Estás aquí
Inicio > NIdia > Ensayo > ENCÍCLICA “RERUM NOVARUM” (1891-1991)

ENCÍCLICA “RERUM NOVARUM” (1891-1991)

1931: Ecos de la Encíclica “Rerum Novarum”

1941: “Alocución de Pío XII”.

EVOCACIÓN EN LA CÁMARA DE DIPUTADOS DE LA LEGISLATURA DE SANTA FE.

 

 

 

En Roma,  en San Pedro, el 15 de mayo del año 1891, el Papa León XIII publicó la Carta Encíclica “Rerun Novarum”.

Eran tiempos de “aumentos recientes de la industria”, había “nuevos caminos” para “las artes”; existía un “cambio en las relaciones mutuas de amos y jornaleros, el haberse acumulado las riquezas en unos pocos y empobrecido la multitud”.

Eran tiempos de “corrupción de las costumbres” que hicieron “estallar la guerra”, causando preocupación en “los ánimos de los hombres”.

Reflexionaba el Papa: “…es difícil dar la medida justa de los derechos y deberes, en que ricos y proletarios, capitalistas y operarios, deben encerrarse.  Y peligrosa es una contienda que por hombres turbulentos y maliciosos frecuentemente se tuerce para pervertir el juicio de la verdad y mover a sediciones a la multitud”.

Destacaba que “destruidos en el pasado siglo los antiguos gremios de obreros, y no habiéndoseles dado en su lugar defensa alguna”, “poco a poco ha sucedido hallarse los obreros entregados, solos e indefensos, por la condición de los tiempos, a la inhumanidad de sus amos y a la desenfrenada codicia de sus competidores. A aumentar el mal vino la voraz usura”, “ejercitada por hombres avaros y codiciosos”.

Advertía el Papa “que la producción y el comercio de todas las cosas están del todo en manos de pocos, de tal suerte, que unos cuantos hombres opulentos y riquísimos han puesto sobre la multitud innumerable de proletarios, un yugo que difiere poco del de los esclavos”.

Evidentemente, esa situación de injusticia social, no cambiaría sólo con “excitar en los pobres el odio a los ricos”, ni sustituyendo “la propiedad “privada” por la “colectiva”, porque así los obreros perderían “el derecho de disponer libremente de su salario”; no tendrían “la esperanza de poder aumentar sus  bienes propios, y sacar de ellos otras utilidades”.

Sabido es que el obrar humano es la resultante de la capacidad personal “para hacer” -en función de intereses individuales o comunitarios-, y que la voluntad de cumplir con la misión que le es propia, se apoya en la aptitud -conocimientos, intuiciones y sentimientos-; por lo cual los “efectos” de ese “obrar” son diversos, y constituyen la realidad social.  En ello tiene fundamental importancia la formación de la persona: su saber, su razón, su vocación -que ha de ser de servicio-, sus ideales.

Bien planteaba el Papa, que “entre los principales deberes de los amos, el principal es dar a cada uno de lo que es justo”.  Y lo dicho con respecto a los amos, debe alcanzar a toda relación entre personas.  En todo principio de justicia, corresponde evaluar hechos, que son precisamente una síntesis del obrar humano, que refleja su propia dignidad.

Al referirse a “la prudencia cívica” que debe caracterizar a “los que gobiernan”, el Papa destacó que “lo que más eficazmente contribuye a la prosperidad de un pueblo es la probidad de las costumbres, la rectitud y orden de la constitución de la justicia, la observancia de la Religión y de la justicia, la moderación de imponer y la equidad en repartir las cargas públicas, el fomento de las artes y del comercio, una floreciente agricultura, y si hay otras cosas semejantes que cuanto con mayor empeño se promueven, tanto será mejor y más inobjetables, que todavía están en el discurso y muy poco en la realidad.

Refiriéndose a la responsabilidad de los gobernantes, para “promover el bienestar  moral”, advirtió el Papa que correspondía prever las actitudes “de huelga” y “de ocio” que con frecuencia asumían los obreros, precisamente por un trato injusto.  Ese tiempo, no resulta gratificante para la persona, porque está en un conflicto motivado por su necesidad ineludible, de exigir un oportuno reconocimiento a su esfuerzo, a su trabajo honesto, que implica un derecho a retribución, un reconocimiento por los beneficios que ese trabajo genera en la comunidad, como demostración de productividad para mejorar la calidad de vida.

