa verdadera ruta de navegación, tenía un tráfico importante para el pueblo y la zona.  Mamá nos sabía decir que fue una época muy próspera.

Nadie pasó hambre.  Los colonos carneaban y hacían embutidos caseros que eran vendidos a diez centavos el kilo.

“En esa época no existían las carnicerías.  Hay que ver la cantidad de carne que se compraba”, nos decía mamá.  “Capaz que una tenía para una semana, carne salada, claro”.  Pero para la pobreza de aquel tiempo, la carne era rica fresca o salada.  Era comida.

“El Chocolate”

Mi madre siempre nos contaba que Romang era un pueblito muy feo, menos que una aldea, apenas algunas casas, prácticamente un caserío sin iglesia, médico ni escuela.

Ella y sus hermanos, al igual que otros niños pobres, no pudieron tomar clases de un maestro particular que enseñaba a los chicos del pueblo que podían pagarlo, lo mismo que los hijos de los colonos ricos.

El abuelo Meister les inculcaba a sus hijos los valores del trabajo.  “Hay que poner fe en Él y esperanza en la vida”, ese era su lema.  “Agradecer siempre a Dios lo poco o mucho que Él nos de”.  Respecto a esto, mi madre gustaba contarnos que, siendo ella niña, se dio un año de cosecha excepcional.  Un colono de apellido Kienner, de una sola bolsa de trigo que sembró obtuvo abundante grano, al igual que otros campesinos.  Mamá no olvidó jamás, el día en que, habiendo terminado su padre, junto a la familia, la muela del trigo, vieron aparecer, como un torrente de leche, aquella harina tan blanca, la primera que la familia hizo en Romang.  Cuando el último lío de trigo fue molido, el abuelo Meister reunió a toda su gente al pie de la muela y, arrodillado, con una espiga en la mano dio gracias de Dios.

Cuando mi madre era niña le encantaba jugar. Nos sabía contar que, teniendo doce años le supieron regalar un hermoso caballo color marrón al que le puso el nombre de “Chocolate”.  Le encantaba montarlo.  Ese caballito hacía sus delicias.  Lo subía en pelo aferrada a las clinas.

Mamá iba al San Javier montada en el Chocolate. Llevaba con ella un gran canasto repleto de ropas para lavar en ese río.  Allí se encontraba con otras muchachas de su edad.  Para ella era una fiesta.  Supo contarnos que, mientras soleaba la ropa, recogía huesos por los alrededores de la costa, sin alejarse mucho por temor a los indios.  Ella juntaba los huesos y los vendía a cuarenta centavos el kilo.  Se ganaba así unos buenos pesos para ayudar en la casa.

No todas las lavanderas del río eran iguales a mamá.  Ella tenía la piel blanca, muy blanca, el rostro lleno de pecas, los ojos azules y usaba el pelo trenzado como una madeja de sol.

Un día, mientras las lavanderas soleaban la ropa y se tiraban alegremente al agua, se les aparecieron los indios, un pequeño grupo; pero no atacaron.  Las muchachas se asustaron y huyeron.

De pronto, uno de los salvajes, se separó de los demás y trató de alcanzar a mamá. “Siempre pasaba lo mismo”, nos contaba ella.  “Cada vez que se aparecían los indios y huíamos, uno, el más joven y más blanco, me perseguía.  Nunca pudo alcanzarme porque el Chocolate era muy veloz.  Quien sabe, tal vez este indio mozo se habría enamorado de mí”.

Más de una vez, a los gritos de “¡Los indios, los indios!”, tuvieron que cruzar el río San Javier prendidos al caballito de mamá para salvarse de ser raptadas.  Después de esto, mi madre no quiso ir más a lavar al río.  Se había hecho muy señorita y estaba en edad de casarse.

Siendo mamá jovencita, una noche muy fría de otoño, estaba la familia reunida alrededor del fogón leyendo la Biblia, cuando, de pronto, oyeron el relincho de los caballos en el potrero.

El abuelo Meister, en un primer impulso, no se atrevió a salir ni con el fusil en mano por temor al ataque de los indios, que sabían hacerlo por las noches.  Como después de unas horas nada volvieron a oír, quedaron tranquilos pero expectantes, y, como el sueño los fue venciendo, se fueron a dormir confiados.  Al amanecer del otro día fue uno de los peones quien dio el grito de alarma: “¡Los caballos, los caballos!  ¡Falta uno!”  Efectivamente, se habían robado el caballito de mamá, al Chocolate.  Fue un dolor muy grande para mi madre.  Durante mucho tiempo quedó con la esperanza de que su caballito volviera solo como lo había hecho en otras tantas oportunidades en que también se lo habían robado: pero esta vez el destino le deparaba a mamá una sorpresa.

Por aquellos años, algunos hombres del pueblo, caudillos de entonces, sabían hacer correrías para cazar indios.  Estos hombres no se dejaban sorprender por los salvajes.  Donde los veían, ahí nomás, les descerrajaban tiros con los Winchester que siempre llevaban con ellos en esas incursiones.  Eso sí, cuando tiraban tenían que apuntar muy bien, porque si erraba, -y los indios eran muchos, un malón-, se les venían al ataque.  Por eso los gringos éstos cazaban a los salvajes cuando los encontraban deambulando en pequeños grupos de dos o tres, inconsciente de que desde alguna isleta la muerte les apuntaba.

Entre los caudillos actuaba un señor de apellido Durán.

Este hombre estaba enterado de que a mamá los indios le habían robado su caballito.

En una visita que Durán hizo a los Meister, él le dijo a mamá: ·”Mirá Martita, te prometo que cuando vuelva de esta incursión te traigo a tu Chocolate, así que andá alegrándote porque a mi regreso te lo dejo atadito en la tranquera.”  A días de esta promesa, partieron Durán y su gente, cada uno con su Winchester cruzado a la espalda, dejando tras ellos una inmensa polvareda y la perrada del pueblo que los seguía.  “Para mí fue una larga espera por noticias de esta correría”, contaba mamá.

Después de dos días de búsqueda, los hombres de Durán avistaron aun grupo de indios.  Los encontraron arriando ganado, seguramente robado. Estos hombres se cuidaron muy bien de no ser vistos por los salvajes.  Durante el día los rastrearon muy desde lejos.  De noche les tapaban los hocicos a los caballos y se arrimaban lo más cerca posible a la fogata que prendían los indios.  Hasta escuchaban sus gritos de borrachos porque en esas ocasiones los nativos tomaban aguardiente y enloquecían.

Una mañana de esa persecución, la gente de Durán llegó a un lugar chamuscado de lo que había sido un fogón indígena y se encontraron con restos de animales desollados. Entre estos restos estaban los de Chocolate.  Lo supieron por la marca en el cuero de una pata.  Después contaron que, Durán, moviendo la cabeza y triste, dijo:”Pobre Martita”.   A mi madre le costó mucho reponerse de ese golpe.

“Cómo conseguir novio”

Mi madre, como Marta Meister que era, desde jovencita, fue una mujer coqueta, muy coqueta y alegre.  Le gustaba mucho bailar.

Ella sabía contarnos que en su juventud se hacía una vez al año un gran baile, era para la Navidad.

“Imagínense ustedes”, nos decía, “había que aprovechar, así que se bailaba tanto que gastábamos las suelas de los zapatos en una sola noche de baile”.

Yo, curiosa como siempre, sabía preguntarle: -Decime, mamá, ¿con qué música armaban esos bailes?  Porque en esa época no tenían vitrola ¿no?-.  “Mirá m’hijita”, me explicaba animada, con los ojos iluminados por los recuerdos, “para ese día se formaba una pequeña orquesta con un acordeonista, y un paraguayo que tocaba muy lindo el arpa.  Esa orquestita enloquecía a la concurrencia con sus chotis, valses y polkas”.  Este arpista paraguayo se llamaba Francisco Fernández, vendría a ser el abuelo de Miguel Ángel Fernández, el “Chaniz Fernández” como le llaman.

A mamá la enloquecía el baile.  Se adornaba el traje y el pelo con camelias blancas que ella misma cultivaba.  El padre siempre la vigilaba en los bailes, pues no quería que bailara.

Pero en una de esas Navidades hubo fiesta y baile en su casa.  Había mucha gente.  Llegaban desde los alrededores para la ocasión.  Entonces, ella, aprovechó su oportunidad, dado que su padre no podría reprocharle si la invitaban a bailar  Y se vistió y adornó con flores y se pintó muy linda. La orquesta tocaba en ese momento una linda polka.  Las parejas danzaban alegres y mamá enloquecía por esa danza.  Una amiga suya, que la había estado mirando, vino hasta ella y le dijo que por qué no bailaba.  Mamá le contestó en voz muy alta, (porque estaba el padre cerquita): “No, soy muy joven aún, y a mi padre no le gusta!”  La amiga se le arrimó más y, en voz muy baja, le comentó: “Mirá Marta, yo recién empecé a bailar una polka y ya conseguí novio.  ¡Tenés que bailar m’hijita!, ¡tenés que bailar!”

Y mi madre también consiguió novio esa noche de Navidad, porque, en ese baile, esta amiga suya le presentó a su hermano, Luis Affolter, que fue nuestro padre, y bailaron toda la noche hasta gastar la suela de los zapatos…

No todas las niñas de la época conseguían novio en los bailes; pero de todas maneras, era fácil casarse porque había pocas mujeres.  Dos hermanas de mamá se casaron sin conocer fiestas.  No les gustaba el baile.  Eran tan lindas.  María, sobre todo.  Su cara tenía una forma muy particular, casi un óvalo perfecto.  Deslumbraba con su piel blanca, ojos celestes, todo enmarcado por una cabellera negra, húmeda y brillante. Pero mi madre amaba entrañablemente a su otra hermana, a Laura.

En los tiempos de la fundación, el amor, el casamiento y la familia eran cosas muy serias.  Hoy es tan distinto.  El noviazgo, por ejemplo.  Es cierto que tal vez no se podía elegir pareja.  El amor llegaba después, y los matrimonios eran estables.  Eso hoy es casi una rareza, la gente se divorcia porque sí.

Las hermanas de mamá, Laura y María, se casaron de una manera tan particular…

A María la desposó un señor de apellido  Beckley: estanciero rico de Alejandra, y además inglés. Este hombre mandó a un íntimo amigo suyo, de apellido Morgan, a que le pidiera matrimonio al abuelo Meister.