“…El Estado debe promover el bienestar del obrero”, dijo S.S. León XIII.  Advirtió: “Débase, pues, procurar que el trabajo de cada día no se extienda a más horas de las que permiten las fuerzas.  Cuánto tiempo haya de durar este descanso se deberá determinar, teniendo en cuanta las distintas especies de trabajo, las circunstancias del tiempo y del lugar, y la salud de los obreros mismos”.  Diferenciaba “lo que puede hacer y a lo que puede abalanzarse un hombre de edad adulta y bien robusto”, que no puede ser exigida “a un niño o a una mujer”.

La importancia de la posesión de la tierra, fue también reconocida en la Encíclica, “porque el hombre, cuando trabaja en terreno que sabe que es suyo, lo hace con un afán y un esmero mucho mayores; y aún llega a cobrar un grande amor a la tierra que con sus manos cultiva, prometiéndose sacar de ella, no sólo el alimento sino aun cierta holgura y comodidad para sí y para los suyos”.  Con ello se contribuye “a la abundancia de las cosechas y al aumento de la riqueza de los pueblos”.

Recomendaba el Papa, “que no se abrume a la propiedad privada con enormes tributos e impuestos”, porque en ese caso el Estado “obrará, pues, injusta e inhumanamente si de los bienes de los particulares extrajere, a título de tributo, más de lo justo”.

Otorgó importancia a los “gremios o asociaciones”.  Afirmaba S.S. León XIII que “la concordia engendra en las cosas hermosura y orden: y  al contrario, de una perpetua lucha no puede menos de resultar la confusión junta con una salvaje ferocidad”.  La iglesia, “enseñada y guiada por Jesucristo”, -se lee en la Encíclica-, “aspira a algo más grande” que “quitar la fuerza” a “la contienda entre “amos” y los “proletarios”.  La Iglesia, “pretende juntar en unión íntima y amistad una clase con otra”, “señalando el verdadero destino de la vida presente”.  Y esa vida presente a la que se alude hace un siglo, es semejante a la vida actual, porque es idéntico el desafío vital del hombre, quien debe “entender en su realidad y apreciar en su justo valor las cosas perecederas”, lo cual le “es imposible”, si antes “no se ponen los ojos del alma en la otra vida imperecedera”.  Ayuda en el camino de la sensatez y de la piedad, la prédica del Papa en su Encíclica: “Abundar o carecer de riquezas y de las otras cosas que se llaman bienes nada importa para la bienaventuranza eterna; lo que importa más que todo es el uso que de esos bienes hagamos”.  Allí se refleja la virtud.  “Nadie está obligado a vivir de un modo que a su estado no convenga” -dijo Santo Tomás-, “pero satisfechos la necesidad y el decoro, deber nuestro es, de lo que sobra, socorro a los indigentes”.

“Así, pues, el que tuviere talento, cuide de no callar; el que tuviere abundancia de bienes, vele no se entorpezca en él la largueza de la misericordia; el que supiere un oficio con que manejarse, ponga grande empeño en hacer al prójimo participante de su utilidad y provecho”.

Es importante reflexionar acerca del mensaje de la Encíclica, porque “la verdadera dignidad y excelencia del hombre consiste en las costumbres, es decir en la virtud”.  Es verdadero que “cuando las sociedades se desmoronan” es imprescindible la exigencia de una “rectitud”, para volver “a los principios que le dieron ser”.  En ese “orden, se impone la obligación de ser personas –comunidades fraternales- que “reprimen esas dos pestilencias de la vida que con harta frecuencia hacen al hombre desgraciado aun en la abundancia: el apetito desordenado de riqueza y la sed de placeres”.  Corresponde dar testimonio de “caridad cristiana”, de la cual “es propio darse toda al bien del prójimo”, y “no hay ni habrá artificio humano que la supla”.