Morgan habló mucho con el papá de María.  El abuelo le contestó: “La niña es muy joven aún para casarse.  Tendrá que trabajar en el campo, y ella esas cosas no has hecho nunca”.  Entonces Morgan tomó la palabra y le repuso: “No se aflija don Meister, por la juventud de su muchacha.  Yo le aseguro que, si se casa con un Beckley, no tendrá que trabajar en la casa, y menos la tierra.  Para eso están los indios domesticados”.  Así fue como María fue entregada en matrimonio a Beckley.  Ella viajó a Alejandra acompañada por su madre y, ni bien llegó al pueblo, se casó en una ceremonia religiosa, en la iglesia metodista de esa colonia.  Después, al año, volvió con su marido a Romang, y se casaron por civil con un juez de paz que todos los años, para la misma época, verano, venía a casar a las parejas, bautizar, anotar los nacimientos y defunciones.  Los casamientos se realizaban en grupos, es decir, se juntaban todos los que se habían casado por iglesia, y él cuando venía, los consagraba civilmente.

Tía Laura, en cambio, se casó enamorada  La desposó un Biancheri. Nicolás Biancheri, oriundo de Malabrigo.  En realidad, él pertenecía a una familia de inmigrantes italianos que hacía unos años se había radicado en ese pueblo.  Laura, al igual que María, fue a casarse al pueblito de su novio Nicolás.  Regresó a Romang al año, para el casamiento por civil, juntamente con María y otras parejas de novios que habían llegado para esa ocasión.

Así fue como María y Beckley formaron en Alejandra la familia Meister-Beckley, y tía Laura, en Malabrigo, la casa de los Meister-Biancheri.

Mamá se casó muy enamorada después de un año de noviazgo y formaron acá, en Romang, la familia Meister-Affolter.

Mi madre trabajó desde muy jovencita.  Cosía muy bien. Había aprendido el oficio de costurera junto a su mamá, y fue con ella que hizo sus primeras armas, sacando hilvanes hasta altas horas de la madrugada. Parece que era buena confeccionista porque, según nos contaba, hacía ropa para gente del pueblo y vestidos a las señoras de las colonias vecinas.  Esto le permitió ganarse la vida y ayudar con ese dinero en la casa.

Todos ahorraban en la familia de mamá.  Con esos ahorros compraron, después de vivir unos cuantos años en el arrumbado molino, un terreno que era del fundador del pueblo.  El lote está donde hoy vive don Adolfo Frick.  Allí, levantaron una casa, sembraron una huerta y cultivaron flores.

En ese lugar vivieron durante muchos años, hasta la muerte de los abuelos Meister, los padres de mamá. En esa casona se desposaron mis padres, y fuimos naciendo nosotros, sus hijos.

La familia de mamá fue muy unida; pero con el tiempo los hermanos partieron hacia Vera para trabajar en la famosa “Forestal”.

Don Alberto Affolter era el jefe de la familia de papá. Mi abuelo Alberto emigró desde Suiza con toda su gente.  Salieron del cantón de Viel de donde eran oriundos.  Cuando llegaron a la Argentina, desembarcaron en el puerto de Buenos Aires.  La ciudad los impresionó bien, les gustó, así que decidieron quedarse un tiempo.  El abuelo Alberto trabajó, durante su estancia en Buenos Aires, como zapatero, que era su oficio allá en Suiza natal.  Mi abuela Affolter, en cambio, que cocinaba muy bien porque en su patria era cocinera profesional, ayudó económicamente a su esposo, horneando y vendiendo facturas rellenas con dulce de rosa mosqueta.

Pero un día (habrían pasado unos dos años de la llegada a Buenos Aires), llegó al negocio un cliente. Conversando, conversando, se hicieron amigos.  Este seños lo entusiasmó al abuelo Affolter para que se fuera a vivir por el norte de Santa Fe, más precisamente a una colonia suiza que se estaba formando. “Con gente como ustedes”, le dijo. Y se vinieron para Romang.  Acá se conocieron con la familia Meister, con la que trabaron una gran amistad.  Así fue como la vida, el destino, como le dicen, unió a mis padres, y ya no se separaron jamás hasta la muerte de papá.

“Alegrías y camelias”

A los Affolter les encantaba ir a los bailes de la Confitería y Bar de los Frick.  En este local se hacían lindos bailes donde los jóvenes y los mayores también, pasaban horas alegres.  La gente se divertía sanamente.  Les encantaba taconear y zapatear sobre ese piso tan ruidoso.

Al año de noviar con mamá, mi padre le pidió que se casaran.  Todavía se conserva el salón donde hicieron la fiesta del casamiento.  Y no sólo eso: también se puede admirar el bello piso en madera de lapacho rosado, hecho por el señor Frick.  En esa época, la gente, cuando se casaba, como festejaba como ahora; pero ella, mi madre, tuvo su baile.  “Fue una noche de gran alegría” -nos comentaba llena de emocionados recuerdos-.  “El baile de mi boda se hizo en la confitería de los Frick, y tu abuela, mi suegra, nos regaló la torta que ella misma hizo”.

Cuando papá se casó, se independizó de su padre, el abuelo Alberto, que para ese entonces tenía instalada una próspera carpintería y fábrica de muebles.  Ante los hechos, el abuelo, decidió entonces comprarle unas tres hectáreas de tierra que le había ofrecido el fundador don Teófilo Romang.  Eran tierras cercanas al pueblo.

No fue un buen negocio esa compra.  Y los abuelos se fueron a vivir al campo, como ya lo tenían decidido.

Papá instaló entonces, en el pueblo, un taller de carpintería con aserradero a vapor.  En ese negocio se hacían todo tipo de carruajes, estribos de polo, armazones para monturas. Era un negocio importante para esa época, porque le entregaban a cada cliente una boleta donde figuraba impreso lo que allí se fabricaba, pero con el agregado “A precios sin competencia”.

El taller progresó tanto que llegó a tener veinte obreros. Pero con el tiempo no fuimos sabiendo de ese negocio, qué fue de él, como resultó.  Fue un misterio para nosotros.

En realidad, de mi padre no podría contar casi nada.  Él no era conversador. Nuestro padre fue un hombre muy enérgico, serio, más aún, muy callado.  Él no fue cariñoso como mamá.  Ella, en cambio, nos contaba todo.

En fin, la familia de los Meister y la de los Affolter, están muy ligadas al pasado de Romang; pero la de mi mamá, es una larga historia.

Hoy andaba en los añosos senderos del jardín de mi madre.  Entonces, percibí la extraña sensación de que ella estaba junto a mí; pero apenas si era el viento que me hablaba y me susurraba cosas que yo no comprendía y me acordé de ella, de mamá.  “Hay que saber escuchar al viento, tenés que sentir el aire, Berta”.  Me enseño toda su vida a amar la naturaleza de esa manera.

Hablábamos cuando la acompañaba por su jardín a cortar camelias, sus flores preferidas. ¿Quién sabe por qué diría eso del viento?  Tal vez porque fecunda las flores en la primavera, o porque el viento frío marchita las petunias.

Mamá cultivaba bellísimas camelias blancas, ese color la fascinaba.  Esas flores fueron admiradas por todo el pueblo durante años. Aún hoy la gente recuerda a mamá pro sus camelias.  Pocos años antes de morir, logró un método para matizarlas de rosa.

El recuerdo que más me conmueve de mi madre es aquel en que, después de verla trabajar todo el día en la huerta, cuando el sol iba dejando largas las sombras sobre el jardín, ella regresaba a nosotros con su canasta repleta de camelias blancas, y, una vez en la casa, las acomodaba donde mejor lucieran.  Entonces, encendía el candilito de cebo y se encorvaba bajo esa débil luz a coser nuestras ropitas de niño.  Pobre mamá, trabajó tanto.

A veces, cuando me piden flores (porque siempre viene gente a pedir flores a casa), lo primero que doy en la temporada son las camelias; pero les dijo: “Tomá, te llevás lo mejor de la historia de esta casa: las camelias de Doña Marta”.

“Una aventura de 50 años…”

Adiós en Navidad.

Desde que nací -era el año 1904-, siempre fui sano, fuerte.  Había que serlo.  En Siria los hijos tenían que crecer así.  En esa época estábamos bajo el imperio turco, sometidos y nos hacían trabajar duro desde muy niños, casi sin descanso, junto con nuestros padres.  Yo era el mayor de los hermanos de la casa.  Antonio, que era el mayor de todos, hacía cinco años que ya vivía en a Argentina, en Reconquista.

Mis hermanos, Saliba, de dieciséis años, y Rousa, de doce, trabajaban en el campo a la par de nosotros, papá y yo.  Michel era el menor, tenía seis años.  Él cuidaba el rebaño.

Todos nacimos en Ayoum el Wadi que quiere decir vertiente del valle. Éramos mi padre, Janna Mashimmer, mamá: Nasita, los abuelos maternos y los paternos.  Creo que fue una cuestión ancestral esto de nacer en Ayoum el Wadi por generaciones que se perdían en la historia de los Mashimmer.

El valle donde teníamos las tierras era fértil y abundaban las vertientes.  El agua era el regalo que Dios nos había hecho.  Era un pueblito tan lindo.  Para mí era el más hermoso del mundo.  Estaba rodeado de montañas tan azules como el mismo cielo.

Éramos colonos y trabajábamos el suelo con un arado de punta de dura madera.  Sembrábamos al voleo. Mamá llevaba la bolsa con las semillas colgada al hombro.  Boleaba el trigo, el lino, la cebada. Mis hermanos, en cambio, se encargaban de cuidar los animales mientras papá y yo hacíamos el trabajo bruto de la tierra.  En esos días a ellas les tocaba guiar las cabras a la montaña.

Mientras esperábamos la cosecha, era yo el encargado de llevar a las cabras por el valle a pastar.

Yo nunca me aburría, siempre soñaba con viajes, con el viaje que había hecho mi hermano Antonio.  Él me escribía cartas preciosas desde América.  Soñaba con los mismos viajes que hacía la gente que nos venían a comprar  a la granja.  Me imaginaba los países y esas cosas.

Nunca olvidaré mi infancia ni mi juventud.  Siempre me sentí pastor, un simple y soñador pastor.

Además, no tenía otra alternativa: era el más grande de la casa y un buen hijo.  Nos educaron para que lo fuéramos.  Nos criaron con Dios.

Mis padres eran muy religiosos, católicos ortodoxos.

Recuerdo cuando yo tenía miedo en la montaña por las noches, me abrazaba a una cabra, me abrigada, y entonces rezaba, me calmaba y me quedaba dormido.

En el invierno nevaba tanto que los árboles quedaban casi sepultados por esa blancura.  Los colores se borraban del mundo.  Todo era blanco y el cielo gris.

Cuando dejaba de nevar, el valle se iluminaba todo por el sol.  Y los techos de las cabañas parecían hongos blanquísimos.

En la primavera la nieve comenzaba a derretirse allá arriba en las montañas, el valle era entonces una gloria.  Se llenaba de flores y fragancias y las vertientes de Ayoum al Wadi reventaban a borbotones transparentes y esa agua descendía hasta los abrevaderos.  Era como si Dios se acordara de nosotros nuevamente.

Pero duró poco este paisaje.  Llegó la guerra y los campos quedaron huérfanos de hombres.  Sólo las mujeres lo trabajaron.  Fue bárbaro, pobrecitas.