En consecuencia, S.S. León XIII, insistía en que “los que gobiernan un pueblo deben primero ayudar en general, y como en globo, con todo el complejo de leyes e instituciones, es decir, haciendo que de la misma conformación y administración de la cosa pública espontáneamente brote la prosperidad, así de la comunidad como de los particulares.  Porque ése es el oficio de la prudencia cívica, éste es el deber de los que gobiernan”.

Recomendaba S.S. León XIII, que “no absorba el Estado ni al ciudadano, ni a la familia, justo es que al ciudadano y a la familia se les deje la facultad de obrar con libertad en todo aquello que, salvo el bien común y sin perjuicio de nadie, se puede hacer.

Deben, sin embargo, los que gobiernan proteger a la comunidad y a los individuos que la forman.

En ese bienestar público, debe haber “orden y paz”; y es fundamental “que florezcan en la vida privada y en la pública, costumbres puras; que se mantenga ilesa la justicia ni se deje impune al que viola el derecho de otro; que se formen robustos ciudadanos, capaces de ayudar, y si el caso lo pidiera, defender la sociedad”.

En ese orden, “deben, además, religiosamente guardarse los derechos de todos, en quienquiera que los tenga; y debe la autoridad pública proveer que a cada uno se le guarde lo suyo, evitando y castigando toda violación de la justicia.

En ese orden, hay que otorgar un valor esencial a “los bienes del alma”, porque “el alma es la que lleva impresa en sí la imagen y semejanza de Dios, y donde reside aquel señorío, en virtud del cual se le ordenó al hombre dominar sobre las naturalezas inferiores y hacer tributarias para su utilidad y provecho a todas las tierras y mares”, tal como se lee en el Génesis: “Henchid la tierra y tened señorío sobre los peces del mar, y sobre las aves del cielo, y sobre todos los animales que se mueven sobre la tierra”.

“En esto son todos los hombres iguales; ni hay distinción alguna entre ricos y pobres, amos y criados, príncipes y particulares, puesto que uno mismo es el Señor de todos”.

En la Encíclica se lee:

“En el hombre, toda su naturaleza, y consiguientemente la fuerza que tiene para trabajar, está circunscripta a límites fijos, de los cuales no puede pasar.  Auméntase,  es verdad, aquella fuerza con el uso y ejercicio, pero a condición de que de cuando deje de trabajar y descanse”.

Propuso el Papa, tener en cuenta que el descanso “no se ha de entender como una licencia de entregarse a un ocio inerte y mucho menos a ese descanso que muchos desean, fautor de vicios y promotor del derroche, sino al descanso completo de toda operación laboriosa, consagrado por la Religión”, que “Dios sancionó con una ley especial en el Antiguo Testamento:  “Acuérdate de santificar del día sábado”; y con su ejemplo lo enseño en aquel descanso misterioso que tomó cuando hubo fabricado el hombre: “y reposó el día séptimo de toda la obra que había hecho”.

Si se lograra ese “orden”, perduraría la “paz”.

En 1991, las palabras del “Epílogo” sobre “la caridad, señora y reina de todas las virtudes”, son un llamado de atención insoslayable, porque somos todos “hermanos” y todavía no hemos aprendido a comprendernos, tolerarnos, ¡amarnos!, como lo ordena la LEY.

Hay que meditar acerca de esa “salud” personal, que preserva el “cuerpo social”, que tiene justamente como soporte: “la caridad cristiana”.  Esa caridad “dispuesta a sacrificarse a sí propia poro el bien de los demás”.  Esa caridad que “es antídoto certísimo”, “contra la arrogancia del siglo”.  Un siglo al que se le ha sumado otro siglo, y las observaciones siguen teniendo vigencia.

En el final, de la Encíclica el Papa habló al espíritu de los hombres, convocándolos al encuentro y al ejercicio de “la caridad”; “virtud cuyos oficios y divinos caracteres describió el apóstol Pablo con estas palabras:

“La caridad es paciente, es benigna;

 

no busca sus provechos;

 

todo lo sobrelleva; todo lo soporta”.

 

1931: Ecos de la Encíclica “Rerum Novarum”

 

El 15 de mayo de 1931, desde Roma, S.S. Pío XI difundió la Encíclica “Quadragésimo Anno”, al celebrarse cuatro décadas de la “Rerum Novarum”.

En ese documento, el Pontífice reflexionó acerca del momento aquél, en que “tan gran parte de los hombres “se hallara inicuamente en condición mísera y calamitosa”…”, cuando el Papa León XIII, “urgido por la ‘conciencia de su oficio Apostólico’ y para que su silencio no pareciera abandono de su deber, determinó hablar a toda la iglesia de Cristo y todo el género humano con la autoridad del divino magisterio a él confiado”; sobre la necesidad de “defender la causa de los obreros ‘que el tiempo había entregado solos e indefensos a la inhumanidad de los dueños y al desenfrenado apetito de la competencia”.

Aquella Encíclica, reconocía Pío XII que había significado “un cambio de cosas que no se esperaba; de suerte que lo aferrados en demanda a lo antiguo se desdeñaron de aprender esta nueva filosofía social, y los de espíritu apocado temieron subir hasta aquellas cumbres.  Tampoco faltaron quienes admiraron aquella claridad, pero la juzgaron como un ensueño de perfección, deseable más que realizable”.

Lógicamente, afirmaba el Papa, “quienes con mayor alegría recibieron aquella Encíclica fueron los obreros cristianos”, y “todos aquellos varones generosos que, preocupados hacía tiempo de aliviar la condición de los obreros, apenas habían encontrado hasta entonces otra cosa que indiferencia en muchos, y odiosas sospechas, cuando no abierta hostilidad, en no pocos”.

En 1931, se reunieron en Roma los “obreros católicos de todo el mundo”, al decir del Papa, cuando explica el “intento” en su Encíclica.   Y debe ser comprendido que, la presencia no necesariamente ha de ser física, y por ello, espiritualmente, todos los obreros pueden estar juntos, en ese punto donde se les reconozca por sus valores y se les respete por su dignidad humana, insoslayable.

Señalaba el Papa, que “la doctrina contenida en la Encíclica ‘Rerum Novarum’ se fue adueñando casi sin sentir, aun de aquellos que apartados de la unidad católica no reconocen el poder de la Iglesia así, los principios católicos en material social fueron poco a poco formando parte del patrimonio de toda la sociedad humana, y yo vemos con alegría que las eternas verdades tan altamente proclamadas por  nuestro Predecesor de esclarecida memoria con frecuencia se alegan y se defienden no sólo en libros y periódicos acatólicos, sino aun en el seno de los parlamentos y ante tribunales de justicia.  Mas aún -dijo el Papa-, cuando después de cruel guerra los jefes de las naciones más poderosas trataron de volver a la paz, por la renovación total de las condiciones sociales, entre las normas establecidas para regir en justicia y equidad el trabajo de los obreros sancionaron muchísimas cosas que se ajustan perfectamente a los principios y avisos de León XIII, hasta el punto de parecer extraídas de ellos”.

Su santidad Pío XII, dijo que la “Encíclica ‘Rerum Novarum’ quedaba consagrada como documento memorable, al cual con justicia pueden aplicarse las palabras de Isaías: ‘Enarbolará un estandarte entre las naciones’.

Reconocía el Papa que en 1931, eran insuficientes las organizaciones de “patronos y jefes de industrias”, a la vez que era visible un incremento en la organización de “campesinos y gente de condición media”, en las cuales él destacaba el hecho de que “felizmente unen a las ventajas económicas el cuidado de la educación”.

Según su criterio, “la Encíclica de León XIII es como la ‘Carta Magna’ en la que debe fundarse toda actividad cristiana en cosas sociales.  Y los que parecen menospreciar la conmemoración de dicha Encíclica pontificia, blasfeman de lo  que ignoran, o no entienden nada en lo que de algún modo conocen, o si entienden, rotundamente han de ser acusados de injusticia e ingratitud”.

Analizó el Papa, los grandes cambios sociales y económicos durante esas cuatro décadas.  Recordó que León XIII había definido la relación económica “con una expresión feliz: ‘No puede existir capital sin trabajo, ni trabajo sin capital”.  Admitió que en ese tiempo, “el régimen económico capitalista se ha extendido muchísimo por todas partes”, “a medida que se extendía el industrialismo.  Tanto, que aun la economía y la condición social de los que se hallan fuera de su esfera de acción, está invalida y penetrada de él, y sienten y en alguna manera participan de sus ventajas o inconvenientes y defectos”.