Era la guerra de 1914.  Inglaterra y Francia atacaron al imperio turco y a Alemania.  Como nuestro pueblo, Siria estaba bajo el dominio del Imperio, los soldados turcos se llevaban a nuestros hombres del campo a la guerra.  Yo me salvé.  Tenía doce años.  Los soldados del Imperio, mal vestidos, mal comidos y hasta casi desarrapados llegaban a las aldeas.  Tomaban prisioneros a los campesinos sirios.  Para que no los arrancaran de sus tierras ni los alejaran de sus familias se les pagaba a los turcos en monedas de oro.

 

Cuanto más joven y fuerte era el prisionero, más oro pedían por él.  Por eso no me gusta que me llamen turco.

Cuando terminó la guerra, nuestros aldeanos ahora sin distinción, hombres, mujeres, niños, teníamos que trabajar para el vencedor.

Había que construir caminos.  Las mujeres en grupos de tres, para poder ser mejor vigiladas, picaban la piedra que era acarreada por los hombres en canastos a horcajadas sobre el lomo de las mulas.

Fue una guerra, una larga y penosa lucha de tres años.

Gracias a Dios no pasamos hambre.  Nuestro ganado y nuestro trigo no fueron diezmados.

Pero un día cumplí veinticuatro años.  La guerra había pasado. Yo ya era un hombre y en la casa todo estaba bien.  Michel había crecido.

Era yo un robusto y fuerte muchacho y Antonio me seguía escribiendo cartas  cada vez más insistente para que me fuera a América.  En esa época Michel tendría que estar haciendo lo que yo había hecho durante tantos años, arar la tierra y cuidar de los animales.  La guerra lo había cambiado todo.  Yo no aguantaba más ese trabajo.  Quería viajar, conocer América, la Argentina.  Y entonces recibí aquella carta, la que llegó en Nochebuena con los saludos de Antonio desde la ciudad que se llamaba Reconquista, donde él vivía ahora, en la Argentina.

Fue en la Nochebuena: habíamos vuelto de la iglesia.  Yo había rezado como nunca antes lo hiciera.  Esa misma noche tomé la determinación.

Se los comunicaría.  Pero algo extraño, como un frío en la mente, no me dejaba aclarar, ordenar mis palabras.  Al fin tome coraje y se os hice saber: viajaría a América, al encuentro de Antonio.

¡Pobres!  Lloraron tanto… Mis hermanas, Saliba y Rousa, se echaron a mi cuello y me abrazaron con tanta fuerza… Michel en cambio me besó en ambas mejillas. No habló.  Papá me abrazó muy fuerte, muy fuerte.

Mamá no hizo nada, no dijo nada.  Suspiró largo, pero el día de la partida me bendijo poniéndome en la frente la cruz de plata que había sido de su madre.

Por fin les dije adiós: ya era Navidad.

Partí de Ayoum el Wadi.

¡Salvados!

El tren devoraba el paisaje. Uno no tenía tiempo de detenerse a ver las distancias, los colores.  Las estaciones en que hacíamos paradas estaban atestadas de gente que -después supe por sus conversaciones- iban a la capital: otros como yo, atravesaríamos la frontera hacia El Líbano, rumbo a Beirut sobre el Mediterráneo.

Yo debía tomar en ese puerto del Líbano el barco que me llevaría hasta Italia.  Todo era para mí como lo había soñado. Distinto.

Había valido salir de Aiem Wade.  En Beirut me embarqué en el vapor Abraham Basha que nos llevó directamente a Libia.  Amarró por dos días en el puerto de Trípoli.  Al Mediterráneo lo vi como el cielo en la tierra ¡tan azul! Increíble.  Nunca olvidaré aquellas barcas con sus velas desplegadas al viento, las redes y sus pescadores.

Todo para mí era maravilla.  Mis ojos no se cerraban nunca.  Claro, yo jamás había salido de mis montañas.  Desde este puerto tan bello partimos a la mañana temprano de un domingo. Parecía tan triste el puerto ese día.  Poca gente.  Sólo nosotros, los pasajeros rompíamos la tranquila urbanidad de Trípoli.  El mar estaba quieto y el sol de mediodía comenzaba a arden en la tierra de Libia.

Fue un hermoso viaje el cruce del Mediterráneo, tranquilo, con música, comidas buenas y bien regadas de vino italiano.  Tinto espeso.

Transcurridos tres días inolvidables, llegamos a Nápoles, Italia. ¡Ah Nápoles!  Es imposible describir tanta belleza, estrechas y pedregosas calles.  Qué señoritas tan hermosas.

Casi quedo en Italia.  En Nápoles sólo estuvimos unas horas pero las suficientes para enamorarme de esa tierra, porque siempre quedé con la idea de que Nápoles era Italia.

Desde allí partimos, siempre en Abraham Basha, hasta otra ciudad italiana, Génova.  A esta altura yo ya no sabía qué hacer.  Si hasta decido quedarme en Génova.  ¡Qué ciudad tan hermosa, fascinante, fina!  Yo tenía en mis bolsillos todavía muchas libras esterlinas y para alegría mía todavía hoy pienso que hice bien en gastarme más de lo previsto.  No me arrepentiré jamás de haberlo hecho, ¡y en aquella Génova!   Todo pasó porque en realidad el buque que debíamos abordar era el trasatlántico Mafalda que nos llevaría a América.  Cuando fui a retirar mi pasaje, a mí y a otro paisano que frecuentaba nos aconsejaron que no tomáramos ese barco.  Como era ya muy viejo, el Mafalda haría esta vez su último viaje a América y Cabía el peligro de una catástrofe.  La verdad es que lo pensé bien antes de hacer mi viaje en ese vapor y con esa perspectiva.  Yo había salido en busca de aventuras, pero no decidido a morir.  Así que me fui a dormir al hotel temprano pues al otro día llegaba otro barco grande e importante que llevaría pasajeros a América y que curiosamente se llamaba El Americano.

A la mañana siguiente nos enteramos por el conserje del hotel que el Mafalda había naufragado en el Atlántico frente a las costas de Permambuco, Brasil, y que habían muerto dos mil personas.  Todos sus pasajeros.  Esa mañana fui a una iglesia a rezar, y lo hice como aquella nochebuena en Aiem Wade.

Rumbo a América

El Americano abandonó el puerto de Génova. Puso proa hacia España.

En el puerto español nadie pudo abandonar el barco en las pocas horas que estuvimos en ese país.  No se nos dieron explicaciones: sólo eso, no se podía bajar.  Como yo no tenía absolutamente nada que hacer, se me ocurrió que escribiría una carta desde España para mis padres.  Para qué, no la pude terminar.  Sentí una enorme tristeza y lloré, lloré mucho.

El viaje fue muy bueno, con buen sol y mar tranquilo en todo el trayecto.

No pude decir nada más que disfruté de mi litera toda la travesía.

Los días pasaban y yo no podía salir a cubierta.  Me mareaba.  Los amigos paisanos insistían en que saliera, yo, en mi encierro; comía mucha carne y bebía abundante cerveza hasta casi atontarme: entonces caía en la cama hasta el otro día.

Pasaron los veinte días que duró el viaje a Buenos Aires.  Era sábado cuando llegamos.  El Americano pudo amarrar recién por la noche.

Salí a cubierta expectante; ansioso, emocionado.  Miré al cielo dando gracias a Dios y vi brillar otras estrellas.  “Es la Cruz del Sur”, dijo alguien a mi lado.  Era mi hermano Antonio que había subido a la cubierta del barco a encontrarme.  Nos abrazamos fuertemente y lloramos muy juntos; muy juntos sin decir palabra alguna.  Sólo nos hicimos la señal de Dios en el pecho.  Luego todo fue confusión, trámites.  A esa hora había muchísima gente en el puerto.  Eran casi todos inmigrantes.  Se les notaba en sus rostros, ropas, los gestos y, por sobre todo, el idioma.  Algunos tenían como único equipaje unos pocos líos; seguramente de ropa.  Vi familias que se agrupaban en los lugares de mayor penumbra con sus pequeños dándoles de comer.  La gran mayoría de ellos eran seres silenciosos, tristes, y había lágrimas en sus ojos.

Esa misma noche viajamos, ya muy tarde, una vez que terminamos todos los trámites; siempre guiado por Antonio, que hablaba muy bien la castilla.  Tomamos un coche, un mateo como le llamaban; y nos fuimos hasta la estación de trenes.  Y desde allí salimos hacia Pergamino donde vivía un primo nuestro que había venido a la Argentina con Antonio hacía ya tiempo.  Estuvimos unos días en los que conocí gente y paseaba mucho.  Después viajamos en ferrocarril hasta la ciudad de Reconquista; donde Antonio vivía y ya estaban otros sirios como nosotros; y, en efecto, estos paisanos, avisados por telégrafo de nuestra llegada, nos esperaban el andén de la estación.  Desde la ventanilla del tren, Antonio, asomado, me lo enseñó.  No pude resistir la emoción y, mientras lloraba, les agitaba mi sombrero.

Por dentro yo reventaba por gritar “¡Viva Siria!”, pero no lo hice.

¡Qué encuentro, Dios mío!  Hablábamos de todo y todos juntos.  Ese día en la estación el idioma oficial fue el sirio.

Una aventura de 50 años…

No pasó mucho hasta que me fui integrando a mis paisanos.  Así me enteré de que muchos de ellos habían venido como inmigrantes a la Argentina para hacer fortuna, hacer la América como le dicen.  Yo, en cambio, estoy orgulloso de decirlo, vine por mis libras.   Recuerdo que el pasaje me costó, con todo incluido, 20 esterlinas de oro.  Había salido a la aventura de conocer América.  Y acá estaba, en Reconquista, entre tanta gente buena y amistosa.  No bien llegué, me instalé con mi hermano en su casa que estaba donde hoy está la Terminal de colectivos.  Antonio tenía chacarita, o sea compra-venta de fierros viejos.  Él con el tiempo, formó su familia.

Yo, a los veinticinco años, todavía seguía soltero, y casi me había gastado los pocos pesos que me iban quedando.   Antonio me sugirió que le ayudara pero a mí ese trabajo no me convencía, así que me arreglé con un paisano que vendía telas y tenía un negocio muy próspero. Con los últimos pesos que ya eran pocos, me compré una jardinera con techo de lona y muchos flecos blancos, igualita a la que había visto en la estación de trenes el día de mi llegada a Reconquista.  También compré dos caballos.  Y así comencé a salir desde Reconquista a las colonias como vendedor ambulante.  Fue una experiencia inolvidable el trato con otras gentes, tan distintas.  Los colonos friulanos compraban muchas telas y eran muy amables conmigo.