En 1931, el Papa habló de la “dictadura económica” que siguió a la “libre competencia” y dijo: “…Salta a la vista que en nuestros tiempos no se acumulan solamente riquezas, sino se crean enormes poderes y una prepotencia económica despótica en manos de muy pocos.  Muchas veces no son éstos ni dueños siquiera, sino sólo depositarios y administradores que rigen el capital a su voluntad y arbitrio”.  Lejano pues, el problema de la opresión del capitalismo, donde algunos se sienten “dueños absolutos del dinero”, “gobiernan el crédito y lo distribuyen a su gusto”; “diríase que administran la sangre de la cual vive toda la economía, y que de tal modo tienen en su mano, por decirlo así, el alma de la vida económica, que nadie podrá respirar contra su voluntad”.

Extrajo conclusiones sobre esa situación, porque esa “concentración de riquezas y de fuerzas produce tres clases de conflictos: la lucha primero se encamina a alcanzar ese potentado económico; luego se inicia una fiera batalla a fin de obtener el predominio sobre el poder público, y consiguientemente de poder abusar de sus fuerzas e influencia en los conflictos económicos; finalmente se entabla el combate en el campo internacional, en el que luchan los Estados pretendiendo usar su fuerza y poder político para favorecer las utilidades económicas de sus respectivos súbditos, o por el contrario haciendo que las fuerzas y el poder económico sean los que resuelvan las controversias políticas originadas entre las naciones”.

Al aludir a las consecuencias “del espíritu individualista en el campo económico”, donde es posible ver que  “la libre concurrencia se ha destrozado a sí misma; la prepotencia económica se ha suplantado al mercado libre; al deseo de lucro ha sucedido la ambición desenfrenada de poder; toda la economía se ha hecho extremadamente dura, cruel, implacable.  Añádanse los daños gravísimos que han nacido de la confusión y mezcla lamentable de las atribuciones de la autoridad pública y de la economía: y valga como ejemplo uno de los más graves, la caída del prestigio el Estado; el cual, libre de todo partidismo y teniendo como único fin el bien común y la justicia, debería estar erigido en soberano y supremo árbitro de las ambiciones y concupiscencias de los hombres.  Por lo que toca a las naciones -decía Pío XI- en sus relaciones mutuas, se ven dos corrientes que manan de la misma fuente; por un lado fluye el nacionalismo o también el imperialismo económico, y por el otro el no menos funesto y detestable internacionalismo del capital o sea el imperialismo internacional, para el cual la patria está donde se está bien”.

El Pontífice indicaba que “los remedios a males tan profundos”, indicados en la “Rerum Novarum”, tenían como sustancia una “filosofía social cristiana”, donde las relaciones entre “el capital” y “el trabajo” fueran “reguladas por las leyes de una exactísima justicia conmutativa, apoyada en la caridad cristiana”

Una vez más, se propuso al hombre orientar su vida hacia el bien común, con actividades que obligan a “un orden de vida sano y bien equilibrado”.

Analizaba SS. Pío XI, la evolución del socialismo en los últimos cuarenta años, que sólo mantuvo invariable su oposición a la fe cristiana.  Planteó la transformación que dio origen al comunismo, “la lucha de clases encarnizada y la desaparición completa de la propiedad privada”. Al censurar el carácter “impío e injusto del comunismo”, advirtió que “mayor condenación merece aún la negligencia de quienes descuidan la supresión o reforma del estado de cosas, que lleva a los pueblos a la exasperación y prepara el camino a la revolución y ruina de la sociedad”.  Al hablar del sector socialista más moderado, que “avanza hacia las verdades que la tradición cristiana ha enseñado siempre solemnemente”, donde “sin enemistades y odios mutuos, poco a poco la lucha de clases se transforma en una como discusión honesta, fundada en el amor a la justicia”, que si bien no es “aquella bienaventurada paz social que todos deseamos”, “puede y debe ser el principio de donde se llegue a la mutua cooperación de las clases”.  En ese punto, corresponde saber distinguir las concepciones diferentes de ese socialismo y de la doctrina cristiana en cuanto a la naturaleza humana no tiene otro fin que el puro bienestar”; por el contrario en la concepción cristiana “el hombre, dotado de naturaleza social, ha sido puesto en la tierra para que, viviendo en sociedad y bajo una autoridad ordenada por Dios, cultive y desarrolle plenamente sus facultades a gloria y abalanza  de su Creador; y cumpliendo fielmente los deberes de su profesión o de su vocación, sea cual fuere, logre la felicidad temporal y juntamente la eterna”.

En esos tiempos, se habían apartado del cristianismo -decía Pío XI-, “los hijos miserablemente engañados”, y en su Encíclica los invitaba “a que vuelvan al seno maternal de la Iglesia”, “a la casa paterna en donde salieron”, para que “perseveren en ella, en el lugar que les pertenece…”

En 1991, este llamado tiene vigencia de igual modo que perduran las causas de los desórdenes económicos, provocados por una “sórdida y desenfrenada codicia”.

Bien decía Pío XI, reafirmando la “Rerum Novarum”, que lograr ese “espíritu de moderación cristiana y caridad universal” era tarea ardua, y que los más predispuestos para vencer “los muchos obstáculos e impedimentos”, eran los trabajadores, quienes se sentían dignificados con sus labores para el bien común; labores que lógicamente desarrolla también la mujer.

Bello su mensaje: “Si en el fondo aun del hombre más perdido se esconden como brasas debajo de la ceniza, fuerzas espirituales admirables, testimonios indudables del alma naturalmente cristiana, ¡cuánto más en los corazones de aquellos, y son los más, que han ido al error más bien por ignorancia o por las circunstancias exteriores!

En 1991, esta lectura puede servir para “concebir alegres esperanzas”, y podrán impulsar a la dedicación “por completo a la obra de restauración social”, a “los numerosos jóvenes que por su talento o sus riquezas tendrán puesto preeminente entre las clases superiores de la sociedad y estudian las cuestiones sociales con intenso fervor”.

Junto a esa esperanza, está el compromiso ineludible de todos los hombres, que deben “formar en la mayor concordia un solo frente de batalla, y trabajar con todas sus fuerzas unidas para alcanzar el fin común”.

En esta síntesis, queda el mensaje dado en Roma el 15 de mayo de 1931, por S.S. Pío XI, en el año décimo del Pontificado.

 

1941: “Alocución de Pío XII”

 

Desde Roma, el primer día de junio de 1941, S.S. Pío XII, “dio a conocer una magnífica alocución”, cuando “la humanidad” se estaba “exacerbando en un grado y en una intensidad nunca vistos”, “bajo la férrea a inexorable ley de la guerra”.  Eran tiempos de “pasión, de amargura, de división y de encono”.

El Pontífice recordó el significado apostólico de las Encíclicas “Rerum Novarum” y “Quadragésimo Anno”.  Era justamente el cincuentenario de la Encíclica de SS. León XIII.

Dijo en 1941 el Papa Pío XII:

“En la estructura general del trabajo, para estimular el mismo desenvolvimiento responsable de todas las energías físicas y su libre organización, se abre un amplio campo de acción, en el cual puede intervenir la autoridad pública, con su actividad integrante y coordinante, ejercida primeramente por medio de las corporaciones locales y profesionales y finalmente en la actividad del Estado mismo, cuya más alta autoridad moderadora y social tiene el importante deber de evitar las dislocaciones del equilibrio económico, que surgen de la pluralidad y divergencia de los intereses encontrados tanto individuales como colectivos”.  Al mismo tiempo, “la Iglesia no sólo tiene el derecho sino el deber de dar sus fallos sobre cuestiones sociales”, porque “de la organización que se dé a la sociedad, de acuerdo o en disconformidad a la ley divina, depende y emerge el bien o el mal de las almas, esto es, la decisión de si todos los hombres habrán de ser reanimados por la gracia de Cristo, respirando en el transcurso de su vida, una atmósfera sana y vivificante de verdad enfermizos, en una atmósfera de errores y corrupción.