Me invitaron a una yerra.  Quedé maravillado, cómo ellos se habían adaptado a las costumbres gauchas de estas tierras.  Comí un montón de asado y ellos no me querían dejar volver: eran todas atenciones para mi persona.  Siempre que pasaba por esas colonias de italianos no dejaban de comprarme algo.  Los suizos también fueron muy atentos conmigo, me atendían muy bien pero compraban poco. Eso sí, me regalaban -cuando carneaba- una bolsa en la que ponían chorizos, morcillas, carne.

Así que pasando el tiempo, no recuerdo cuánto, pero sí que mis ventas aumentaban con cada viaje a las colonias y también la plata.  Cien pesos llegué a contar los domingos en mi pieza de la fonda donde ahora me hospedaba por veinte pesos mensuales.

En uno de los tantos viajes a la estancia del Pájaro Blanco -distante 30 kilómetros al sur de Romang-, conocí a una chica hija de inmigrantes españoles, Dora Fernández.

Nos veíamos en esos viajes.  Pero ocurrió que su familia se tuvo que ir a vivir a la ciudad de Goya, en Corrientes.  Entonces, yo la iba a visitar allá.  Tomaba una lancha que nos cruzaba por el Paraná.  Esos viajes por el río me hacían sentir la aventura por la que había venido.  La selva en la orilla con los pájaros desconocidos, las garzas, los camalotes de flores lilas y aquellos sauces inclinados sobre el agua parda del Paraná.  Me llamaba tanto la atención… Yo -en la poca castilla que ahora hablaba-, preguntaba por todo lo que veía.  Nos casamos en el año 1934, en Reconquista. Primer nos casó el juez al año recién el cura.  Vivimos en la misma casa que yo venía alquilando de soltero.  Allí tenía mi negocio: tienda y almacén.  Coloqué en la puerta de la entrada un cartel que decía “Tienda Zammer”. En ese entonces los letreros de los negocios no eran luminosos y coloridos como los de hoy.  En Reconquista -que era en aquellos días una linda ciudad- había muchos negocios.  Y en alguno de ellos, muchos paisanos míos, tenían tienda como Moisés Gaze.  Abdala -que era vendedor ambulante igual que yo-, Miguel Zacarías, el negocio de José Yapar y la tienda de Miguel Elías.

Y así fueron pasando los años.  Y nacieron los hijos.  Tuvimos con Dora, nueve hijos entre varones y mujeres.  El mayor, Cándido; después fueron naciendo entre año y año y medio, Gabriel, María, Juan, Norma, Jorge, Benjamín, Inés y Miguelito.  Los dos mayores nacieron en Reconquista: a los demás Dios de los fue dando en Romang, y me pidió a dos hijos, María -la mayor de las mujeres-, a Inés, la menor.  Los años se me escaparon y ya no puedo volver a Aiem Wade.  Quería regresar pero la Argentina era mi patria del corazón también.  En ella había aprendido a querer a su gente, sus costumbres.  Pero por sobre todas las cosas había hecho mi gran tesoro, mi América: una esposa a la que aún hoy quiero a la manera de nuestros años, Dora.  Y todos estos hijos a los que amo.  Por eso no volví.  No pensé jamás en dejarlos solos aunque fuera por un lindo viaje de vuelta a mi aldea natal.  Ellos quieren que yo haga ese viaje, dicen que me van a ayudar con plata.  Soy muy orgulloso y, no me gusta pedir ni deber nada.  Y no viajo.

Además ¿para qué?  Sólo me encontraría con los fantasmas de mi niñez.  Acá en Romang hace tantos años que vivimos con esta gran familia que formamos con Dora.

Para qué moverse si tengo todo lo que quiero. ¡Hasta una huerta! como allá en Aiem Wade.  En fin, a veces pienso que la mía ha sido una aventura de cincuenta años.

 

Lecturas y síntesis: Nidia Orbea Álvarez de Fontanini

Mayo de 2006 – Incluido en el CD “Del Vivir y vibrar”.

SEPA (Servicio de Educación por el Arte)

Nidia A. G. Orbea de Fontanini.

Presentado en el Centro Comercial de Santa Fe.

Miércoles 10 de mayo de 2006 a las 19:30

Santa Fe de la Vera Cruz – República Argentina.

 

[1] Desde Romang, el 14 de diciembre de 2005, Luis Mallarino me envió una esquela y dos páginas con esta información.

[2] Dirección: Teófilo Romang 1061 – 3555 Romang (Provincia de Santa Fe, República Argentina).

[3] Mallarino, Luis Rodolfo. El viento me ata. Santa Fe de la Vera Cruz, Editorial Colmegna, septiembre de 1981, p. 11-12.

[4] Mediante la Resolución Ministerial Nº 322 /84, la docente y escritora Nidia A. G. Orbea de Fontanini fue designada Coordinadora de las áreas de Educación y Cultura, función desempeñada hasta fines de 1986. En 1987, el ministro de Educación y Cultura Dr. Juan Carlos Gómez Barinaga le encomendó la coordinación del Plan Cultural 1987, aprobado mediante R.M. Nº 129 del 15 de marzo de ese año que abarcaba cuatro programas y diversos subprogramas, promovidos por el Equipo de Educación y Cultura de la CGT Regional Santa Fe -titular Sr. Agustín Sarla- conjuntamente con asociaciones intermedias representativas de cooperadores y artistas: escritores, dibujantes y pintores, músicos, actores y titiriteros…

[5] Provincia de Santa Fe, “Ediciones Culturales Santafesinas”, Subsecretaría de Cultura y Fundación ARCIEN, septiembre de 1992, impreso en talleres gráficos de Imprenta Macagno S.R.L., p. 89-92.