Pío XII, volvió a reconocer el “bienestar espiritual y sobrenatural que han recibido los obreros y sus familias” a través de las organizaciones creadas al impulso de la “Rerum Novarum”; “su poderosa influencia”, que “con el andar de los años, llegó a expandirse y extenderse a tal punto que sus normas llegaron a ser casi patrimonio común de todos los hombres”.

Repitió el Pontífice, la importancia del “derecho innato al uso de los bienes” y de “los dones” y al “deber personal de conservar y el precepto de perfeccionar su vida material y espiritual”.  Insistió en la observación de que “el trabajo humano” y “el correspondiente derecho a trabajar, está impuesto y concedido al individuo en primer lugar por la naturaleza y no por la sociedad, como si el hombre fuera solamente un simple esclavo o un funcionamiento de la comunidad.  De esto se deduce que el deber y el derecho de organizar el trabajo del pueblo inmediatamente interesado; patronos y obreros.  Si éstos no cumplen sus funciones o no pueden cumplirlas, debido a emergencias extraordinarias especiales, se traspasan al Estado y éste debe intervenir en campo del trabajo y en la división y distribución del mismo, de acuerdo con la forma y medida que exige el bien común debidamente entendido.

Del espíritu de la “Rerum Novarum”, Pío XII exaltó la importancia “de la tierra en la que vive la familia”, Sobre la que asienta “su hogar”.  Esas familias, también tienen derecho “al espacio”, pueden trasladarse: emigrar e inmigrar.

Consideraba el Pontífice, que esos “principios, conceptos y normas”, servirían a los hombres para “colaborar en la futura organización de ese nuevo orden, que el mundo espera, que surgirá del fermento en ebullición del actual conflicto, para dar a los pueblos la paz y la justicia”.

Esas reflexiones recorrieron el planeta, cuando el odio y la ambición dejaban su secuela de destrucción y muerte, durante la Segunda Guerra Mundial…  (Sí, con mayúscula porque ese período constituye el basamento, del monumento inaugurado en Yalta en 1945, invisible, pero con la perspectiva y la proyección del orden mundial que todavía padecemos).

 

En el día de San Marcos Evangelista,

jueves veinticinco de abril

del año mil novecientos noventa y uno.

Santa Fe de la Vera Cruz,

provincia de Santa Fe, en la República Argentina.

 

 

Ha leído… y luego ha escrito estas páginas:

Nidia Aurora  Guadalupe Orbea de Fontanini.

 

 

 

 

 

 

Una mirada sobre los Diarios de Sesiones…

 

EVOCACIÓN EN LA CÁMARA DE DIPUTADOS DE LA LEGISLATURA DE SANTA FE

 

En la sesión del 21 de junio de 1941, en oportunidad del tratamiento de un proyecto de ley otorgando el beneficio de salario familiar a los empleados públicos de la Provincia, cuando finalizaba el período de sesiones ordinarias.  Fue miembro informante el Dip. José Vescovi, quien rememoró “el sentido humano” de la “inmortal Encíclica ‘Rerum Novarum’”.  El Diputado del Dto. San Jerónimo destacó los mensajes en las Encíclicas “Quadragésimo Anno” y el 19 de marzo de 1938 en la “Divina Redemptoris”, el 31 de diciembre del mismo año, la “Casti Connubii”, donde S.S. Pío XI, deja hitos insoslayables.

 

Durante el debate, el Dip. F. Rafael Vega Milesi, leyó de la Encíclica “Rerum Novarum”:

 

“Ninguna ley humana puede en modo alguno privar al hombre de su derecho natural y primordial al matrimonio, no poner limitaciones al fin para el que ha sido establecido por Dios desde su origen: creced y multiplicaos”.

 

Afirmó luego que “es necesario ayudar a robustecer la familia para que siga siendo la fragua de los buenos ciudadanos”.

 

El proyecto fue aprobado.  Una vez más, la “Rerum Novarum” conmovió a la solidaridad humana en el reconocimiento al trabajo y a las familias.

 

 

Autorizada la reproducción por cualquier medio

Top