[6] Ibídem. En la quinta página, impreso: Logotipo de Ediciones Culturales Santafesinas. “Selección de Cuentos – Concurso Provincial 1991 – Autores Raúl Adorni / Osvaldo J. Barbieri / Silvia Brown de Borgato” -es Braun de Borgato / “Miguel Luciano Caballero / Sonia Catela / Felipe Justo Cervera / Stella Maris Cristódulis / Verónica M. Capellino de García / Graciela Geller / Graciela S. Lobato / Luis Rodolfo Mallarino /  Elizabeth B. Miraglia / Alberto José Miyara / Diana Lis Moschen / Aurora Pérez de Otero / María Nélida Pedernera / Ricardo Ríos Ortiz / Cristina Sabini / Patricia Severín / Laura Vizcay – Ministerio de Educación y Cultura de la Provincia de Santa Fe – Subsecretaría de Cultura – Fundación Arcien.”

[7] En ese tiempo, era Director General de Cultura el poeta Rubén Plaza, de Rosario. El IPA fue creado a los fines de organizar las Escuelas de Teatro (en Santa Fe de la Vera Cruz y Rosario), de Cine y Televisión en Rosario y la “Escuela Provincial de Folclore y Tradición Popular” de Reconquista. Mediante la Resolución Ministerial Nº 382, al IPA le impusieron el nombre “José Pedroni”.  Primer director: Profesor de Educación Física y “educador por el arte” Norberto Victorio Zen y subdirector Profesor de Música –Concertista de piano- Mario Montrul; subdirector en la subsede Rosario el destacado actor Norberto Campos y Director en la subsede Reconquista Sr. Mario Salami.  // Walter Operto obtuvo en 1969el Premio Nacional de Argentores por su trayectoria como dramaturgo con destacadas puestas en escena.  Distinguido periodista,  sabido es que había estado cerca del paraje boliviano donde fue atacado y muerto Ernesto Guevara de la Serna, el Che.  Walter Operto, fue nombrado Delegado en Rosario por el Licenciado en Filosofía Julio De Zan, Secretario de Estado de Cultura y Comunicación Social (desde el 30 de junio de 1989 al 27 de abril de 1990).  En 1995, Walter Operto era Director del Teatro “Saulo Benavente” de Rosario…

[8] Reitero lo expresado en el trabajo inédito San Carlos: la llanura luminosa.  El historiador romanense Darío O. Sager, indica que siguiendo la tradición oral, la colonia Romang fue fundada “el 23 de abril de 1873”.  Es probable que para afirmarlo, se haya tenido en cuenta que el doctor Teófilo Romang en una carta escribió: “La Colonia principió su formación hacia fines de 1873…”  El propósito de elaborar la historia del centenario de esa comuna, motivó a Sager para investigar sobre los documentos existentes en el Archivo General de la Provincia.  Así fue como se sorprendió al “no hallar ninguna documentación que acredite como día de fundación a la citada por la tradición oral. Siguió el proceso previo a la instalación de los colonos con la colocación de los mojones, se instalaron las familias y cuando esa empresa se estaba consolidando, el doctor Romang decidió cambiar el nombre de la colonia y colocarle el apellido que originariamente pertenecía al abogado que lo asesoró y que se lo transfirió al gestionarle el pasaporte.  Algunos colonos rechazaron ese cambio; optaron por trasladarse hacia otro lugar y se quedaron en el sitio que consideraron favorable para instalar una colonia, de modo que  Ella se fue poblando y después, se la empezó a reconocer como tierra de mal abrigo.  Es oportuno acotar que al no haber un documento preciso que las identifique a todas las familias fundadoras, cuando se ordenó colocar en una placa de bronce con sus nombres, sucedió como en la colonia Esperanza porque “mucha gente que el fundador señala oficialmente como iniciadora de la colonia en la aludida documentación, no figura en el referido bronce” con el agravante de que “se perpetuaron como primeros pobladores personas a las que ni siquiera el Dr. Romang las menciona en dicho testimonio.”

[9] El apellido Kappeler o Kappeller aparece en los apuntes de don Carlos Beck acerca de los trabajos durante la fundación de la Colonia San Carlos, consta que la concesión Nº 51 correspondía a la Familia Kappeler -o Kappeller Miguel, Sofía y Santiago nacidos en Tirol (Suiza); la nuera en Baviera y la pequeña Luisa había nacido en la Argentina.  Gastón Gori expresa que esta familia ya estaba en el país a fines de 1858 y la constituían: 1) Kappeller, Miguel -50 años-; 2) Sprenger de Kappeller, Sofía -s.d.-;  3) Kappeller, Santiago -29-; 4) Selos de Kappeller, Aphra -26, nacida en Baviera- y 5) Kappeller, Luisa -9 meses, nació en Argentina-. Llegaron tras la firma del contrato en Basilea el 26 de abril de 1858 y el 15 de junio de ese año fueron aprobados los estatutos de la Sociedad Colonizadora.  Consta que “la familia Kappeller, vino a Santa Fe antes de que se fundara la colonia San Carlos y participó en los trabajos preliminares de instalación.”

[10] Sabido es que los Kaufmann -o Kauffmann- fueron inmigrantes colonizadores que participaron activamente en la política santafesina.  El 18 de marzo de 1877, el norteamericano Guillermo Moore y Gaspar Kaufmann, acompañaron a Patricio Cullen -entre otros conspiradores que pretendían llegar al gobierno por la fuerza- y tres días después terminó esa rebelión en el Combate de Los Cachos…)

 

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